Los pies deformes de Xolotl le dificultaban, y a menudo impedían, caminar. El Inmemorial avanzaba con torpeza hacia la mezcla de auras de los distintos Inmemoriales y humanos inmortales. Xolotl rasgaba las piedras con los huesos con cada paso que daba.
Estaba deseando matar al Alquimista. Y, más emocionante aún, Xolotl sabía que si el Alquimista estaba en Alcatraz, su esposa no podría andar muy lejos. El estómago del Inmemorial rugió ante tal idea. Sería un banquete memorable.
Xolotl inspiró hondamente una vez más, echando atrás su cabeza perruna y abriendo las aletas de su nariz negra. Creyó distinguir al menos siete, o quizás ocho, auras distintas en el aire nocturno. La niebla, con cierto aroma a carne, ocultaba los demás olores, así que cabía la posibilidad de que hubiera alguien más allí, pero daba lo mismo. Los mataría a todos por satisfacción propia y dejaría los restos sin vida a los monstruos que le seguían.
Le importaba un comino si Flamel tenía diez o cien acompañantes; no podría escapar de lo que en ese instante se arrastraba tras él.
En una esquina de la Casa del Guardián, completamente en ruinas, había una especie de caparazón de barro. Nicolas golpeó la cáscara con los nudillos. Era sólida.
Nicolás Maquiavelo cruzó los brazos sobre el pecho y miró al Alquimista.
—Siempre supe que volveríamos a encontrarnos —dijo en francés—, aunque nunca imaginé que sería en estas circunstancias —añadió con una sonrisa—. Estaba seguro de que os atraparía en París el sábado pasado.
El italiano hizo una reverencia, un gesto de cortesía pasado de moda, cuando Perenelle se reunió con su marido.
—Señora Perenelle, por lo visto estamos destinados a encontrarnos siempre en una isla.
—La última vez que nos vimos habías envenenado a mi marido y tenías intención de matarme —le recordó Perenelle en italiano.
Hacía unos trescientos años, la Hechicera y el inmortal italiano se habían enzarzado en una batalla a los pies del monte Etna, en Sicilia. Aunque Perenelle venció a Maquiavelo, la energía que ambos desataron provocó la erupción del antiguo volcán. La lava siguió fluyendo durante cinco semanas después de la batalla y destruyó diez pueblos.
—Perdóname; entonces era joven, insensato e imprudente. Y tú saliste victoriosa de aquel encuentro. Sigo teniendo las cicatrices de aquel día.
—Intentemos no hacer estallar esta isla —dijo Perenelle con una sonrisa. Y entonces le ofreció la mano como gesto de paz—. Vi cómo intentabas salvarme antes. Ya no hay rastro de enemistad entre nosotros.
Maquiavelo tomó los dedos de la Hechicera y se inclinó hacia delante.
—Gracias. Eso me complace.
Marte y Odín salieron del edificio para vigilar una de las entradas. Billy el Niño y Black Hawk, por otro lado, decidieron custodiar el otro camino de entrada. Hel asomó la cabeza por la puerta de la Casa del Guardián sin apoyar la pierna herida. Era la última línea de defensa.
Nicolas, Perenelle y Maquiavelo se quedaron alrededor de la pelota de barro.
—¿Estás segura de que Areop-Enap está ahí dentro? —preguntó el italiano golpeando con los nudillos el caparazón.
—Vi a la Araña meterse ahí dentro y envolverse en esa cáscara —respondió Perenelle.
—¿Cómo podemos abrirla? —cuestionó Maquiavelo.
—No creo que sea buena idea intentarlo —dijo Maquiavelo—. Podría ser peligroso para Areop-Enap y también para nosotros. La Araña es una criatura imprevisible —añadió mirando a su esposa de reojo—. ¿O tengo que recordarte la última vez que nos encontramos con la Vieja Araña?
Maquiavelo sonrió de oreja a oreja.
—Déjame adivinar… luchasteis.
—Así es —confirmó Perenelle—. Y también fue en una isla, en Pompeya.
