En el interior de un aposento, ubicado en lo más profundo del Yggdrasill, Hécate, ahora una anciana arrugada y marchita, yacía en una red de ramas que hacía las veces de féretro con los brazos cruzados sobre el pecho, con la mano izquierda sobre el hombro derecho y la palma derecha apoyada sobre el izquierdo. El árbol entero se estremeció y suspiró; y entonces las raíces la envolvieron, como si quisieran abrazarla.
—Cansado del esfuerzo, me apresuro a mi lecho —murmuró William Shakespeare—, el ansiado reposo de mi cuerpo viajero.
—Ella es el árbol —dijo Scathach—. Son inseparables, inextricables; están unidos. Si uno muere, el otro perece.
—Eso jamás ocurrirá —dijo Huitzilopochtli con confianza mientras alentaba a sus compañeros a salir de la habitación circular—. El Yggdrasill ha permanecido en pie durante milenios. Siempre sobrevivirá. Igual que la diosa.
Scathach se mordió el labio. Hacía menos de una semana, había visto con sus propios ojos al Yggdrasill, en realidad, a una versión algo más pequeña, derrumbarse. Había presenciado la muerte de Hécate. Pero eso no sucedería hasta pasados diez mil años.
Prometeo estaba esperando fuera de la recámara. Iba ataviado de los pies a la cabeza con una armadura carmesí, y la gigantesca espada con filo bermejo estaba atada a su espalda, con la empuñadura asomando por encima de su hombro izquierdo. Tras él se extendía una tropa de Torc Allta, los hombresjabalí creados por Hécate. Dos de las gigantescas criaturas se colocaron fuera de la habitación personal de Hécate. Tenían los cuerpos fornidos y musculosos de un humano, pero su rostro mostraba rasgos porcinos, con la nariz un tanto aplastada y un hocico que sobresalía demasiado. Su mirada, de color azul brillante, era la de un ser humano.
—Los Torc Allta la vigilarán mientras duerme. Nadie se atreverá a acercarse —dijo Prometeo.
—¿Lucharán a nuestro lado? —quiso saber Scathach—. Están a la altura de los anpu.
—No, los Torc Allta son solo leales a Hécate —contestó Prometeo—, y es mejor que la raza humana esté unida para la batalla final —anunció y, dirigiéndose ahora a Huitzilopochtli, añadió—: Ha llegado el momento.
Sin pronunciar otra palabra, los dos Inmemoriales se dieron media vuelta y empezaron a recorrer el retorcido pasillo.
—¡Esperad! —llamó Scathach. Corrió tras ellos, dejando a Shakespeare, Palamedes, Juana de Arco y Saint-Germain a cargo de la retaguardia.
Unos Torc Allta armados hasta los dientes aparecieron de entre las sombras y se apiñaron alrededor de la entrada del aposento interior. Las criaturas no musitaron palabra, pero de repente, bajo aquel tenue resplandor verde del árbol, varias armas se hicieron visibles.
—Creo que quieren que nos vayamos de aquí —murmuró Palamedes.
—No sabía que hablaras el idioma de los Torc Allta —comentó William Shakespeare con un toque de admiración en su voz.
Palamedes sacudió la cabeza, algo desesperado.
—Para ser un tipo tan brillante, a veces te comportas como un estúpido. Siempre que alguien, bestia o humano, enseña los dientes y deja al descubierto un puñal tan largo como mi brazo, es una pista.
—Me lo apuntaré —balbuceó el Bardo.
Palamedes alzó el tono de voz.
—Tenemos que salir de aquí ya. Las dos personas que conocemos y pueden responder por nosotros, Huitzilopochtli y Prometeo, se han ido y nuestros amiguitos peludos parecen un poco alterados. Y con esos colmillos, dudo que sean bestias vegetarianas.
Los cuatro inmortales se apresuraron en alcanzar al resto.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Scathach cuando consiguió alcanzar a los dos Inmemoriales.
—¿Plan? Tenemos que guiar al Clan del Árbol hasta Danu Talis —informó Prometeo—. Liberaremos a Aten y derrocaremos a los Inmemoriales.
—¿Tan sencillo como eso? —preguntó un tanto asombrada—. Pensé que erais grandes guerreros.
