Scathach merodeaba por las afueras de Danu Talis, envuelta en una túnica de lino blanco y con su cabellera pelirroja y puntiaguda escondida bajo un sombrero de paja cónico.
Las calles estaban casi desérticas. Algunos ancianos estaban sentados sobre los portales oscuros de sus casas y la observaban corretear por las callejuelas. Unos críos escuálidos jugueteaban en las calles sin pavimentar y la miraban con ojos curiosos.
Scathach se detuvo frente a una fuente a beber un poco de agua fresca. Dejó que vertiera sobre la mano y sorbió con cierta precaución; el agua sabía a sal y a tierra amarga. Miró a su alrededor para tratar de orientarse. Allí, en el borde de la ciudad, los vecindarios eran extensas barriadas de chozas que, de forma gradual, se iban convirtiendo en casas más grandes y, a lo lejos, más cerca del corazón de la metrópolis, la Sombra avistó las pirámides y palacios propios de la nobleza. Aquellas residencias parecían rozar el cielo. Tras ellas, dominando el centro de Danu Talis, se alzaba la Pirámide del Sol.
Se dio media vuelta y, protegiéndose los ojos de los rayos de sol, miró hacia el oeste. La luz era cegadora… Huitzilopochtli había programado el ataque de forma deliberada, puesto que el ocaso ayudaría a disimular la llegada de vímanas y planeadores. Pero la Sombra podía distinguir las aeronaves en el cielo. Llegarían pronto, muy pronto.
Un extraño ruido la puso en alerta; tras avistar un sutil movimiento por el rabillo del ojo, Scathach buscó las armas que llevaba escondidas bajo el vestido blanco. Una niña con unos enormes ojos color avellana se había acercado a la fuente. Cogido de su mano, un crío aún más pequeño la miraba con ojos como platos. Iban descalzos y vestían harapos que, con toda seguridad, nunca habían sido de color blanco.
Los dos niños contemplaban a la Sombra.
—¿Te has perdido? —preguntó la niña.
Scathach se fijó en la pequeña. Costaba adivinar su edad, debía de tener unos cuatro o cinco años y el niño dos. La inmortal se agachó para mirar a la niña.
—Pues creo que sí. Quizá podríais echarme una mano.
—Todo el mundo está frente a la cárcel —informó la pequeña.
—Aten —añadió el crío, que no dejaba de chuparse el dedo pulgar.
La cría asintió con solemnidad.
—Todos han ido a rescatar a Aten. Está en la cárcel.
—Hombres malos —dijo el pequeño.
—Los hombres malos le han encerrado ahí —explicó la niña.
—¿Sabéis cuál de todos esos grandes edificios es la prisión? —preguntó Scathach con tono cariñoso.
La muchacha asintió. Se puso de puntillas y señaló el cielo.
—No veo —protestó.
—Quizá si te alzara en brazos… —sugirió Scathach.
—Y también a mi hermano —sugirió la pequeña de inmediato.
—Desde luego.
Rodeando a los dos hermanitos con los brazos, la Sombra les levantó. La niña enseguida abrazó a Scathach y acercó su infantil rostro a la mejilla de la inmortal. Y entonces señaló una pirámide con la cima plana.
—Es ahí. Esa es la casa de los malos.
—Casa de los malos —repitió el hermano.
—Mamá dice que si te portas mal, te llevan a la casa de los malos. ¿Es verdad?
—A veces —contestó Scathach.
Un segundo más tarde se agachó para dejar a los dos niños sobre el suelo y después se arrodilló ante ellos. Acarició el pelo de la cría con los dedos. Deseaba tener algo para regalarles, pero lo único que tenía, y que siempre había tenido, era la ropa que llevaba y las armas que empuñaba.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó.
—Me llamo Brigid y él es mi hermanito Cermait. Mamá le llama Milbel —añadió con una risita.
—Boca de miel —susurró Scathach.
Reconoció los nombres de inmediato. Había vivido una larga época en Irlanda y Escocia; sobrevivirían al Hundimiento de Danu Talis, puesto que sabía quiénes eran esos críos.
—¿Vas a ir a la casa de los malos? —preguntó Brigid.
—Sí —respondió Scathach—. Hay alguien a quien debo ver.
—¿Alguien malo?
—No lo sé todavía. Voy a descubrirlo.
Cermait tiró de la túnica de Scathach y recitó una frase incomprensible.
—Quiere saber si eres una persona mala —tradujo su hermana.
—A veces —susurró—, pero solo con la gente mala.
—¿Quién eres? —cuestionó Brigid.
—Soy Scathach, la Sombra.