Virginia —empezó el doctor John Dee—. Sinceramente, no creo que sea una buena idea.
Virginia Dare le ignoró por completo.
Dee alcanzó a la inmortal americana y la agarró del brazo para obligarla a aminorar el paso.
—Espera, espera. No soy tan joven como solía serlo —dijo jadeando y con la cara colorada—. Me va a dar un infarto.
La inmortal mantuvo el rostro impasible.
—Podría morir. Aquí y ahora —añadió.
De pronto, la inmortal dibujó una sonrisa salvaje y espeluznante y dejó caer una pesada mano sobre el hombro del Mago.
—¿Es una amenaza o una promesa?
—Oh, te has convertido en una persona muy severa. Antes no eras así —gruñó.
—¿Así cómo? —quiso saber.
Dee y Virginia se hallaban en el corazón de un mercado de fruta y, cuando la inmortal alzó la voz, no pudo evitar llamar la atención de todos los presentes. Algunos de los tenderos y clientes la observaban con curiosidad. Aunque se había vestido con la túnica blanca y el sombrero cónico que llevaban los humanos de Danu Talis, resultaba evidente que aquella jovencita era distinta. Se podía intuir por su porte, por el modo en que caminaba y por cómo trataba al anciano que la acompañaba.
Virginia señaló con el dedo a Dee.
—En todos los años que me he asociado contigo, nunca, ni una sola vez, te has molestado en buscar algún tipo de información sobre mí. No sabes nada de mí.
El Mago empezó a mirar a su alrededor, nervioso e inquieto.
—Baja la voz; la gente nos está mirando.
—Me da lo mismo.
—Ya sé que mataste a tu maestro Inmemorial.
—Y eso es todo lo que sabes —espetó Virginia—. De hecho, eso es lo único que sabe la gente de mí. Lo primero que me dicen es: «Oh, tú eres aquella inmortal que asesinó a su maestro».
—No puedes negar que es un detalle digno de admiración —dijo Dee—. No debe haber más de un puñado de gente que pueda presumir de tal hazaña y, de entre todos los que se jactan de haberlo hecho, tú eres la única a la que creo.
—¿Qué está pasando aquí?
Un Asterión, uno de los guardias con cabeza de toro, se abrió camino entre la muchedumbre y se aproximó a la pareja, acercándose peligrosamente a Virginia. Les invadió un hedor fortísimo a granja, carne y estiércol.
Virginia ni siquiera se dio la vuelta para mirar a la criatura.
—Tú. Apártate de mí —ordenó.
Atónito y sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, el Asterión abrió y cerró la boca. Ningún humano se había dirigido a él con esos modales.
La inmortal hizo caso omiso a la presencia de la criatura y clavó la mirada en el Mago inglés.
—¿Estoy casada? ¿Tengo hijos? ¿Algún pariente, quizá? ¿Quiénes son mis padres? ¿Cuál es mi té favorito? ¿Qué sabor de helado me provoca sarpullido?
—¿Virginia? —murmuró Dee mirando a su alrededor.
Varias personas se habían agolpado junto a ellos, formando un semicírculo.
—No sabes nada sobre mí porque jamás me has preguntado. Y eso es porque… sencillamente… nunca… te ha importado —contestó haciendo énfasis en las últimas palabras.
El Asterión se acercó un poco más con la mano apoyada sobre el látigo que tenía atado a la cadera.
—A ver, empezad a dispersaros. Estáis armando un alboroto.
Por fin, Virginia miró de reojo a la criatura con cabeza taurina.
—Si te atreves a utilizar ese látigo —dijo—, te arrepentirás.
La bestia soltó una carcajada.
—Amenazado por una humana. ¿Adónde vamos a llegar?
Con un simple golpe de muñeca, Virginia le convirtió en piedra. Un gemido de dolor recorrió todos los puestos de la plaza del mercado. La inmortal volvió a centrar toda su atención en Dee.
