La mano de Nicolas Flamel se transformó en un guante verde y, acto seguido, una bola de energía sólida empezó a formarse sobre la palma. Echó el brazo atrás y, justo cuando estaba a punto de lanzar la bola a Morrigan, Perenelle le agarró por el brazo.
—¡Espera!
—¿Espera? —repitió Nicolas mirando a su esposa, algo confundido.
La Hechicera tenía la mirada clavada en la figura negra.
—No eres Morrigan, ¿verdad?
—Sí lo es, la Diosa Cuervo —insistió Nicolas. La pelota de energía que daba vueltas sobre su mano empezaba a encogerse.
La criatura encapuchada que tenían delante alzó la cabeza.
Tenía la tez pálida, casi cadavérica, y, cuando habló, Perenelle y Nicolas intuyeron un acento irlandés o escocés. Tenía los ojos cerrados.
—Morrigan sigue durmiendo —anunció. Y entonces abrió los ojos. Eran del mismo color que la sangre—. En este instante soy Badb.
Poco a poco, la criatura fue cerrando los ojos y, de pronto, los abrió de golpe.
Ahora, el iris era de color amarillo brillante.
—Y ahora soy Macha.
Al pronunciar la última frase, utilizó un acento celta claro, profundo.
La bestia volvió a cerrar los ojos y, al volver a abrirlos, uno era rojo lustroso y el otro amarillo. Dos voces distintas salían de la misma boca, aunque no estaban sincronizadas.
—Y somos las hermanas de Morrigan. Somos la Diosa Cuervo.
Nicolas contempló atónito a la criatura y después miró a su esposa con las cejas arqueadas, a modo de pregunta silenciosa.
—Son tres en un mismo cuerpo —explicó—. Es un proceso parecido a las tres caras de Hécate, pero Morrigan, Macha y Badb son tres personalidades distintas que conviven en el mismo cuerpo. Siglos atrás, Morrigan absorbió a sus hermanas y las atrapó en su interior. —Y con una sonrisa, añadió—: Yo misma las liberé, y ahora es Morrigan quien está encerrada en su interior.
La Diosa Cuervo sonrió y unos colmillos blancos y afilados asomaron por sus labios negros.
—Deberías rezar para que nunca escapara, Hechicera. No está muy contenta contigo.
Nicolas cerró la mano en un puño y la bola de aura verde se infiltró por su piel, como un fluido esmeralda que fluía por su brazo como tinta.
—Gracias por salvarme —murmuró Perenelle.
—Gracias a ti por liberarnos —respondió enseguida la Diosa Cuervo.
—A decir verdad, nunca creí que volvería a veros —confesó la Hechicera extendiendo los brazos—, y menos aún aquí.
—No lo teníamos planeado —contestó la Diosa Cuervo. La criatura se volvió hacia la caseta de máquinas y la capa de plumas barrió el suelo produciendo un murmullo espeluznante—. Aquí hay algo que… no encaja.
Nicolas y Perenelle se cruzaron varias miradas.
—¿Qué quieres decir?
—Somos criaturas de la Última Generación —empezó la diosa—. Nos criamos durante la terrible época que siguió el Hundimiento de Danu Talis. Ya entonces teníamos claro, y nos extraña que nuestra hermana no se diera cuenta, que los Inmemoriales serían los arquitectos de su propia destrucción. Se habían convertido en seres vagos y arrogantes, características que contribuyeron a la destrucción de su mundo. Creían que la raza humana les veneraba como dioses pero, en realidad, la humanidad les despreciaba y temía. No estuvimos allí presentes, pero hemos escuchado historias que aseguran que los humanos se han rebelado varias veces a lo largo de la historia —explicó. Después, señaló la caseta con una garra negra y continuó—: Si estas bestias consiguen alcanzar tierra firme, los Inmemoriales regresarán a este planeta y el ciclo de destrucción empezará otra vez.
La diosa sonrió, dejando al descubierto una dentadura afilada y nívea que contrastaba con la negrura de sus labios.
—Y a pesar de nuestro aspecto de cuervo, jamás hemos sido enemigas de los humanos. Muchas naciones nos han honrado. Así que, por lo visto, volvemos a ser aliadas, Hechicera.
La inmortal francesa asintió con la cabeza.
—Os lo agradezco. Y muchas gracias por volver; vuestra presencia aquí cambia las cosas. Ahora, tenemos una oportunidad —dijo ofreciéndole la mano.
