Billy el Niño se arrojó hacia delante y se encogió formando una bola compacta para aterrizar dando volteretas sobre el suelo de piedra.
La esfinge voló por encima de su cabeza y se estrelló contra el suelo mientras, haciendo uso de sus garras, se deslizaba y arañaba la piedra.
—Tan solo estás retrasando lo inevitable —gruñó mientras se daba media vuelta, esperando ver a Billy corriendo por el pasillo en un intento de huir de ella.
El inmortal, sin embargo, estaba en medio del pasillo, desafiándola y con los brazos sueltos a los lados. Estaba peligrosamente cerca de la Inmemorial y, a esa distancia, su aura empezó a brotar en una delgada bruma de color púrpura. El aire se inundó del aroma a pimienta de cayena y la esfinge estornudó.
—Oh, qué bien —añadió—. Mi aperitivo ya está sazonado.
Y entonces brincó hacia delante con las pezuñas extendidas.
Y Billy movió las manos.
El muchacho llevaba dos lanzas ancestrales, con la punta en forma de hoja, atadas al cinturón, una en el lado izquierdo y otra en el derecho, justo por encima de las caderas. Tras un movimiento ágil, las desató del cinturón y las lanzó hacia el aire.
La esfinge chilló una carcajada desafiante que se convirtió en un lamento agudo.
Y entonces las lanzas se clavaron en la Inmemorial.
Y el tiempo empezó a ralentizarse.
Hasta detenerse.
La esfinge se quedó suspendida en el aire. Las puntas de las lanzas se habían clavado en la piel de león de la criatura. Latieron una vez, dos veces y hasta tres veces. Y entonces, empezó a emitir un resplandor azul, que pasó a ser rojo hasta al fin teñirse de blanco.
Alrededor de cada herida de la esfinge, su piel también cambiaba de color. Primero se oscureció hasta alcanzar un azul profundo, después perdió intensidad y se tornó pálida y al fin transparente. La transformación invadió a la criatura, alterando todo su cuerpo, convirtiendo su piel en cristal, mostrando los huesos que conformaban su esqueleto. La esfinge trató de coger aliento, pero la piel de su rostro había empezado a cristalizarse, dejando así al descubierto el cráneo de hueso que había debajo. De forma gradual, el cráneo y todos los huesos de la esfinge se hicieron de cristal.
Y un instante más tarde, la criatura se cayó y se hizo mil añicos.
Billy el Niño se inclinó y, con sumo cuidado, recogió las dos puntas metálicas de la lanza de entre los fragmentos de cristal que había esparcidos por el suelo. Dio unas vueltas a las lanzas y volvió a guardarlas en el cinturón. Se dio media vuelta y guiñó el ojo a Marte, Odín y Hel.
—Hay cosas que uno nunca olvida —dijo con una amplia sonrisa.