Niten se acercó a Prometeo, que yacía inconsciente sobre el suelo.
Una serie de lanzas aparecieron de entre la niebla, pero el inmortal japonés era rápido, y se había entrenado luchando contra espadas y flechas durante su juventud, aprendiendo a hacerlas añicos en el aire. Era una de las capacidades más útiles de cualquier guerrero y, cuando no era más que un adolescente, practicaba a diario con los ojos vendados, prestando suma atención al suave susurro del filo metálico.
Utilizó ese ardid en aquel instante: ladeó la cabeza hacia el costado izquierdo, su oído más agudo, y se volvió hacia la bruma. Podía distinguir el murmullo más débil de la punta de una lanza, el siseo al cortar el aire, e incluso un ligero chasquido cuando el mango de madera se flexionó. La parte más complicada de todo el proceso era saber cuándo moverse. Si lo hacía demasiado pronto, no alcanzaría la lanza y, si lo hacía demasiado tarde, no podría impedir recibir el golpe.
Dos lanzas, cada una emitiendo sonidos ligeramente distintos, emergieron entre la neblina.
Niten se relajó, con los ojos medio cerrados, y trató de trazar el recorrido de las lanzas haciendo uso de su oído. Y entonces se movió. El garrote que había recuperado del espartoi golpeó una de las lanzas, arrojándola directamente al suelo. En su mano izquierda empuñaba su wakizashi, que en un movimiento ágil partió por la mitad la segunda lanza. En un abrir y cerrar de ojos el suelo quedó repleto de pedazos de madera y astillas.
Niten vislumbró las siluetas de los espartoi en la penumbra, pero ninguno de los guerreros osó acercarse. Tenía la esperanza de que no hubieran encontrado una forma de rodear la barrera de coches, pero sabía que no podía alejarse de allí para investigar y evaluar la situación.
Una larga y amarga experiencia había enseñado al Espadachín a concentrarse solo y exclusivamente en la batalla. Cualquier momento de distracción podía ser fatal. Un guerrero debía tener la mente despejada. No perdió ni un minuto en pensar en el matrimonio Flamel, o en preguntarse cómo estarían: no podía ayudarles.
Un trío de lanzas mordaces silbaron entre la noche, dejando tras de sí zarcillos de niebla parecidos a un rastro de humo. Niten esquivó la primera y partió por la mitad la segunda, pero la tercera le rozó el hombro izquierdo y le rasgó el brazo. El inmortal notaba el brazo entumecido, paralizado, y el garrote se deslizó de sus dedos y se desplomó sobre el suelo.
Niten hizo una mueca de dolor y un instante más tarde dejó que una pequeña parte de su aura azul marino envolviera su brazo izquierdo para curar la herida. Sin embargo, podía notar cómo envejecía mientras la herida se cicatrizaba, sentía la pesadez en las piernas y una terrible opresión en los pulmones. El japonés sabía que tardaría en recuperar la sensibilidad en el brazo. No tendría más remedio que acabar aquella batalla con tan solo un brazo útil.
Sin quitar ojo a la nocturnidad que les rodeaba, se agachó junto a Prometeo y posó los dedos en el cuello del Inmemorial para comprobar el pulso. No sintió el pulso de Prometeo, pero sí notó al Inmemorial agitándose.
—Estás vivo —dijo Niten, algo aliviado.
—¿Acaso creías que estaba echándome una siesta? —gruñó Prometeo.
Clavó los talones en el suelo y se incorporó.
—Se necesita algo más que una pequeña lanza para matarme.
—Oficialmente eran dos espadas, y no eran pequeñas. ¿Cómo estás?
—Como si me hubieran golpeado con dos lanzas —contestó el Inmemorial.
La parte frontal de la armadura de Prometeo estaba desfondada, deslucida por dos gigantescos agujeros. Se llevó las manos al pecho y el cuerpo entero del Inmemorial se iluminó de color rubí. El perfume a anís cubrió durante un breve instante los olores a sal y carne.
Algo metálico parecía rasgar la niebla con un sonido agudo y chirriante.
El inmortal japonés vio con sus propios ojos cómo el Inmemorial envejecía poco a poco: su cabello se iba tiñendo de color blanco, las líneas de expresión se tornaron más profundas en la frente y las arrugas se hicieron más que visibles en la nariz y en la boca.
