Vestido con una armadura ceremonial completa, Anubis permanecía tras una hermosa puerta metálica decorada con ornamentaciones esculpidas. Inspiró profundamente en un intento de calmar los nervios. Un segundo más tarde, se sorprendió al fijarse en que se llevaba la mano izquierda a la boca. Había dejado de morderse las uñas cuando la Mutación empezó a alterar su cráneo, que le había otorgado un aspecto monstruoso, alargándole los dientes, estrechándole los labios. En un par de ocasiones, cuando sin darse cuenta se había llevado los dedos a la boca, a punto estuvo de arrancarse el dedo entero de cuajo.
—¿Por qué no entras? —preguntó una voz desde el interior de la recámara—. Sé que estás ahí fuera.
Fingiendo una sonrisa, Anubis empujó la pesada puerta de los aposentos privados de Bastet y entró. En cuanto cruzó el umbral, enseguida cerró la puerta tras él, para evitar que alguna cosa pudiera escaparse hacia los pasadizos. La habitación estaba sumida en una penumbra casi absoluta y Anubis se quedó con la espalda apoyada en la pared mientras su vista se ajustaba a tal oscuridad. El ambiente que se respiraba en la recámara era atroz, así que Anubis hizo todo lo que pudo para respirar únicamente por la boca.
—¿Cómo sabías que estaba fuera? —preguntó.
—Te he escuchado respirar.
La voz de Bastet provenía de su derecha, así que el muchacho se volvió hacia el sonido. Tan solo podía distinguir la silueta de su gigantesca cabeza felina delante de una ventana. La Inmemorial tenía la cabeza echada hacia atrás, como si estuviera tragándose algo que aún se retorcía.
—¿Qué noticias me traes?
—Isis y Osiris acaban de llegar —anunció Anubis.
Bastet se zampó su tentempié, se limpió la boca con el brazo y, después de toser varias veces, se desperezó como un gato.
—Bien —jadeó por fin—. Te dije que vendrían para tu inauguración. Tienen cierto dominio sobre el resto del consejo. Una vez aprueben tu candidatura, puedes estar tranquilo. El liderazgo de la isla será tuyo.
—Han llegado en esa fantástica vímana que poseen —añadió en voz baja—. Quiero una de esas. No me parece justo que ellos tengan una aeronave de esas características y yo no.
Tomando aliento, Anubis cruzó la habitación de su madre de puntillas. El joven hacía una mueca de asco con cada paso, pues pisaba diminutos huesos que crujían y se rompían con el peso. Antes de la Mutación, su madre solía comer fruta pelada servida en bandejas de cristal. Ahora, en cambio, se alimentaba de carne cruda, a veces incluso de animales aún vivos, y el suelo de mármol y oro estaba repleto de huesos de sus comidas recientes. El aposento, más antiguo que la mayoría de las civilizaciones y antaño hermoso, ahora apestaba a comida podrida y desechos.
—Cuando seas gobernador, podrás tener todo lo que desees —respondió Bastet—. Deberías pedirles esa vímana. Dudo mucho que se nieguen a regalártela.
—No han venido solos —añadió como si nada.
—Oh. ¿A quién han traído? ¿Alguien que conozcamos?
Anubis se agachó ante su madre y, a pesar de que Bastet estaba sentada, sus miradas quedaron en el mismo nivel. A veces se preguntaba si era un capricho del destino el hecho de que la Mutación hubiera convertido a su madre en un felino y a él en un perro. El cambio le había afectado mucho más a Bastet: tenía una cola, unos colmillos afilados, unas garras replegables y un gusto especial por roedores y pájaros.
—Es una pareja. Una chica y un chico. No les conozco. De hecho, no los había visto antes —murmuró.
—Me pregunto quiénes son.
La Inmemorial se volvió para observar su imagen en un espejo en el que únicamente ella podía ver el reflejo. Anubis percibió un olor a polvo mezclado con el perfume ácido que su madre solía echarse sobre el pelaje.
—Para ser sincero, parecen humanos —continuó, poniéndose poco a poco en pie para alejarse de su madre.
—Qué extraño —opinó Bastet.
—Llevan una armadura semitransparente de color dorado y plateado. Y creo que podrían ser mellizos —acabó con algo de urgencia.
Anubis se cubrió la cabeza con las manos cuando Bastet chilló y le lanzó un frasco de perfume a la cabeza. Sus rápidos reflejos le salvaron.
—Esperaré fuera —dijo mientras salía de la habitación.
