Sobre una diminuta isla rodeada de lava burbujeante, Aten, el Señor de Danu Talis, estaba sentado en una jaula, a esperas de ser llamado para la ejecución.
Estaba agotado y tenía quemaduras y ampollas por todo el cuerpo. La lava no dejaba de salpicarle y cada gota del líquido ardiente le agujereaba la ropa y le ardía la piel. Aten era consciente de que, a medida que pasaban los minutos, la marea iba subiendo y las burbujas se hacían más grandes y habituales.
El aire, cargado de azufre, cada vez era más irrespirable. Si no venían a matarle pronto, le encontrarían tirado en el suelo, asfixiado. Y sabía que, si su madre y su hermano se enteraban de que Aten había muerto de asfixia, armarían un buen alboroto.
De repente, al otro extremo de la piscina de lava, se abrió una puerta para dejar entrar un rectángulo de luz blanca. Enseguida aparecieron tres gigantescos anpu que colocaron el puente en su lugar para que Dagon, el carcelero, pudiera trotar hacia la jaula. Los anteojos protectores que llevaba le otorgaban un aspecto de pez. Dos guardias le acompañaron y el tercero se quedó junto a la puerta. Aunque un prisionero lograra deshacerse de los guardias, jamás conseguiría cruzar el puente y salir de aquel infierno, pues entre tanto el anpu de la puerta habría conseguido salir de allí y cerrarla con llave desde el exterior.
Dagon no quiso mirar a Aten a los ojos mientras jugueteaba con la complicada cerradura de su jaula.
—Ya es la hora, lord Aten.
—Lo sé.
—Los guardas tienen órdenes de matarte si intentas escapar.
—No lo intentaré, Dagon. ¿Adónde iría? ¿Qué haría? Estoy donde se supone que debo estar.
El carcelero soltó una risa adusta, desalentadora.
—Vaya, lord Aten, todo el mundo creerá que permitiste que te encerraran.
De repente, la criatura miró a Aten a los ojos. Se acercó un poco a los barrotes y bajó el tono de voz.
—Los humanos te aclaman, lord Aten. Están protestando fuera de la cárcel. Y se han producido disturbios por toda la ciudad —explicó en voz muy baja—. Corren rumores que aseguran que en este mismo instante un inmenso ejército avanza hacia la ciudad para rescatarte.
—¿A quién pertenece tal ejército? —preguntó el Inmemorial con cierta curiosidad.
—La Diosa de los Tres Rostros ha enviado a Huitzilopochtli a salvarte.
—¿Y dónde has oído tal rumor?
—Del propio Ard-Greimne. Ya sabes que tiene espías en todas partes.
Aten agachó la cabeza, como si estuviera sumido en una profunda reflexión, pero tanto Dagon como él sabían que ese gesto era una muestra de agradecimiento por la información.
Ard-Greimne controlaba la gigantesca prisión y era el responsable de mantener el orden en la ciudad y alrededores. El viejo Inmemorial tenía bajo su mando a un ejército de anpu y guardias asteriones, además de varios nuevos híbridos que salían de los laboratorios de Anubis, como jabalís, osos y gatos. Solía jactarse de que ningún humano jamás patrullaría las calles de Danu Talis y se vanagloriaba de haber conseguido que ningún pie humano pisara los adoquines de oro de los círculos que rodeaban los hogares de los Inmemoriales.
La puerta de la celda se abrió tras un chasquido y Aten salió de aquella jaula insoportable.
—Sígueme —dijo Dagon—. Y ten cuidado; algunas de las tablillas del puente están rotas. Hace tiempo que quiero cambiarlas, pero he estado muy ocupado y no he tenido tiempo.
Aten siguió cada paso de Dagon.
—Me van a arrojar a la boca de un volcán, así que un poco de chamusquina no es nada.
Dagon no sabía si Aten estaba tomándole el pelo o hablando en serio.
—Ard-Greimne quiere verte antes.
—Oh, estoy seguro de que está deseando regodearse —respondió Aten con voz alegre—. Nunca le he caído bien, y debo reconocer que el sentimiento es mutuo. No es ningún secreto que llevaba tiempo buscando a alguien que le reemplazara.
Dagon guio a Aten por el puente y después esperó junto a él a que el anpu levantara la pasarela de la lava. Si dejaban demasiado tiempo, el puente sobre la piscina ardiente se quemaría. El guardia abrió la puerta y Aten siguió a Dagon. El Inmemorial parpadeó varias veces cuando salió a la luz.
—Hay muchos escalones —se disculpó Dagon mirando hacia arriba.
Aten siguió la mirada del carcelero y vio cientos de estrechos y planos escalones que conducían hacia una penumbra absoluta.
—Si este debe ser mi último paseo, quiero disfrutarlo —respondió Aten. Y acto seguido carcelero y prisionero iniciaron el larguísimo ascenso desde los fondos de la cárcel hacia el exterior.
—Estamos a medio camino —informó Dagon un poco más tarde.