—¿No te importa que toda esta gente viva en una esclavitud absoluta?
Dee echó un rápido vistazo al gentío que se había agrupado a su alrededor.
—No.
—¿Y por qué no?
—Para empezar, no es mi gente —respondió con una amplia sonrisa.
De repente, el Mago se fijó en la ordenada fila que todos los presentes habían formado. Querían tocar la estatua de piedra que, segundos antes, había sido un soldado tirano. Primero, la rozaban con los dedos y después la rascaban con monedas o cuchillos, comprobando el material. Les maravillaba cada detalle de la estatua, las arrugas en el uniforme de cuero, las gotas de sudor en la frente de la bestia. Les asombraba que los ojos marrones de la criatura todavía se movieran bajo esa concha de piedra.
El círculo que rodeaba a Virginia y Dee empezó a crecer a medida que el rumor de la anécdota empezaba a recorrer todo el mercado.
—Mírales —ordenó Virginia—. Es tu gente. Son seres humanos. No son Inmemoriales, ni criaturas de la Última Generación, ni tampoco monstruos híbridos. Son humanos. Igual que tú. Y si vuelves a decirme que no son como tú, no voy a tener más remedio que darte una bofetada o convertirte en piedra. O ambas cosas.
Dee cerró el pico sin musitar palabra.
—Me quedé huérfana y crecí sola en un bosque salvaje y primigenio. No tenía a nadie. Ni amigos, ni familia, nadie. Pero era libre. Y aprendí a valorar el tesoro de la libertad. A lo largo de mi larguísima vida inmortal mi único objetivo ha sido luchar por la libertad.
—Así que cuando me pediste un mundo para ti…
—No era para lo que imaginas. No quería un reino donde poder gobernar como una dictadora. Ansiaba poder crear un mundo que fuera verdaderamente libre.
—Deberías habérmelo dicho —sugirió Dee.
—Te habrías reído de mí y, créeme, te habrías arrepentido —prometió Virginia.
Una tropa de asteriones capitaneados por un anpu lleno de cicatrices empezó a trotar hacia la plaza. Iban armados con látigos y mazas que no dudaron en utilizar para abrirse camino entre la multitud y apartarla con violencia. Desde que Anubis comenzó a intuir ese malestar social había prohibido cualquier reunión entre los humanos.
El líder anpu descubrió un grupo de personas que se habían agolpado ante la estatua del Asterión y, algo intrigado, aminoró el paso para fijarse en aquel bloque de piedra. Él mismo había patrullado esa plaza hacía menos de una hora y no había notado la presencia de ninguna estatua. Además, jamás había visto una escultura de uno de los guerreros con cabeza de toro: ¿quién querría esculpir la figura de una bestia? No fue hasta que estuvo a pocos metros de distancia cuando se dio cuenta de los rasgos brutales que mostraba la bestia. Era uno de sus hombres. Le miró a la cara… y un par de ojos bovinos se movieron, rogándole en silencio que le liberara.
Algo aturdido, el comandante anpu retrocedió tambaleándose y alzó un puño cerrado. La tropa de asteriones formó filas a su alrededor, protegiéndole en un estrecho círculo, y desenvainaron espadas y lanzas. Al líder anpu le temblaban los dedos y le costó una barbaridad sacar el cuerno del cinturón. Cuando por fin lo consiguió, se llevó el cuerno a los labios y sopló con fuerza para convocar a más refuerzos.
Pero no salió ningún sonido.
Desconcertado, meneó el cuerno y volvió a intentarlo. No se escuchó sonido alguno.
La criatura se dio media vuelta y observó a una humana alta y esbelta que se quitaba el sombrero para entregárselo al anciano que la acompañaba. La joven sujetaba una flauta de madera que no tardó en acercarse a los labios, pero el anpu no distinguió ningún sonido. Así que dejó caer el cuerno al suelo y sacó su kopesh de la funda. Pero el metal se transformó en polvo bajo sus dedos y entonces, sin que nadie se lo esperara, todo el metal del uniforme, como las hebillas o los corchetes, empezaron a desmoronarse. Por último, las botas metálicas del anpu se deshicieron en motas de polvo.