La Diosa Cuervo se quedó mirando la mano de Perenelle y, con suma lentitud, casi con indecisión, la estrechó.
—¿Quieres saber algo? —dijo—. Creo que es la primera vez que un humano nos ofrece la mano de forma voluntaria.
—¿Y por qué? —preguntó Nicolas.
—Oh… —exclamó la Inmemorial con una risita—. Supongo que, en ciertas ocasiones, mordemos la mano que nos da de comer. Literalmente.
—¿Y qué hacemos ahora? —quiso saber el Alquimista—. No sé qué se esconde ahí, dentro de ese edificio, pero ¿creéis que reunimos fuerza suficiente como para atacar?
La Diosa Cuervo sacudió la cabeza y la capa de plumas rozó el suelo.
—Hemos podido ver lo que hay ahí dentro. Todas y cada una de las bestias de las leyendas humanas, todos los monstruos imaginables y muchísimos anpu. Están bajo el control de Xolotl —añadió.
Nicolas y Perenelle menearon la cabeza, pues no reconocieron aquel extraño nombre.
—El hermano gemelo de Quetzalcoatl —aclaró la Diosa Cuervo—. El gemelo malvado —añadió con una sonrisa—. Al nacer, eran idénticos, pero la Mutación ha sido especialmente cruel con Xolotl: no tiene piel, ni carne. Es un esqueleto con cabeza de perro. Y, para qué engañarnos, un perro horroroso. Los anpu le veneran como si fuera de su propio clan. Somos poderosas, pero pertenecemos a la Última Generación. No podríamos vencerle. Tan solo un Inmemorial con poderes infinitos tendría una mínima posibilidad de enfrentarse a él y derribarle. Y no sabemos dónde encontrar uno.
—Pero yo sí —replicó Perenelle enseguida—. Areop-Enap está aquí. Si pudiéramos despertar a la Vieja Araña, se pondría de nuestro lado.
—Pero mientras nos ocupamos de eso, el barco zarpará —protestó Nicolas.
—Eres el Alquimista —dijo la Diosa Cuervo—, un maestro de las artes más arcanas. Y tú —añadió dirigiéndose a Perenelle— eres una hechicera. Sin duda, tiene que haber algo que podáis hacer.
—Estamos muy débiles… —empezó Nicolas, pero su esposa le agarró por el brazo.
—Piensa en lo más sencillo, Nicolas. No te compliques.
—Y rápido —añadió la Diosa—. Están preparando el barco.
Nicolas miró a su alrededor, desesperado.
—Si tuviera más tiempo, podría alterar la estructura del metal y convertirlo en un material poroso, o incluso podría magnetizar el casco para que atrajera cada pieza de metal de la isla hacia el barco.
—No tenemos tiempo para algo tan enrevesado —opinó Perenelle.
La Diosa Cuervo se abrigó con la capa para contemplar la orilla de San Francisco.
—Como último recurso, podríamos subirnos al barco y matar a algunos guardias, o al capitán.
—No tendrías la más mínima oportunidad —dijo Perenelle. A pesar de aquel aspecto feroz y salvaje, la Diosa Cuervo tenía los huesecillos débiles de un pájaro; no podría derribar a más de un par de anpu. La Hechicera desvió la mirada hacia su marido y preguntó—: ¿Crees que podríamos intentar volver a congelar el mar?
—Dudo que tenga la fuerza suficiente para hacerlo y, además, tú misma has visto lo rápido que se funde.
—Podríamos arrojar algunas bolas de fuego al barco. Eso crearía algo de caos, o quizás incluso pánico, entre las criaturas a bordo. Si provocáramos una estampida, puede que el barco… volcara.
—Guardémonos ese as debajo de la manga —recomendó Nicolas. Y entonces al Alquimista se le iluminó la mirada y sonrió—. Algo sencillo. Tenías razón. A veces, lo más sencillo es lo mejor.
Nicolas se agachó para recoger un puñado de guijarros. Los frotó entre las palmas de la mano hasta convertirlos en polvo; acto seguido, se llevó las manos a los labios y probó la arenilla con la punta de la lengua.
—¡Puaj! Qué asco —murmuró la Diosa Cuervo.
—No contiene cemento suficiente —observó—. Los edificios son demasiado viejos. La sal y este maldito clima los han carcomido.