—¿Qué problema tenéis con las islas? —preguntó el italiano—. Japón, Irlanda, Pompeya, las Aleutianas. Siempre dejáis un rastro de destrucción, caos y muerte.
—Estás bien informado —comentó Perenelle.
—Era, bueno, y creo que sigue siendo, mi trabajo.
—Y normalmente era tu amiguito Dee quien provocaba tal destrucción, caos y muerte —añadió Perenelle—. Nosotros siempre huíamos de él.
—Dee no es amigo mío —rebatió Maquiavelo.
El italiano posó la palma de la mano sobre la bola de barro y dejó que su aura grisácea y de aspecto sucio fluyera por la superficie del cascarón. Al principio, el fango chisporroteó e incluso burbujeó, pero el aura enseguida perdió toda su fuerza, recorriendo la figura de barro como si de agua se tratara. El inmortal bajó la cabeza para acercar el oído a la piedra.
—Silencio —dijo al fin.
Los tres inmortales colocaron las manos sobre el caparazón e invocaron sus auras. Los aromas de la menta y serpiente se fundieron entre la niebla mientras energías de colores distintos, blanco níveo, verde esmeralda y gris sucio, iluminaban la cáscara de barro.
Nicolas fue el primero en perder las fuerzas. Estaba jadeando y tenía nuevas líneas de expresión en la frente y en la nariz.
—Un momento, por favor. Dejad que me recupere un poco. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó ladeando la cabeza hacia el italiano—. ¿Por qué has decidido ponerte de nuestro lado?
El inmortal se encogió de hombros. Se apoyó contra un muro de piedra y empezó a sacudirse el traje negro hecho a medida que, a estas alturas, estaba sucio y descosido.
—Hace ya mucho tiempo que mi relación con los Oscuros Inmemoriales me preocupa, me turba —murmuró—. Pero la verdad es que venir aquí para trabajar codo con codo con Billy y Black Hawk me ha traído muchísimos viejos recuerdos. Me recordaron algo que mi querida esposa, Marietta, me dijo una vez. Me acusó de ser un monstruo sin sentimientos. Me dijo que moriría solo porque no me importaba nadie en absoluto —explicó con tono melancólico—. Me he dado cuenta de que tenía razón en ambas cosas. Y entonces Black Hawk me hizo una pregunta. Quería saber si alguna vez había hecho algo con ilusión, con emoción. Le dije que no, al menos desde hacía muchísimo tiempo. Y entonces me dijo que sentía lástima por mí, que consideraba que estaba echando a perder mi inmortalidad. Me dijo que no estaba viviendo, sino sobreviviendo. Y, si queréis saber algo, tenía razón.
—A veces creo que los inmortales no saben apreciar el maravilloso regalo que es la inmortalidad —murmuró Nicolas.
—No siempre es un regalo —añadió Perenelle en voz baja.
—Y entonces conocí en persona a Billy —continuó el italiano—. Es joven, desborda vitalidad y entusiasmo. Puede ser irritante y molesto, sí, pero tiene un gran corazón. Me recordó qué era ser humano. Disfrutar de la vida. Y cuando se presentó el momento, decidimos, Billy y yo, que no queríamos monstruos corriendo por las calles de San Francisco, que no deseábamos la muerte de miles de personas. Nuestras conciencias jamás lo habrían perdonado. Al menos no si podíamos hacer algo para evitarlo. ¿Sabéis una cosa? Creo que es el discurso más largo que he dado en un siglo. Quizás en dos.
Se oyó un silbido seguido por los rasguños y repiqueteos de zarpas acercándose.
—El hermano gemelo de Quetzalcoatl, Xolotl, controla los monstruos de la isla —explicó rápidamente Nicolas a Maquiavelo—. Está un poco enfadado porque le hundimos un barco repleto de monstruos. Juró venganza.
—¿Quieres decir que hay más criaturas? —preguntó el italiano, un tanto desesperado.