Anubis permanecía en el pasillo, con los brazos cruzados sobre su descomunal pecho. A través de las paredes de oro macizo podía escuchar a su madre rugir en su aposento. Cristales rotos. Muebles hechos trizas. La última vez que había montado en cólera había agujereado una puerta de oro macizo de quince centímetros de grosor y había arrancado la antigua araña del techo. Percibió el tintineo de cristal caro y entonces la puerta vibró, como si algo muy pesado se hubiera estrellado contra el otro extremo de la habitación. Anubis intuyó que se trataba de la araña una vez más.
De vez en cuando, una serie de sirvientes con cabeza de animal aparecían al final del pasillo y, al verle esperando fuera del aposento, se retiraban. Los enfados de la Inmemorial eran legendarios, y mortíferos para cualquiera que se atreviera a entrometerse en su camino.
Anubis cerró los ojos y suspiró. Cuando fuera gobernador de Danu Talis, se plantearía muy seriamente la opción de trasladar a su madre a uno de los Mundos de Sombras más cercanos para después sellar cualquier línea telúrica que condujera hacia allí. De ese modo, la atraparía en un reino externo. Se preguntaba si aquella era una opción posible, e incluso sabia.
Bastet contaba con varios aliados en el Consejo, pero muy pocos amigos. Quizás él podría contactar con un puñado de Inmemoriales dispuestos a ayudarle en su misión. A lo mejor los misteriosos Isis y Osiris se unirían a su causa.
Isis y Osiris eran muy distintos a los Inmemoriales que conocía. En una reunión del Consejo, donde la mayor parte de Inmemoriales mostraban algún aspecto de la Mutación, Isis y Osiris parecían intactos, como si el cambio no les hubiera afectado. Había escuchado el rumor que aseguraba que Isis y Osiris eran Grandes Inmemoriales, o incluso Ancestrales. Pero Anubis se negaba a creerlo, aunque sabía que no podían ser Arcontes. No pasaban mucho tiempo en Danu Talis y probablemente podía contar con las uñas de una garra las veces que les había visto en las reuniones del Consejo en los últimos quince años.
Y ahora habían aparecido con unos mellizos con armaduras dorada y plateada.
Anubis no era una criatura brillante, su hermano Aten era el cerebrito de la familia, pero estaba convencido de que aquello no podía ser una buena señal. Todo el mundo conocía la leyenda de los mellizos Oro y Plata que habían gobernado la isla. Danu Talis se había construido alrededor de los símbolos del sol y la luna, opuestos e iguales al mismo tiempo. Incluso la propia ciudad se extendía como un sol y una luna creciente. Así que, el hecho de que Isis y Osiris aparecieran ese día con una pareja vestida con armadura dorada y plateada no podía ser una mera coincidencia.
El Inmemorial cambió la expresión hasta convertirla en una máscara adusta. Se alzaría como gobernador de Danu Talis hoy, fuera como fuese. Tenía un ejército de diez mil anpu y un enjambre de híbridos con cabeza de toro repartidos por todas las plazas y calles cercanas a la pirámide. Sus últimos experimentos, híbridos de jabalí, oso, gato y toro, estaban esperando sus órdenes en el sótano más profundo de la pirámide. Les había colocado allí para que, cuando fuera declarado como Señor de Danu Talis, pudiera pasearse por la ciudad junto a ellos, como símbolo de su inmenso poder. Estaban protegidos con una armadura completa, y habían sido criados para obedecer solo a Anubis.
Las rabietas de Bastet eran como una tormenta de verano: dramáticas y coléricas, pero pasaban enseguida. Un poco más tarde, cuando la puerta se abrió, la Inmemorial estaba tranquila y sosegada. Se había cepillado el pelaje y se había puesto un vestido de cuero de color negro y rojo con una capa a juego.
—Se parece bastante a mi armadura… —dijo Anubis.
—¿Por qué crees que lo he escogido?
Bastet entrelazó su brazo con el de su hijo y juntos caminaron el largo pasadizo de cristal pulido. Su reflejo en el cristal, algo roto y distorsionado, seguía el paso de las dos figuras y cada espejo mostraba a los dos Inmemoriales con fondos distintos y variopintos.
—Ahora cuéntame todo lo que puedas sobre esa pareja.
—Te he contado todo lo que sé —contestó Anubis—. Mis espías me informaron de que Isis y Osiris habían llegado, así que salí al balcón para echar un vistazo a la aeronave. La quiero, de veras. Es fabulosa —añadió.
—Anubis… —avisó Bastet.
—Y fue entonces cuando vi a los mellizos.
—No sabes si son mellizos o no —espetó—. Deja de decirlo.