En la oscuridad nocturna, se oían cristales hacerse añicos mientras el puente vibraba y temblaba.
Niten extendió la mano para ayudar al Inmemorial a ponerse en pie. Prometeo se frotó la mano contra la superficie de la armadura para reparar así los agujeros, rellenando el metal.
—Dudo que pueda volver a hacer eso. ¿Y tú? —preguntó entornando los ojos hacia Niten.
—He utilizado gran parte de mi aura. No me queda mucha. Quizá lo suficiente para curar una herida si no es muy grave.
—Al menos tú no tienes el pelo canoso.
—Oh, creo que tendré el pelo negro hasta que me muera. Y, por cierto, no tienes el pelo canoso —puntualizó Niten—. Es completamente blanco.
—Siempre me había gustado el color rojo.
De pronto, volvieron a escuchar el chirrido del metal.
Niten alargó el brazo para apoyarse en el coche más cercano. Estaba vibrando.
—Están desmontando la barricada —adivinó.
—Es lo mismo que haría yo —opinó Prometeo—. Me pregunto si se enfrentarán a nosotros o preferirán pasar de largo e inmiscuirse en la ciudad.
—Lucharán —contestó Niten con confianza—. Les hemos ofendido.
—¿Ofendido? ¿Cómo?
—Para ellos, resistir en vez de morir rápido es una ofensa. Son guerreros profesionales; me he topado con seres de esa calaña durante toda mi vida. Están convencidos de que son invencibles. Y eso les convierte en seres arrogantes a la vez que estúpidos. Y puedo asegurarte que una criatura estúpida comete errores. Un comandante prudente y sensato dejaría a unos pocos aquí, en el puente, para ocuparse de nosotros, y mandaría al resto de su ejército a la ciudad. Pero el orgullo les retendrá aquí. Ahora su único objetivo es matarnos. Y derribarnos será un honor para aquel que lo consiga —explicó. Después, se quedó callado, observando a Prometeo, y preguntó—: ¿Por qué sonríes, Inmemorial?
—Apuesto a que, detrás de esa cortina de niebla, hay un comandante espartoi ordenando a sus tropas exactamente lo mismo que me estás contando.
—Estaría equivocándose —añadió Niten—. Somos mucho más peligrosos que los espartoi.
La sonrisa de Prometeo se tornó compungida.
—No sé si estoy de acuerdo.
—Oh, pero es así. Tú y yo tenemos un motivo para estar aquí. Tenemos una causa. Según mi experiencia, un guerrero con una causa es el soldado más peligroso. Ahora, debemos tomar una decisión. Podemos quedarnos aquí y luchar…
—… o podemos ganarles la batalla adelantándonos a ellos —finalizó el Inmemorial.
Prometeo miró hacia el cielo para intentar averiguar la hora, pero las estrellas seguían invisibles tras la neblina.
—Solo me arrepiento de una cosa: que no hayamos conseguido retrasarles un poco más.
—Siguen aquí, sobre el puente, ¿no es cierto? Cada minuto que les mantenemos alejados de la ciudad es una pequeña victoria. Si nos quedamos aquí, los espartoi desmontarán las barricadas y nos flanquearán. Pero si nos movemos, contamos con el factor sorpresa: sumidos en su arrogancia, ni se imaginan que podamos atacarles —dijo Niten.
De pronto, el inmortal japonés empezó a notar un hormigueo en la punta de los dedos de su mano izquierda. No tuvo más remedio que menear la mano para que la sangre volviera a circular.
—Trato hecho: atacaremos primero. Pero no podemos separarnos —agregó rápidamente Prometeo—. De lo contrario, nos derribarán enseguida. Trataremos de atacarles desde el otro extremo del puente. Eso les alejará de la ciudad. Veremos si podemos mantenerles ocupados hasta el amanecer.
Niten esbozó una sonrisa que brilló en la negrura nocturna y la pareja empezó a caminar a lo largo del puente.
—Para ser un hombre que se dirige a una condena segura, pareces muy alegre —observó Prometeo.
