La planta baja del centro neurálgico de Alcatraz se iluminó con un resplandor gris pálido. Avanzando con suma cautela por aquella niebla tan densa y espesa, Nicolas y Perenelle se dirigieron hacia la luz. El Alquimista se apoyaba sobre la barandilla de metal con la mano derecha para no perderse. Al otro lado de la barandilla, el matrimonio Flamel podía escuchar, aunque de ningún modo ver, las olas del mar batiendo la orilla.
Perenelle respiró hondamente. Más allá de la sal marina y el hedor a carne podrida de la niebla, la Hechicera distinguió otro perfume: el húmedo olor de plumas mojadas. Acercó los labios al oído de su marido y susurró:
—Creo que ya sé lo que está ocurriendo aquí.
—Yo también —musitó Nicolas, sorprendiendo así a su mujer. Y, de repente, bufó de dolor cuando, sin querer, dio una patada con el pie a un ladrillo roto. Esa parte de la isla estaba en muy mal estado. La erosión de la sal y las condiciones meteorológicas estaban deteriorando Alcatraz, borrando lentamente cualquier señal de humanidad.
Lo único que podían apreciar era el tejado inclinado del Almacén de la Intendencia y el centro neurálgico de la prisión. Tras ellos había una chimenea y, amarrado a la caseta del cuartel general se distinguía la silueta de un barco turístico oxidado y abollado, parecido a la embarcación que trasladaba a turistas hasta la isla antes de que la empresa del doctor John Dee adquiriera Alcatraz y la cerrara. La mayor parte del barco estaba escondido tras el depósito de máquinas y la niebla, pero el matrimonio logró vislumbrar una serie de luces que iluminaban el camino desde el edificio en ruinas hasta la embarcación.
—Dime —murmuró Perenelle.
—Piensa en los monstruos que viste en las celdas…
El Alquimista notó el pelo alborotado de su esposa.
—Aseguraste que algunas celdas contenían criaturas distintas.
La Hechicera asintió con la cabeza.
—Muchas tenían encerradas a dos o tres tipos de bestias distintas.
—Pero estas celdas son diminutas, Perenelle. Metro y medio por metro ochenta…
—Los monstruos más grandes —adivinó Perenelle de inmediato—. ¡Por supuesto! No había criaturas de gran tamaño en los pabellones —dijo volviéndose hacia la silueta de ambos edificios—. Vi un minotauro, pero en realidad era muy pequeño, un bebé. La esfinge era el monstruo más inmenso allí, y andaba a sus anchas por Alcatraz.
—Tiene sentido que Dee y sus maestros hubieran decidido no limitarse a criaturas de tamaño normal. Si de veras deseaban crear un impacto en la ciudad, necesitarían un buen puñado de monstruos descomunales y espeluznantes.
—Entonces, ¿qué hay ahí?
—Un minotauro adulto —propuso Nicolas—. Puede que un ogro, o incluso dos. Ya sabes que a Dee le gustan los ogros.
—¿Un dragón? —sugirió Perenelle, pero enseguida sacudió la cabeza—. No, si el Mago hubiera tenido un dragón, no me cabe la menor duda de que a estas alturas ya lo habría soltado. Pero quizás algo con escamas, como un wyrm o un wyvern, quizá. Y un smok. ¿Recuerdas cuando invocó al smok en Polonia?
Avanzaron un poco más, caminando entre escombros y trozos de piedra rotos, arañándose la piel y rasgándose los brazos al rozar contra pedazos afilados de hormigón y metal. Estaban lo bastante cerca del depósito como para asomarse por los gigantescos ventanales de forma rectangular. Unas sombras grotescas danzaban por las paredes y el matrimonio vislumbró fugazmente pieles y escamas. A aquella distancia del almacén el hedor era inaguantable: la peste de la piel húmeda, boñiga y pelo mugriento mezclada con el olor a serpiente y mamíferos. El tufo del wyrm y del smok era más que perceptible: las salidas de incendios rezumaban un miasma nauseabundo de azufre. Cada vez que abrían la boca notaban ese hedor.
Los Flamel escucharon gritos en el interior del almacén, una voz aguda y fina que hablaba un idioma muy gutural.
—Uno más —tradujo Perenelle, que entendía aquel lenguaje arcano—. Podemos transportar uno más. Algo grande esta vez.
Nicolas asintió, admirado.
—Había olvidado que entendías ese idioma —susurró, sorprendido y, de repente, apretó la mano de su esposa—. Incluso después de tantos años, hay cosas que todavía no sé de ti.
—Medea me enseñó la lengua perdida de Danu Talis —explicó—. Y sabes suficiente sobre mí. Sabes que te quiero.
El Alquimista acarició el escarabajo que llevaba colgado alrededor del cuello. Con el mero roce, el colgante vibró.
—Lo sé —contestó.
Nicolas y Perenelle rodearon el extremo del edificio cuando, de pronto, una puerta se abrió de golpe.
—Anpu —murmuró la Hechicera.
Aparecieron dos de los guerreros con cabeza de chacal, arrastrando una larguísima cadena de hierro. Un segundo par de anpu se apresuró a salir del almacén. Ambos sujetaban un tridente humeante que utilizaban para amenazar a la serpiente verde con dos piernas que se escurría por el edificio, atada a la cadena de hierro. Aquella criatura medía por lo menos cinco metros de largo. Otra pareja de anpu seguía a la criatura. Habían colocado más cadenas alrededor de la cola de la bestia.
—Lindworm —dijo Nicolas—. Garras delanteras, pero sin piernas traseras. Pero ni te atrevas a pensar que se trata de un animal lento. Su mordisco es mortal y su cola es un arma letal.
El grupo de anpu arrastró a la fuerza al lindworm hacia el barco.
—No podemos permitir que el barco zarpe de Alcatraz —murmuró Nicolas.
—¿Cómo lo detenemos?
—Todas estas criaturas, tanto los monstruos como los anpu, están bajo el control de una sola persona. Si podemos derrotar a esa persona, las bestias empezarán a enfrentarse entre ellas. Harán trizas ese barco en cuestión de segundos. Así que la pregunta es: ¿quién las dirige?
—Creo que lo sé… —respondió Perenelle con gesto de decepción—. Pensé que había cambiado…
—¿Quién?
—Me ayudó a escapar. Tenía la esperanza de que se mantuviera neutral, pero por lo visto me he equivocado. Noté su olor hace unos minutos.
—Perenelle… —empezó Nicolas.
Pero antes de que su esposa pudiera explicarse, la niebla se arremolinó en dos espirales concéntricas y una figura oscura se desplomó justo delante de Nicolas y Perenelle. El Alquimista y la Hechicera extendieron las manos y sus auras se congregaron en la punta de los dedos.
Aquella silueta estaba cubierta de los pies a la cabeza con una tela brillante y de cuero. La humedad hacía brillar las hebillas plateadas que le decoraban la tez con un diseño en espiral. De los hombros salía una capucha que le cubría el rostro y las plumas con las que estaba entretejida su inmensa capa negra barrían el suelo. Eran plumas de cuervo. A pesar de tener la mayor parte de la cara oculta tras la capa, dejó al descubierto una sonrisa penumbrosa y unos colmillos propios de un vampiro.
—Volvemos a vernos, Hechicera.
—Nicolas —dijo Perenelle—, deja que te presente a Morrigan.