—Sé que me consideras un estúpido —empezó Anubis. Al ver la mirada de su madre, se apresuró en continuar—: Vi a un jovencito y una muchacha que, en mi humilde opinión, eran humanos y llevaban una armadura que parecía cara y ancestral. Una dorada y la otra plateada.
—¿Quién llevaba cada color? —quiso saber.
—El chico iba vestido con la armadura de oro, y la chica, de plata, por supuesto.
—Descríbelos.
—Acabo de hacerlo, un chico y una chica.
—El color de pelo, los ojos —insistió Bastet mientras apretaba con fuerza el brazo de su hijo.
—Eran rubios. No pude verles los ojos, estaba demasiado lejos. Me fijé en que el muchacho era un poco más alto que la chica. Es difícil calcular la edad de los humanos, pero diría que tenían quince o dieciséis veranos.
—¿Cómo sabes que eran humanos?
—Porque no son hijos de un Inmemorial —le recordó Anubis.
—¿Qué traman Isis y Osiris? —preguntó Bastet, casi hablando para sí—. Las armaduras dorada y plateada son un insulto deliberado. Un modo muy desagradable de recordarnos que nuestra familia no siempre ha gobernado el Consejo.
—Tenía entendido que Isis y Osiris apoyarían mi candidatura —protestó Anubis.
—Bueno, ¿a quién más pueden apoyar?
—A menos que tengan sus propios candidatos —propuso Anubis.
Bastet empezó a sacudir su cabeza felina y después se quedó quieta.
—¿Sabes una cosa? Quizá no seas tan estúpido como pareces.
Anubis prefirió no decir nada, aunque no estaba del todo seguro de si aquella frase era un cumplido o un insulto.
Al final del pasillo, un par de anpu con armadura negra deslizó dos puertas de cristal de cuarzo macizo. Atrapada en el interior del cristal, una criatura con tentáculos abrió con cierta pereza un único ojo y volvió a cerrarlo.
Bastet y Anubis cruzaron el umbral y se adentraron en un patio de arena dorada. Años atrás había albergado un jardín espectacular, pero Bastet, en una de sus pataletas, había arrancado de raíz todas las flores y plantas. Desde aquel día, Anubis había ordenado a los jardineros que solo plantaran cactus y suculentas con pinchos, plantas que su madre no arrancaría con tanta facilidad. Un carruaje les estaba esperando. Se trataba de un gigantesco globo brillante esculpido de una sola perla que Anubis había traído de un Mundo de Sombras marino. Un par de tigres albinos con colmillos que se enroscaban como los de un elefante estaban atados al carruaje. Eran unas nuevas bestias híbridas que Anubis estaba criando.
El Inmemorial abrió la puerta y ofreció la mano a su madre. Bastet ignoró por completo el gesto y se subió al carruaje sin ayuda.
—Quizá sean los mellizos de la leyenda —sugirió Anubis de modo inocente mientras subía al carruaje después de su madre.
—¡No seas ridículo! —exclamó Bastet—. ¿Dónde encontrarían Isis y Osiris unos mellizos? Tu padre y yo nos encargamos de eliminar esa línea de descendencia hace miles de años.
Sorprendido, Anubis se volvió para mirar a su madre a la cara. Mientras tanto, los tigres se acomodaron en la parte delantera. No necesitaban conductor porque Anubis había programado a los felinos para seguir la ruta hacia la Pirámide del Sol.
—No tenía ni idea —admitió.
—Muy pocos lo saben. Y no quiero que lo vayas contando por ahí.
Bastet volvió la cabeza y apoyó la barbilla sobre una de sus garras. Las pupilas se le encogieron cuando el resplandor del sol iluminó las paredes translúcidas del carruaje de perla. Estuvo callada varios minutos. Con la garra libre, iba arañando la supuestamente indestructible tela que cubría su asiento. Cada vez que se montaba en aquel carruaje hacía trizas la tapicería; Anubis decidió que el próximo asiento estaría tallado en piedra.
—Si Isis y Osiris han encontrado otros candidatos —murmuró Bastet—, ¿por qué revelarlos tan pronto? No tiene sentido. Podrían haberles introducido a escondidas en la Cámara del Consejo y así presentarlos como una gran sorpresa.
—Es obvio que su intención era hacérnoslo saber —adivinó Anubis mientras observaba la ciudad por una de las ventanillas. Se intuían varios fuegos esparcidos por la ciudad y, de hecho, podía apreciar el olor a humo en el aire. Los humanos estaban quemando sus casuchas otra vez.
