Tras la destrucción de la esfinge, todos los monstruos reunidos en Alcatraz se habían dado cuenta de que no estaban solos en la isla. La mayoría se había agolpado tras los barrotes metálicos de las celdas de la cárcel y los muros de piedra retumbaban con el sonido de chillidos y aullidos. Un nuevo olor cubría el aire de la isla: el aroma cobrizo de la sangre.
Black Hawk guio a Billy el Niño y a Maquiavelo a través de un infinito pasadizo con celdas a ambos lados llamado Michigan Avenue. Odín se encargaba de ayudar a la malherida Hel y a Marte en la retaguardia para protegerles de las criaturas que se escondían en las esquinas más oscuras.
Billy el Niño no pudo contener una carcajada.
—Están tan ocupados comiéndose entre ellos que ni siquiera se fijarían en nosotros.
—No —musitó Hel, lamiéndose los labios—. Muchas de estas criaturas —dijo mientras azotaba con el látigo a un trío de murciélagos con cabeza humana, derribándolos—… muchas de estas criaturas acechan a los humanos y se nutren de sangre humana. Vosotros tres —dijo señalando con el látigo a Billy, Maquiavelo y Black Hawk— desprendéis un olor que huele a cena de lujo. Nos seguirán.
—¿Estás insinuando que huelo mal? —preguntó Billy.
Hel abrió las ventanas de la nariz para respirar hondamente.
—Como pollo asado. Con un toque de romero.
—¿Y qué me dices de vosotros? —contestó Billy dirigiéndose a los tres Inmemoriales de la retaguardia—. ¿Acaso no se atreverán a acercarse a vosotros?
Odín encogió los hombros.
—Ninguno estamos a salvo aquí —respondió—. A pe sar de no ser humanos, somos carne fresca para algunas bestias. Y estas pobres criaturas están muertas de hambre.
—¿Sientes lástima por ellas? —preguntó Maquiavelo.
Al inmortal italiano le había estado sangrando un corte profundo de la cabeza y su rostro parecía una máscara bermeja.
—No están aquí por elección propia —contestó Odín—. Son igual de prisioneros que los humanos que fueron encarcelados en Alcatraz décadas atrás.
—Pero eso no les impediría zamparnos ni matarnos —rebatió Marte.
El Inmortal se hizo a un lado para esquivar a una serpiente de tres cabezas que asomaba por los barrotes de una celda en penumbras. La criatura escupió varias serpentinas de color amarillo. Marte alzó la espada y, tras un ágil movimiento, cortó dos de las tres cabezas.
—Y si consiguen alcanzar la ciudad, estarán semanas, o incluso meses, arrasando con lo que se encuentren antes de que alguien consiga capturarlas.
—Ninguna bestia conseguirá salir de esta isla —aseguró Black Hawk en tono grave. El inmortal había vuelto a atar dos puntas de lanza en forma de hoja a los palos de madera—. Nos quedaremos y lucharemos.
—Entonces morirás —concluyó Hel.
—Muchísima gente me ha dicho lo mismo a lo largo de mi vida —dijo Black Hawk sacudiendo la cabeza—. Y sigo aquí. Son ellos los que ya no están.
Un pequeño minotauro apareció de repente tras una celda y clavó las pezuñas sobre el hombro de Billy el Niño, obligándole así a arrodillarse. Maquiavelo meneó la mano ante la nariz para disipar el olor rancio de la serpiente. Y en ese instante, el minotauro aulló, moviendo la cabeza a ambos lados, y comenzó a rascarse frenéticamente, provocándose profundos arañazos en la piel. Black Hawk giró el mango de una de las lanzas y clavó la punta en las piernas de la bestia. El minotauro se desplomó y dio varias vueltas sobre el suelo, chillando y rascándose con furia.
—Tijeretas y pulgas —informó Maquiavelo con una sonrisa—. Siempre he opinado que se subestima a estos insectos. Sobre todo si se introducen en los oídos.
—Has metido tijeretas en sus oídos —dijo Billy algo espeluznado—. Es asqueroso.