El inmortal se inclinó para alzar un ladrillo del suelo y lo sostuvo sobre su mano.
—La estructura de los ladrillos ya ha empezado a desmoronarse. Las cadenas moleculares que mantenían la estructura unida empiezan a partirse. Hace mucho tiempo, siempre que Perenelle y yo necesitábamos algo de dinero, tomábamos un trozo de carbón y lo transformábamos en una pepita de oro macizo.
—¿Vas a convertir el barco en una mole de oro? —preguntó la Diosa Cuervo, atónita—. ¡Eso sería espectacular! —exclamó. Y, con el ceño fruncido, agregó—: El barco se hundiría, ¿verdad?
El Alquimista negó con la cabeza.
—No, no pienso convertir el barco en oro. No creo que jamás fuera capaz de tal hazaña. Y, además, siempre he preferido ser un poco más discreto…
Las palabras del Alquimista fueron perdiendo intensidad y, de repente, la atmósfera de Alcatraz se cubrió del aroma a menta. Poco a poco las esquinas del ladrillo, que seguía apoyado sobre la mano de Nicolas, empezaron a desmenuzarse hasta disolverse en un polvo arenoso.
—Apoya la mano sobre mi hombro derecho, Perenelle; regálame algo de fuerza. Tú también, Diosa Cuervo —ordenó—. Colócate detrás de mí.
—En realidad preferiría no tocar a un humano… —refunfuñó la Inmemorial. Pero aun así, dio un paso hacia delante.
—Y yo preferiría algo más ancestral que la propia humanidad, pero este es un momento extraño y poco habitual —rebatió Nicolas.
La Diosa Cuervo y Perenelle se posicionaron detrás del Alquimista y permitieron que sus auras fluyeran a través de Nicolas. El aroma a menta se intensificó, pero en esta ocasión el olor fue más agrio, más amargo.
—Date prisa, Nicolas —susurró Perenelle—. En cualquier momento alguien o algo podría darse cuenta.
—Primero, uno debe concentrarse…
El Alquimista se quedó mirando fijamente el ladrillo que sostenía en la mano. Muy lentamente, el polvo empezó a escurrírsele entre los dedos, como si de agua se tratara.
—Una vez conseguido el resultado, uno solo debe proyectar energía creativa o destructiva. Observación y después aplicación.
En algún insólito lugar, algo crujió. Aquel chasquido fue como el disparo de una bala.
De pronto, las piedras empezaron a rechinar, como si alguien estuviera frotándolas.
—¿Es otro terremoto? —preguntó Perenelle.
El suelo vibró cuando una nueva oleada de crujidos retumbó en medio de la noche. A bordo de la embarcación, que en aquel instante estaba abarrotada de criaturas, y en el interior de la caseta, las bestias rugían y gritaban.
Durante un breve instante, la niebla se disipó para dejar al descubierto la altísima chimenea que asomaba tras la caseta que contenía el centro neurálgico de la isla. La descomunal chimenea se sacudía y balanceaba de un lado a otro mientras decenas de ladrillos explotaban, rociando polvo y arenilla en todas direcciones.
Nicolas se llevó la mano a la cara y sopló con suavidad, esparciendo así el resto del polvo de su palma en la oscuridad nocturna.
El trío vio cómo la torre se partía en dos y, casi con ligereza, atravesando la niebla, cómo se desplomaba sobre la parte trasera del barco amarrado, hundiéndolo en el agua de tal forma que la proa quedaba levantada hacia el aire. Se escuchó el chirrido del metal y, acto seguido, el barco se rompió por la mitad. Una cascada de agua empapó el muelle y las pasarelas, arrastrando así a un puñado de anpu hacia las rocas y la inmensidad del océano. La proa del barco se estrelló de nuevo contra el agua, lo cual provocó otra inmensa ola que bañó la dársena. De inmediato, las dos mitades de la embarcación se quedaron flotando junto a la orilla y todos los pedazos que chocaban contra las rocas al sumergirse provocaron una serie de ruidos metálicos ensordecedores.
Nicolas se frotó las manos.
—Y todo lo que debía hacer era romper media docena de ladrillos. El peso de la chimenea se ocupó del resto.
Perenelle se inclinó y besó a su marido en la mejilla.
—Magnifique —susurró en francés.
—Un triunfo —añadió la Diosa Cuervo—. Nos perdonarás que no queramos besarte.