Ocho enormes anpu estaban esperándoles en la entrada. Se dividieron en dos grupos de cuatro y siguieron muy de cerca al carruaje. Su papel era más ceremonioso que protector. Todas las casas y palacios principales de los gobernadores de Danu Talis estaban protegidos con diversos anillos de canales y el único acceso al círculo interior que rodeaba la pirámide eran los puentes, que se vigilaban muy de cerca. Ningún humano se había atrevido jamás a pasear por el enlosado de oro que rodeaba la majestuosa pirámide.
Anubis se percató de que su madre había dejado de hablar y se volvió hacia ella.
—¿Qué decías? —preguntó un tanto despistada.
Anubis frunció el ceño, tratando de recordar.
—Que es evidente que su intención era que viéramos a los mellizos, la pareja con armaduras dorada y plateada. Cuando estás luchando en una encarnizada batalla —dijo inclinándose hacia delante—, puedes disimular el tamaño de tus tropas y sorprender al enemigo. A veces, esa estrategia funciona. Pero a menudo, si el enemigo no sabe contra cuántos guerreros se está enfrentando, seguirá luchando. La otra opción es desnudarte frente al enemigo: hazle ver que le superas en número, desmoralízalo. En ocasiones, puedes obtener una rápida victoria sin derramar mucha sangre.
Bastet asintió.
—¿Sabes qué? Tenemos que pasar más tiempo juntos. Eres una cajita llena de sorpresas.
¿Acaso era el segundo cumplido del día? Anubis se preguntaba si el mundo estaba a punto de llegar a su fin.
—Me he pasado la vida luchando. Conozco las estrategias de la batalla —dijo.
—¿Dónde están ahora? —cuestionó Bastet.
Anubis la miró inexpresivo y después encogió los hombros.
—En la Pirámide del Sol, supongo. Quizá en la Cámara del Consejo.
—No, lo dudo mucho. Es demasiado pronto. Isis y Osiris querrán hacer una entrada triunfal en la Cámara del Consejo —replicó muy segura de sí misma—. Eso es lo que yo haría, por lo menos. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que ya habrán empezado a reunirse con otros Inmemoriales, plantando semillas, dejando caer pistas sobre la pareja de Oro y Plata. Habrán dejado a la pareja en algún lugar tranquilo y reservado para la gran sorpresa.
—Pero tú misma has dicho que no pueden ser los verdaderos mellizos. Puede que hayan encontrado una pareja de adolescentes y les hayan vestido con esa armadura tan vistosa. ¿Qué pueden demostrar? El Consejo se reirá de ellos.
—Isis y Osiris son astutos. Te garantizo que no habrán venido hasta aquí con dos críos vestidos con armadura. Ese par debe tener más de una habilidad. Quizá son lo bastante poderosos como para convencer al Consejo —añadió meneando la cabeza—. Isis y Osiris deben de llevar siglos planeando esto. Puede que más. Cuando seas gobernador, quiero que condenes a esa pareja a muerte.
—¿A qué pareja? —preguntó Anubis con el ceño fruncido—. ¿A los niños?
Bastet sacudió la cabeza y maulló.
—No, a los niños no. Bueno, puedes matarlos, si lo deseas. Quiero que te ocupes de Isis y Osiris.
—Las últimas personas que trataron de asesinarlos acabaron convertidas en joyas —le recordó a su madre—. Isis llevó ese collar de personas diminutas durante meses. Y la mayoría seguían vivas —añadió con un susurro.
De pronto, Bastet se acomodó en el respaldo de su asiento y posó las manos sobre la rodilla de Anubis. Una zarpa afilada perforó su piel, pero Anubis se mordió el labio y no musitó palabra.
—Pero tienes razón, desde luego…
—¿Ah sí? —preguntó, ante la sorpresa de que su madre estuviera de acuerdo con lo que acababa de decir—. ¿En qué tengo razón?
—Acaba con los niños.
—¿Quieres que los mate?
Anubis observó a su madre durante unos instantes y después apartó la mirada hacia la ventanilla.
—Eso será fácil. Pueden sufrir un pequeño accidente en los próximos días.
Todas las garras de Bastet se clavaron sobre su rodilla y el joven dejó escapar un grito ahogado.
—¡A veces puedes ser muy estúpido!
Ahora ya estaba convencido: cuando fuera gobernador, la desterraría a un Mundo de Sombras. A algún reino repleto de perros.
—Mátalos ahora. Mátalos antes de que Isis y Osiris puedan presentarlos ante el Consejo —ordenó estrujándole la rodilla para dar más énfasis—. ¿Me estás escuchando?
—Sí, madre —contestó apretando los dientes.
—Y hazlo como se merece.
—Sí, madre —repitió Anubis—. Conozco a las criaturas idóneas para este trabajo. Nunca me han fallado.