—Tienes toda la razón. Quizás hubieras preferido que el minotauro te diera un buen mordisco.
Antes de que Billy pudiera responder, dos sátiros aparecieron ante una puerta abierta situada al fondo del pasillo. Tenían el torso raquítico de un humano pero los cuernos y las patas de una cabra. Los dos iban armados con unos arcos de hueso. Balaron de alegría al ajustar tres flechas con punta negra sobre la cuerda del arco.
Maquiavelo dibujó medio círculo en el aire con la mano, abriendo y cerrando los dedos con un movimiento rápido como un rayo. Los balidos de los sátiros se transformaron en gritos de alarma cuando se dieron cuenta de que la cuerda del arco se había convertido en una serpiente que se enroscaba alrededor de sus brazos. Arrojaron las flechas al suelo y salieron corriendo hacia la oscuridad de la noche.
—Ilusión —dijo Maquiavelo—. Siempre ha sido mi especialidad.
—Eres una caja llena de sorpresas —dijo Billy, impresionado.
El italiano alzó una ceja.
—No tienes la menor idea.
El grupo de Inmemoriales e inmortales avanzó corriendo por el pasadizo y más tarde cruzó una puerta estrecha que conducía a una serie de habitaciones con paredes de cristal desde donde se podía apreciar la niebla del exterior. Los hombres-cabra se habían esfumado, pero la oscuridad parecía estar viva por la multitud de sonidos que retumbaban. Y ninguno era precisamente agradable. Entre las tinieblas se movían unas siluetas nauseabundas que Marte y Odín se encargaron de abatir.
—Esperad un momento —dijo Maquiavelo sin moverse del umbral, intentando así orientarse—. Debemos encontrar el modo de saber en qué parte de la isla estamos.
—Acabamos de salir del Edificio de Administración —contestó Black Hawk de inmediato.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el italiano.
El inmortal norteamericano cogió a Maquiavelo por el brazo y le dio media vuelta. Justo encima del marco de la puerta se distinguía un águila esculpida, con las alas extendidas y, justo debajo, una bandera de Estados Unidos con la forma de un escudo. Y, debajo de esa talla, se leían las palabras Edificio de Administración.
—El faro debería estar casi delante de nosotros —adivinó Black Hawk, señalando hacia la nube de niebla.
—Pero ¿dónde está Areop-Enap? —preguntó Marte—. Flamel utilizó el loro para decirnos que la Vieja Araña estaba en la isla.
La bruma se arremolinó para formar la silueta del fantasma de Juan Manuel de Ayala. Todos los presentes, incluso Marte, dieron un salto del susto.
—Qué susto. Casi me da un ataque al corazón —murmuró Hel.
Billy esbozó una amplia sonrisa.
—No sabía que tuvieras corazón.
—A vuestra izquierda —susurró el fantasma, en cuya voz parecían explotar diminutas burbujas— se hallan las ruinas de la Casa del Guardián. Areop-Enap está ahí dentro.
—Vamos —dijo Billy dispuesto a marcharse.
—Billy, ¡espera! —gritaron Maquiavelo y Black Hawk al mismo tiempo.
Pero el inmortal optó por ignorar la advertencia. Mientras avanzaba con suma cautela por entre la niebla, empezó a distinguir la silueta del gigantesco pilar de la torre del faro a su derecha. A su izquierda parecía intuir la forma de unos muros grises y ventanas vacías. De repente, se fijó en una figura. La niebla envolvía a una criatura alta y deforme que se movía tras una de las ventanas. Billy vislumbró la criatura y creyó ver una melena blanca que le tapaba la espalda. ¿Era un centauro u otro sátiro? Observó cómo la criatura se quedaba quieta y, lentamente, se volvía hacia él, con el rostro ovalado y blanquecino clavado en él.
Los dedos cadavéricos de aquella criatura le señalaron y, acto seguido, Billy sacó las puntas de la lanza que tenía guardadas en el bolsillo y las lanzó hacia al aire…
… en el mismo instante en que Perenelle Flamel, con el cabello blanco y brillante por la humedad, daba un paso hacia delante y le saludaba con la mano.