—Los últimos años han sido tranquilos, sin incidentes —admitió el Espadachín—. Incluso aburridos, me atrevería a decir. La reputación de Aoife era tan aterradora que nadie se atrevía a desafiarla. La mayoría de las criaturas nos evitaban. Hasta cuando nos adentrábamos en los Mundos de Sombras más mortíferos, nos dejaban a solas.
—¿Qué hacíais para pasar el tiempo?
—Pasé muchísimo tiempo pintando una casa flotante en Sausalito.
—¿De qué color?
—Verde, siempre verde. Pero nunca conseguí dar con el tono apropiado. Por lo visto, hay más de cuarenta tonalidades de verde.
—El verde es un buen color —dijo Prometeo, que avanzaba con la espada apoyada sobre su hombro derecho—. No me malinterpretes: me encanta el rojo, pero siempre he tenido debilidad por el verde.
Siguieron caminando en silencio, observando las diversas figuras parpadear y moverse tras la niebla que les rodeaba.
—¿Te arrepientes de algo? —preguntó Prometeo como si nada.
Niten no pudo ocultar una tímida sonrisa y enseguida se le ruborizaron las mejillas.
—Te estás poniendo rojo —comentó Prometeo, atónito.
—Me arrepiento de una cosa. De una sola cosa. Lamento que Aoife no esté aquí, con nosotros. Habría disfrutado tantísimo con esta batalla…
El Inmemorial asintió, comprendiendo el sentimiento del japonés.
—Y sin duda habría vencido a los espartoi.
—Habrían huido de ella —afirmó Niten—. Debería haberle pedido que se casara conmigo.
Prometeo le miró de reojo, sin dar crédito a lo que acababa de oír.
—¿La amabas?
—Sí —contestó el japonés—. Con el paso de los siglos, empecé a amarla.
—¿Alguna vez se lo dijiste?
Niten negó con la cabeza.
—No. Estuve a punto de decírselo en un par de ocasiones, pero por una razón u otra, en el último momento, me traicionaban los nervios.
Prometeo suspiró.
—Así que nunca se lo dijiste. Por mi experiencia puedo decirte que solo nos arrepentimos de las cosas que no hemos hecho.
Niten movió la cabeza en gesto afirmativo.
—Durante siglos me he enfrentado y peleado con cientos de monstruos, algunos humanos y otros inhumanos, y no existe criatura en la Tierra que pueda tildarme de cobarde. Pero me daba miedo pedirle matrimonio a Aoife —confesó el inmortal mirando al Inmemorial por el rabillo del ojo—. ¿Qué habría hecho si me hubiera rechazado? ¿Habríamos seguido siendo buenos amigos a pesar de haberme dicho que no?
—Deberías habérselo pedido —contestó Prometeo.
Niten dejó caer los hombros.
—Ya lo sé.
—¿Crees que Aoife te quería? —insistió Prometeo.
—Era muy difícil de saber.
—Y sin embargo, ¿cuánto tiempo estuvo contigo?
—Unos cuatrocientos años.
—Yo diría que te quería —dijo el Inmemorial muy seguro de sí mismo.
—Y ahora ha desaparecido —añadió Niten—. Está atrapada en un Mundo de Sombras con una Arconte salvaje, y no hay nadie capaz de rescatarla.
—Lo siento mucho por la Arconte —bromeó Prometeo.
—Tienes razón —dijo Niten con una sonrisa. Y, de repente, el inmortal se quedó inmóvil oliendo el aire.
—Estoy oliendo… —empezó. Después, se dio media vuelta e inspiró profundamente.
Ese olor estaba por todas partes. Era un hedor a putrefacción que se intensificó en el mismo instante en que los espartoi emergieron de la densidad de la niebla, con las lanzas y las espadas preparadas, los hocicos abiertos y las garras extendidas.
—Ha sido un verdadero honor conocerte —susurró Prometeo mientras su espada trazaba un semicírculo de color carmesí. Acto seguido, un sinfín de chispas saltaron de los escudos y las espadas.
—Y será un honor morir junto a ti —respondió Niten.
El japonés esquivó una lanza, agarró la punta de otra y se la arrebató de la mano de un espartoi. Con una destreza increíble, Niten giró la lanza y se la clavó a un monstruo sorprendido.
Y entonces el Drakon atacó.