Las filas de criaturas empezaron a romperse cuando las armas, los uniformes y las armaduras empezaron a resquebrajarse, partirse y deshacerse en arenilla.
Alguien de entre la multitud empezó a reírse. Le siguió una segunda y después una tercera risa. Una oleada de carcajadas recorrió la plaza del mercado, transformándose poco a poco en un rugido de irrisión.
—Sin todo ese metal y cuero no intimidáis mucho, ¿eh?
El comandante anpu miró fijamente a la humana. No sabía si atacar o escapar. Se había corrido un extraño rumor entre los cuarteles militares. Varios agentes aseguraban haber visto un humano cruzando los canales después de dejar al menos dos tropas de anpu inconscientes sobre el suelo. El comandante no había querido creerse aquella historia, por supuesto. Era una absoluta ridiculez.
—Dile a tus maestros que estamos de camino —anunció la humana. La joven extendió la mano derecha, refiriéndose a toda la multitud—. E iremos todos.
El anpu, con el uniforme hecho jirones, se dio media vuelta y huyó de la plaza del mercado, seguido por la tropa de asteriones. La avalancha de mofas y risotadas continuó durante largo rato.
La muchedumbre que rodeaba a Virginia y a Dee rugía de alegría y satisfacción.
—¿Ves? —dijo Virginia—. Así es como uno consigue que la gente se ponga de su lado. Solo tienes que ridiculizar al enemigo. Y no hemos tenido que matar a nadie.
—¿Y qué me dices de la estatua?
—Oh, no está muerto. Dentro de poco la piedra se deshará. Y ahora vayamos a darles una charla sobre libertad.
Virginia se subió a un tenderete de frutas y, una vez arriba, ofreció la mano al doctor para ayudarle a subir junto a ella.
—¿Así que esa discusión solo ha sido una artimaña para llamar la atención? —preguntó el Mago—. ¿Ha sido un truco?
Pero Virginia no quiso contestar a las preguntas de John Dee.
—¿Me equivoco? —insistió.
La inmortal americana contempló la marea de rostros y extendió los brazos. Su cabellera negra azabache se arremolinó tras ella, como un par de alas de ángel. La multitud se agitó entre murmullos y desconfianza pero enseguida se quedó en silencio.
—¿Qué sabes de mí? —preguntó a Dee en voz baja—. A parte de que maté a mi maestro Inmemorial, claro está.
John Dee caviló durante unos segundos.
—Nada —admitió al fin.
—¿Y desde cuándo nos conocemos?
—Desde hace mucho, mucho tiempo —contestó—. Cuatrocientos años, o puede que más.
Virginia clavó su mirada en el inmortal inglés pero prefirió no decir nada más.
Dee se encogió de hombros.
—Tienes razón. Debería haberte hecho miles de preguntas. Qué puedo decir, fui un egoísta. Pero entonces era una persona distinta y vivía en una época también muy distinta. La gente puede cambiar. Y yo he cambiado —se apresuró a decir—. Para empezar, ya no soy inmortal; y eso me da una perspectiva totalmente diferente.
—Humanos de Danu Talis —exclamó Virginia en voz alta. El sonido retumbó entre todos los tenderetes del mercado—. Soy Virginia Dare…
—Virginiadare… Virginiadare… Virginiadare…
El tumulto susurraba su nombre como una sola palabra.
—Y él es John Dee…
—Johndee… Johndee… Johndee…
—¡Y hemos venido para liberaros!
La muchedumbre aulló, un bramido que sonó como una ola rompiendo en la orilla del mar.
—El helado de galletas —dijo de repente, alzando la voz por encima de los alaridos— me provoca sarpullido.
—Oh, genial.
—¿Genial?
—Es mi sabor preferido. Así que más para mí.