—Y me perdonaréis que prefiera que no me beséis.
—Estamos a punto de recibir una visita muy poco agradable —interpuso Perenelle.
Un haz de luz se filtró entre la tiniebla cuando las puertas del depósito se abrieron de par en par. Un ejército de anpu emergió de la noche y empezó a tomar posiciones alrededor de la puerta, con el hocico apuntando hacia arriba para olfatear el aire. La silueta que apareció tras la puerta no tenía ni un ápice de humana. Una capa con plumas multicolores y con capucha abrigaba un esqueleto. Una ráfaga de viento levantó la tela de la capa y reveló unos huesos blancos y pulidos que protegían los órganos vitales de un hombre. A diferencia del resto del cuerpo, la cabeza estaba recubierta por capas de carne y pelaje. Era la cabeza de un perro con el hocico alargado y las orejas puntiagudas. Tenía manchas de sarna en la piel y una de las orejas parecía mordida. Aquella criatura se movía de forma extraña y, a medida que se acercaba, resultó más que evidente que tenía los pies del revés, con los talones en frente.
Echó la cabeza atrás para olfatear el aire, tal y como habían hecho los anpu. Movió la mandíbula y, al hablar, su discurso sonó como una gárgara líquida.
—¿Qué es esto que huelo? —gruñó—. Ah, menta, la peste del infame Alquimista. Mi hermano me comentó que él mismo se aseguraría de que jamás llegaras a la isla. Pero ya le dije que conseguirías estar aquí. Soy Xolotl, hermano de Quetzalcoatl, hijo de Coatlicue, y he venido para reclamar esta ciudad en nombre de los Inmemoriales.
Al ver que no obtenía respuesta, empezó a avanzar arrastrando los pies, con una mano esquelética tapándose el cuello y la otra alzada. Cada dedo contenía una llama amarillenta, como si de velas se tratara. Cuando se asomó entre la oscuridad, su mirada se tornó bermeja. Ladró como un sabueso y después volvió a utilizar el inglés.
—¿Dónde estás, Nicolas Flamel? Déjame verte antes de que te mueras.
El Alquimista dio un paso hacia delante y dejó que su aura verde le iluminara.
—¿Qué harás, monstruo, sin un barco que traslade a tus bestias a tierra firme? Por lo visto, estás atrapado en esta isla conmigo.
Xolotl movió su mano de velas hacia la ciudad de San Francisco.
—Hay más embarcaciones, Alquimista. Dee adquirió una pequeña flota de barcos turísticos para este gran acontecimiento. Ahora mismo, mientras estamos charlando, están de camino, o lo estarán cuando la niebla se disipe —explicó—. Ya le dije a mi hermano que la niebla era un tremendo error. Pero hasta que lleguen los barcos, ¿por qué no nos divertimos un poco? —dijo con una sonrisa canina—. Por ejemplo, podría darte caza.
Y entonces Xolotl señaló al Alquimista con su mano ardiente y una docena de anpu corrió hacia el Inmemorial en silencio.
—Traédmelos. ¡Vivos! Tendré el placer de matarte con mis propias manos, Alquimista —prometió Xolotl.
Nicolas dio una palmada y un muro de llamaradas esmeralda emergió de entre las baldosas, justo delante de él. El calor intenso que desprendía el fuego hizo retroceder a los guerreros con cabeza de chacal.
—Estamos en una isla, Alquimista. No puedes esconderte —aulló Xolotl.
—No pienso esconderme —replicó Nicolas, alejándose de las llamas—. Voy a por ti, monstruo.
—¡Morirás en esta isla!
—¡Y tú morirás conmigo!
Nicolas se volvió hacia Perenelle y la Diosa Cuervo.
—Tenemos que despertar a Areop-Enap ahora mismo. Es nuestra única esperanza.
—¿Y si no conseguimos despertarla? —preguntó la Diosa Cuervo.
El matrimonio Flamel miró a la Inmemorial sin pronunciar una sola palabra. Por fin, Perenelle habló.
—La despertaremos. O moriremos en el intento.
—Y probablemente nos convirtamos en una deliciosa cena —añadió Nicolas con una sonrisa.
—¿Siempre es todo tan emocionante con vosotros dos? —preguntó la Diosa Cuervo.
—Incluso para nosotros, esta última semana ha sido… excepcional —dijo Nicolas.