En la salvaje costa noreste de Danu Talis, la torre de cristal que se alzaba entre las olas empezó a latir con un resplandor dorado y algo pálido. Después comenzó a vibrar, una profunda sacudida subsónica que hizo temblar hasta la misma tierra, convirtiendo el mar en espuma blanca.
—Estoy aquí —dijo Tsagaglalal. Llevaba la armadura de cerámica blanca que su marido le había regalado y con los kopesh a juego en sus fundas correspondientes atadas a la espalda.
Abraham el Mago estaba en uno de los aposentos más oscuros ubicados en la parte superior de la Tor Ri. Estaba rodeado de sombras y prefería darle la espalda a su mujer para evitar que pudiera ver los efectos de la Mutación, que se había apoderado casi por completo de su cuerpo, transformándolo en oro sólido.
—Deja que te vea —rogó tratando de dirigir a su marido hacia la luz—. Déjame verte y que recuerde este momento.
—Preferiría que me recordaras tal como era.
—Siempre guardaré esa imagen en mi corazón —dijo Tsagaglalal. Y entonces posó la palma de su mano en el pecho de Abraham—. Pero este también eres tú, y nunca lo olvidaré. Nunca te olvidaré, Abraham.
Estrechó el cuerpo sólido de su marido entre sus brazos, notando el metal contra su piel, y lloró sobre su hombro. Al alzar la mirada, Tsagaglalal vio una única lágrima, una gota de oro, que recorría la mejilla de su marido. Se puso de puntillas para besarle la lágrima. Se llevó las manos al estómago y dijo:
—Siempre la llevaré conmigo.
—Estás a punto de iniciar un viaje que durará diez mil años, Tsagaglalal. —Cada aliento de Abraham suponía un esfuerzo sobrehumano—. He visto tu futuro y sé qué te aguarda.
—No me lo digas —interpuso enseguida—. No quiero saberlo.
Pero Abraham continuó.
—Como en la vida de todo el mundo, habrá pena y alegría. Tribus y naciones enteras se alzarán y te venerarán. Serás conocida por miles de nombres y se escribirán canciones y cuentos sobre ti. Tu leyenda perdurará.
La torre vibraba con más fuerza ahora. La cima se balanceaba de un lado a otro y los cristales empezaban a mostrar diminutas grietas.
—Si pudiera pedir un deseo por ti, sería el de conocer a un compañero, alguien con quien compartir tu vida —continuó—. No quiero que vivas en soledad. Sin embargo, en los próximos años de tu vida no consigo ver a nadie.
—Jamás podré estar con alguien más —dijo Tsagaglalal con convencimiento—. Tú y yo no estábamos destinados a conocernos: yo era una estatua de barro a la que Prometeo dio vida con su aura. Tú eres uno de los Inmemoriales de Danu Talis. Y, sin embargo, en el momento en que te vi supe, con absoluta convicción, que estaríamos juntos el resto de nuestra vida. Y ahora puedo decir, con la misma convicción, que jamás habrá otra persona en mi vida.
Abraham tomó aliento.
—¿Te arrepientes de algo? —preguntó.
—Me habría gustado tener hijos —contestó.
—Durante los próximos años, Tsagaglalal, serás la madre de muchos niños. Acogerás y adoptarás a miles de humanos. Muchísimos críos se referirán a ti como madre, tía y abuela, y te querrán como si fueran tus propios hijos. Y, después de diez mil años, cuando cuides, protejas y guíes a los mellizos, disfrutarás de una felicidad plena. Esto es lo que he visto: aunque les exasperarás y, en más de una ocasión enfurecerás, te querrán con toda su alma, pues entenderán que, en el fondo, les amas incondicionalmente.
—Diez mil años —suspiró—. ¿De verdad tengo que vivir tantos años?
—Sí. No tienes alternativa —dijo en tono áspero—. En el plan que hemos construido Marethyu y yo no hay jugadores de poca importancia. Todo el mundo, Inmemoriales, Última Generación y la propia humanidad, tiene un papel que jugar. Pero Tsagaglalal, el tuyo es el más crítico y fundamental de todos. Sin ti, el plan se derrumbaría.
—¿Y si fracaso…? —musitó.
Tsagaglalal perdió el equilibrio cuando la torre sufrió una tremenda sacudida. Las vibraciones eran cada vez más intensas.
—No fracasarás. Eres Tsagaglalal, Aquella que Todo lo Ve. Ya sabes qué debes hacer.
—Lo sé. No me gusta —desafió con ferocidad—, pero lo sé.
—Pues hazlo —dijo con cierta dificultad—. ¿Tienes el Libro?
—Sí.
—Entonces, vete —dijo el Inmemorial, a quien ya le era imposible vocalizar—. Cuenta ciento treinta y dos escalones y espera ahí.
La torre se balanceó y, de repente, un gigantesco pedazo de cristal ancestral se hizo añicos. El mar que se mecía a los pies de la torre empezó a hervir y a producir espuma.
—Te amo, Tsagaglalal —suspiró Abraham—. Desde el momento en que apareciste en mi vida, supe que no necesitaría nada más.
—Te he querido y te seguiré queriendo durante todos los días de mi vida —contestó.
Y después, Tsagaglalal se dio media vuelta y salió corriendo de la habitación.
—Lo sé —murmuró.
Abraham el Mago escuchaba a su esposa bajar las escaleras y oía el tintineo de los tacones al tocar el cristal. Contó los pasos. La torre rugía y daba bandazos continuamente. Los cristales se resquebrajaban y enormes pedazos de vidrio explotaban sobre el mar.
Cincuenta peldaños…
Abraham desvió la mirada hacia el horizonte. Incluso ahora, con la muerte, la verdadera muerte, a tan solo unos instantes de distancia, descubrió que tenía curiosidad. A lo lejos podía distinguir la línea del hielo polar y las cimas irregulares de las Montañas de la Locura. Siempre había querido organizar una expedición a ese lugar, pero nunca tuvo tiempo de llevarla a cabo. Había hablado con Marethyu sobre su fascinación por la blancura ártica. El hombre del garfio le había asegurado que había estado allí y había visto maravillas.
Cien peldaños…
Abraham había vivido unos diez mil años, y todavía le quedaban muchas cosas por hacer.
Ciento diez…
Y muchas cosas por ver. Sin duda, añoraría la alegría de los descubrimientos.
Ciento veinte…
Pero sobre todas las cosas…
Ciento treinta…
… extrañaría a Tsagaglalal.
Ciento treinta y dos.
Los pasos apresurados se silenciaron.
—Te quiero —murmuró Abraham.
Tsagaglalal se quedó inmóvil en el peldaño y esperó.
Su marido le había ordenado que jamás se quedara quieta sobre los peldaños. Al menos doce líneas telúricas irradiaban de aquella escalera y se cruzaban con varios Mundos de Sombras.
Notó que la torre temblaba y una repentina oleada de calor le recorrió el cuerpo entero. Bajó la mirada y observó un diseño en el peldaño sobre el que estaba colocada, un dibujo en el que nunca antes se había fijado: un sol y una luna labrados a partir de miles de baldosas de oro y plata.
El aura de Tsagaglalal se iluminó y el aroma a jazmín inundó la escalinata.
El volcán entró en erupción justo bajo los pies de la Tor Ri. De inmediato, la torre se partió por la mitad y la lava se tragó el majestuoso edificio. En cuestión de segundos, la torre de cristal, y todo lo que contenía su interior, desapareció.