Por lo visto, subir aquella cantidad de escalones no había afectado al carcelero, pero Aten notaba el latir de su corazón bombeándole el pecho. También se percató de un suave ruido constante. Al principio, creyó que era la lava, pero después se dio cuenta de que venía del exterior.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó el Inmemorial.
—Son las protestas de los humanos —explicó Dagon—. Cuando entré, empezaban a concentrarse. Hace un rato había alrededor de mil humanos; ahora deben de ser ocho mil o incluso puede que diez mil. El pueblo exige tu libertad.
—¿Y qué dice Ard-Greimne? —quiso saber Aten.
—Está decidido a enviar todos sus refuerzos para aplastarlos. Tengo entendido que ha ordenado a los guardias no tener piedad y actuar con brutalidad. Asegura que va a enseñar a los humanos una lección que jamás olvidarán.
—Ya veo. —Aten sabía muy bien qué estaba pasando—. Tiene que alejar a todos los manifestantes para poder trasladarme a la pirámide.
Dagon no mostró reacción ninguna. Deslizó los anteojos por la frente y los dejó sobre la cabeza, pareciendo así que tenía dos pares de ojos.
—Por lo visto, Bastet y Anubis están esperando tu llegada.
Aten asintió.
—Y estoy seguro de que no quieren que llegue tarde a mi propio funeral.
Ard-Greimne esperaba en lo alto de la escalera.
Era un Inmemorial bajito, esbelto y de aspecto normal y corriente. La Mutación no había sido particularmente cruel con él; se le había caído todo el cabello y mostraba un cráneo más alargado de lo habitual, lo cual hacía que todos los rasgos del rostro parecieran estar estirados hacia ambos lados. Tenía dos mechones de bigote pelirrojo bajo la nariz que se rizaban al alcanzar la comisura de los labios. La mirada de Ard-Greimne era de un verde extraordinario. Lucía, como siempre había hecho, una túnica arcaica de forma rectangular que se extendía desde el cuello hasta los pies y le dejaba los brazos desnudos. Hacía siglos que esa prenda de ropa había pasado de moda.
—Cómo caen los más poderosos —dijo mirando a Aten.
Ard-Greimne era un tapón y, por lo tanto, era más que sensible con relación a su altura. Siempre llevaba zapatos con alzas en el interior. Al ver que Aten no respondía ante tal provocación, volvió a intentarlo.
—He dicho que cómo caen los…
—No me ha parecido divertido ni ingenioso la primera vez que lo has dicho —interrumpió Aten—. Ni tampoco original.
El hombrecillo torció el rostro hasta esbozar lo que parecía una sonrisa.
—Palabras muy valientes para un hombre que está a punto de morir.
—Aún no estoy muerto —replicó Aten.
—Oh, pero lo estarás muy pronto.
Aten alcanzó lo más alto de la escalera y pasó por delante del Inmemorial, dejando tras él la cárcel de Tártaro para salir a un patio inmenso. Los gritos de la gente que se había agolpado junto a los muros de la cárcel eran como una tormenta de ruidos que retumbaban contra las piedras.
—Aten… Aten… Aten…
—Tu pueblo te llama —se burló Ard-Greimne.
Justo delante de Aten se alzaban cuatro interminables filas de los agentes personales de Ard-Greimne. La mayoría eran anpu o asteriones, pero también había híbridos de toros y jabalíes entre sus filas. Todos llevaban una armadura de cuero negro con el símbolo personal de Ard-Greimne marcado sobre la piel. El símbolo era un ojo abierto que siempre vigilaba. Los guardias iban armados con mazas y látigos, y unos pocos tenían lanzas. Había también un puñado de arqueros entre el ejército personal del Inmemorial.
—Sé que respetas a esos humanos… —empezó Ard-Greimne.
—Así es —confirmó Aten antes de que el bajito Inmemorial pudiera acabar la frase.
Ard-Greimne no pudo ocultar una sonrisa.
—Y que les consideras los sucesores de los Inmemoriales.
—Sí.
—Si realmente les profesas tal respeto, quiero que subas a lo más alto de la cárcel y les pidas que se dispersen pacíficamente.
—¿Por qué crees que haría eso? —preguntó Aten.
—Porque si no se van, mandaré a mis agentes personales. Colocaré cien, no, doscientos arqueros sobre los muros de la prisión para que arrojen lanzas de fuego hacia la multitud. Habrá momentos de pánico. Y entonces enviaré a mis hombres ahí fuera.
—Sería una masacre —murmuró Aten.
—Tan solo morirían varios cientos. No les mataremos a todos. Lo único que queremos es que vuelvan a casa y corran la voz. Ya sabemos que no es muy buena idea matar a todos los esclavos disponibles.
—¿Quieres que hable con el pueblo? —quiso confirmar Aten.
—Sí.
—Entonces así lo haré —dijo Aten sin vacilar.
—Pensé que te negarías, la verdad —dijo Ard-Greimne, sorprendido.
Aten sacudió la cabeza.
—Les diré lo que deben hacer.