Un centenar de personas habían decidido seguir a Virginia Dare desde la plaza del mercado. En cuanto la inmortal llegó a la plaza que se extendía frente a la cárcel, la multitud se había multiplicado por diez, y cada minuto que pasaba llegaban más y más personas. Coreaban el nombre de Aten, y sus gritos retumbaban en los muros de la prisión.
—Ah, tu primera prueba de fuego —dijo el doctor John Dee, casi con regocijo—. En unos pocos minutos, las puertas de la cárcel se abrirán para dar paso a los anpu y asteriones. Si tu gente empieza a dispersarse, habrás perdido. Y créeme, Virginia, en cuanto vean una gota de sangre, echarán a correr. Llevan huyendo toda su vida.
—Gracias por tus palabras de ánimo —murmuró Virginia.
Sin embargo, en el fondo sabía que el Mago estaba en lo cierto: cuando una tropa de guerreros armados hasta los dientes se abalanzaba sobre la población civil, el coraje de los humanos se evaporaba en cuestión de segundos.
—Son granjeros, tenderos y esclavos —dijo Dee—. ¿Qué saben ellos de la guerra?
—Algunos han traído armas —apuntó Virginia.
La plaza de la prisión estaba a rebosar de gente y las nuevas incorporaciones habían traído armamento improvisado: palas, picas y palos. Avistó a un panadero con un rodillo y muchos de los presentes cargaban con antorchas llameantes.
—Oh sí. Esas «armas» pueden ser muy eficaces contra las espadas, lanzas y arcos —comentó con cierto sarcasmo.
El doctor John Dee se colocó junto a la inmortal y echó un vistazo a los altísimos muros del edificio. Había guardias por todos lados y podía escuchar risas de mofa en cada rincón.
—No has sopesado tu decisión, ¿verdad? Marethyu habló contigo y un minuto después ya estabas levantando una revolución.
—No —admitió la inmortal—. Todo ha ocurrido muy rápido.
—¿Te estás arrepintiendo? —preguntó.
—¡Por supuesto que no! —gritó—. Cuando los ingleses, los franceses y los españoles invadieron mi país, podría haberme enfrentado a ellos. De hecho, debería haberlo hecho. Pero no lo hice.
Dee frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando? Eres inglesa.
—Soy americana —dijo con orgullo—. Soy la primera europea nacida en suelo americano. —La melena de Virginia empezó a alborotarse a medida que su ira iba en aumento—. Mira a tu alrededor, doctor: ¿qué ves?
El Mago encogió los hombros.
—El pueblo de Danu Talis. Personas normales y corrientes —añadió.
—Que son esclavizadas por los Inmemoriales, quienes utilizan monstruos para reforzar sus leyes. Ya he visto esto antes, en este mundo y en muchos otros, y no todos los monstruos tienen aspecto de bestia. Lo vi en mi propio país. No permitiré que vuelva a ocurrir —juró con desafío.
—Podrías morir aquí —musitó Dee.
—Podría.
—Por gente a la que no conoces…
—Conozco a esta gente. He conocido a personas como ellos a lo largo de mi vida. Y ahora el destino me ha traído hasta aquí.
—Bueno, de hecho, fui yo, no el destino. Aunque el tipo de la hoz en la mano también ha tenido algo que ver.
Un rugido corrió entre la multitud cuando las puertas de la cárcel se abrieron y varias tropas empezaron a filtrarse para formar filas largas y rectas. La luz del atardecer teñía de color sangre sus armaduras y armas.
—Y quiero creer que estoy aquí por un motivo.
Golpeó al Mago en el pecho con los dedos, lo bastante fuerte como para hacerle perder el equilibrio.
—Así que dime, doctor Dee: ¿por qué estás aquí?
Por fin le había hecho la pregunta que Dee había temido que le hiciera desde el momento en que Marethyu le había repuesto su salud, aunque no su juventud. ¿Por qué estaba allí? Aquel día había sido una mezcla extraordinaria de emociones opuestas. Había pasado del triunfo a la desesperación en cuestión de segundos; había estado a punto de morir, pero había revivido. ¿Y para qué? Su larga vida le había proporcionado cualidades maravillosas. ¿Cómo debería usarlas?
El anciano suspiró al mirar a su alrededor. Las personas que habían acudido a la plaza ya superaban los dos millares. Gritaban y coreaban el nombre de Aten, pero nadie se atrevía a acercarse demasiado a los muros de la cárcel. En cualquier momento, los guardias con cabeza de animal atacarían, y a Dee no le cabía la menor duda de que se produciría una terrible masacre en la plaza. Hubo un tiempo en que eso no le habría preocupado en absoluto. Pero entonces era inmortal, era algo más que un simple humano. Ahora, era un mortal como otro cualquiera. Y eso le daba una perspectiva algo diferente.
—Bueno —anunció por fin Dee—, me pasé gran parte de mi vida mortal dando consejos a la reina más famosa de Inglaterra. Ayudé a derrotar a la Armada española. Por lo visto, todo apunta a que acabaré mi vida tal y como la empecé: como asesor de una reina.
Virginia parpadeó, sorprendida.
—No soy una reina.
—Oh, pero lo serás —dijo con confianza—. Esto es lo que te propongo.