—Muchas más —respondió Perenelle con una sonrisa—. Las celdas solo albergaban a los monstruos más pequeños. Las bestias más espeluznantes y gigantescas están encerradas en la Casa de Máquinas y el Edificio de la Intendencia, junto a la orilla.
—Entonces no tenemos más remedio que abrir este caparazón —concluyó el italiano.
Los tres inmortales se volvieron de nuevo hacia la bola de barro y posaron las manos sobre la superficie, vertiendo cada gota de energía áurica que les quedaba.
La sala se iluminó con la luz de sus auras.
Nicolas fue el primero en desfallecer, aunque Maquiavelo no tardó en desplomarse, pues se había quedado también sin fuerzas. Los dos inmortales se dejaron caer sobre el caparazón de la Vieja Araña. Perenelle les miró a ambos.
—Lo intentaremos una última vez —anunció—. Si no conseguimos romper la cáscara, dejaremos en paz a la Araña; no podemos permitirnos malgastar más energía.
La Hechicera se arrodilló junto a su marido y acarició las nuevas arrugas que se habían formado en el rostro de este.
—Estamos muy débiles, y sabes lo peligroso que es.
De repente, Black Hawk entró corriendo por la puerta.
—Tenemos visita —dijo casi sin aliento—. Un centenar de anpu y varios unicornios horrendos se dirigen hacia aquí.
—¿De qué color tienen los cuernos? —preguntó enseguida Perenelle.
Black Hawk meneó la cabeza.
—No me he fijado, la verdad.
—¡Piensa! ¡Los has visto!
—Blancos… negros… con las puntas rojas —espetó.
—Monokerata. Los cuernos de estas criaturas son venenosos, así que evitad el roce a toda costa.
Y en ese instante, Billy el Niño entró a toda prisa en la sala, jadeando y con la cara roja. Las puntas de lanza que tenía en las manos estaban manchadas de sangre negra.
—Olvidaos de los anpu y los unicornios —comentó—. Tenemos otro problema. Hay un cangrejo gigante ahí fuera.
—¿Cuán grande? —preguntó Maquiavelo.
—¡Muy grande! —exclamó Billy—. Tan grande como una casa. Una de esas bestias con cabeza de toro se cruzó en su camino y el maldito cangrejo la partió por la mitad.
—Karkinos —murmuraron Flamel y Maquiavelo al mismo tiempo.
—¿Eso significa gran cangrejo o algo así? —preguntó Billy.
—No. Significa cangrejo gigante —aclaró Maquiavelo.
—Y… —dijo Billy tomando aliento—. Todos esos monstruos están encabezados por un esqueleto con cabeza de perro —finalizó con tono dramático—. Un perro sarnoso que da mucho asco.
—Oh, ya le hemos visto antes —dijo Perenelle—. Hemos estado charlando un buen rato.
—Es el hermano gemelo de Quetzalcoatl —explicó Maquiavelo.
Billy parpadeó, sorprendido por la última información.
—¡Ese viejo monstruo tiene un hermano! —exclamó—. ¡Supongo que no son idénticos!
—Lo fueron una vez —dijo Hel desde la puerta—. Él es Xolotl. Es el hermano malvado.
Marte y Odín entraron corriendo por la puerta.
—Ha llegado el momento de tomar decisiones —anunció Marte—. Tenemos dos opciones: quedarnos aquí y tratar de enfrentarnos a todo ese ejército —dijo echando un rápido vistazo a la sala—, o podemos huir e intentar encontrar otro lugar donde refugiarnos.
—Nos quedamos aquí —opinó Flamel dando suaves golpes a la cáscara—. Debéis mantenerlos ocupados mientras probamos de despertar a Areop-Enap. Es nuestra única esperanza.
—Quizá podamos proteger las ventanas y puertas —dijo Marte algo dubitativo. El edificio en ruinas no eran más que cuatro paredes mal puestas, sin techo y con agujeros como ventanas—. Pero si nos atacan…
—¡Nos atacan! —gritó Hel.