No debería estar ardiendo, ¿verdad? —quiso saber William Shakespeare.
El Bardo se había apartado de la espiral de humo que brotaba del panel de control de la aeronave.
—No, no debería —gruñó Prometeo—, ¿así que por qué no haces algo útil y extingues el fuego?
—¿Cómo? —preguntó Shakespeare mirando de un lado a otro—. ¿Acaso parece que lleve un extintor en el bolsillo?
Palamedes se interpuso entre el Inmemorial y el inmortal para arrancar el panel en llamas y una llamarada le chamuscó las cejas.
—Me alegro de no tener pelo —dijo con tono alegre.
Las llamas empezaron a extinguirse y Palamedes asomó la nariz para echar un vistazo a las ruinas.
—Esto es un desastre —anunció.
De repente, el ambiente se cubrió de la esencia a clavos y una nube de color verde oliva emergió de la palma de su mano y bañó el panel de controles, apagando por completo el fuego.
El zumbido del motor de la vímana fue perdiendo intensidad hasta convertirse en un aullido.
Shakespeare miró hacia arriba, alarmado, e incluso Saint-Germain apartó la vista de su libreta.
—Estamos bien —tranquilizó Prometeo cuando el motor recuperó su zumbido agudo habitual—. Algunas de las vímanas más primitivas pueden repararse por sí solas.
Juana asomó la cabeza por una portilla sin cristal. La ciudad estaba ahora mucho más cerca. Era una mancha marrón de barriadas y estrechas callejuelas que conducían a amplias avenidas e hileras de casas doradas, rodeadas por círculos de canales brillantes y, en el corazón de la metrópolis, una espectacular profusión de edificios magníficos. Justo enfrente de la aeronave, alzándose como si de una montaña de oro sólido se tratara, en el mismísimo centro de la inmensa ciudad, se hallaba la Pirámide del Sol.
—¿Dónde aterrizaremos? —preguntó.
—Mi intención es alcanzar la plaza, lo más cerca posible de la pirámide —respondió Prometeo—. Debemos tomar posiciones ante la pirámide para defender la escalera.
Palamedes se reunió junto a Juana en la ventana.
—Parece que hay mucha actividad ahí abajo —murmuró—. Veo demasiadas armaduras y espadas. Descenderemos a un área de guerra, sin duda.
Juana asintió.
—Prometeo, ¿y si aterrizamos sobre la pirámide? —sugirió—. La cima es llana.
Palamedes sonrió de oreja a oreja.
—Es una idea furtiva. Me gusta.
—¿Puedes hacerlo? —insistió Juana.
—Lo intentaré.
—¿Y las defensas? —preguntó William.
—Habrá un puñado de vímanas. Todos quienes hayan sobrevivido al ataque de la Tor Ri —dijo Palamedes— y algunos de los Inmemoriales más ricos o ancianos traerán consigo sus vímanas personales. Pero no van armados. La mayoría de los planeadores de Huitzilopochtli tratará de aterrizar sobre la plaza de la pirámide. Si consiguen derribar a los guardias anpu, abrirán los puentes para permitir que el resto de humanos pueda cruzar los canales. Algunas de nuestras vímanas y naves tomarán tierra al otro lado de los canales para ayudar a la población a vencer a los anpu que puedan patrullar por aquella zona.
—¿Y qué hay de Aten? —preguntó Palamedes—. ¿Por qué no atacamos la cárcel y le liberamos?
Prometeo sacudió la cabeza.
—Marethyu fue muy claro respecto a eso. Aseguró que solo el pueblo de Danu Talis podría invadir la cárcel. Sería su victoria o su derrota.
—Sé a qué se refiere —comentó Juana—. Si pueden tomar la cárcel, demostrarán al resto de la población lo que pueden llegar a conseguir. Una victoria de esas características revolucionará a toda la ciudad.
Una serie de chispas empezó a danzar por el panel de control. Shakespeare las apartó con la manga de su camisa.
—¿Cuánto falta para aterrizar?
—Poco —respondió Palamedes.
En ese instante se escuchó un chasquido y, sin más avisos, el panel rectangular se desprendió de la vímana, dejando un espacio abierto por donde podían observarse las afueras de la ciudad.
—Demasiado poco —dijo Shakespeare en voz alta, para que todos le escucharan.