—Es un plan simple y eficaz —opinó Huitzilopochtli.
—Y contamos con la ventaja de que es una estratagema nueva —continuó Prometeo—. La raza humana jamás se ha sublevado.
El pasillo de madera desembocaba en una gigantesca escalera que conducía al cuerpo del árbol. Los peldaños habían sido tallados de raíces nudosas y se habían pulido hasta conseguir una superficie suave y brillante con el paso de los siglos. Cada peldaño tenía una altura, anchura y largura distintas.
Prometeo subió las escaleras a toda prisa, y Huitzilopochtli y Scathach le siguieron el paso manteniendo un escalón de distancia.
—Si los humanos nunca se han rebelado, ¿cómo estás tan seguro de que lo harán ahora? —cuestionó Scathach.
—Veneran a Aten —respondió Huitzilopochtli—. Durante generaciones, los Inmemoriales han esclavizado a la raza humana. Cuando Aten llegó al poder, los reconoció formalmente como una especie inteligente y les garantizó los mismos derechos que a cualquier otro ciudadano de Danu Talis.
—Aunque la mayor parte de Inmemoriales se oponían a esa decisión, ninguno se atrevió a enfrentarse a Aten —añadió Prometeo—. Hasta ahora, claro está. Bastet lleva planeando esto varios siglos.
—Pero ¿estáis convencidos de que la raza humana se alzará cuando aparezcáis? —insistió Scathach.
—Me han asegurado que así será —dijo Prometeo con frialdad.
—¿Quién te ha…? —empezó, pero enseguida rectificó—. No, no hace falta que me lo digas. Déjame adivinar: un tipo con capa oscura y un gancho en la mano izquierda.
—¿En vuestra época también es alguien conocido?
—He oído hablar de él. Y sé que los Inmemoriales no se rendirán sin luchar —agregó.
—Somos conscientes de ello —murmuró Prometeo—. Queremos la paz, pero también estamos preparados para la guerra.
—Por experiencia propia, cuando llamas a la puerta de alguien con un ejército a tus espaldas, siempre se desencadena una guerra —dijo Scathach en tono grave.
Huitzilopochtli le miró de reojo.
—Pero si no nos movilizamos ahora, condenaremos a toda una raza a una eternidad de servidumbre. O peor aún. Mi hermana, Bastet, aboga por la erradicación de la raza humana para sustituirla por los anpu o algún otro clan. Y, si consigue que Anubis alcance el poder, entonces nada se interpondrá en su camino. Podrá controlar Danu Talis a su voluntad.
—¿Por qué haces esto, Huitzilopochtli? —preguntó la Sombra.
—Porque es lo correcto —respondió meneando la cabeza—. Abraham y Marethyu nos mostraron el futuro —continuó—, y un mundo sin humanidad no es muy agradable. No todos los Inmemoriales somos monstruos. No somos muchos, pero somos poderosos, y haremos todo lo que esté en nuestra mano para salvar al mundo.
—¿Y si no podéis salvarlo? —rebatió Scathach.
—Entonces salvaremos a todos los humanos que podamos.
—Y nosotros os ayudaremos —concluyó la Sombra.
—¿Por qué? —preguntó Huitzilopochtli—. Esta no es vuestra batalla.
—Estás muy equivocado. Es más que nuestra batalla. Es nuestro futuro.
—Cualquiera daría por sentado —resolló William Shakespeare llevándose la mano izquierda a la cintura— que un lugar tan sofisticado como este tendría escaleras mecánicas.
El Bardo se detuvo en un peldaño y se inclinó hacia delante, apoyando las manos sobre un peldaño superior.
Palamedes hizo un gesto con la mano a Juana y Saint-Germain y todos se detuvieron. El Inmemorial se sentó sobre un escalón y esperó a que el Bardo recuperara el aliento.
—Casi hemos llegado.
—Este lugar va a matarme —musitó Shakespeare.
El Caballero Sarraceno extendió una mano. Shakespeare la tomó y Palamedes tiró de él para ayudarle a ponerse en pie.
—Pero está siendo una investigación maravillosa, Will. Te he visto varias veces tomando notas. ¡Piensa en la obra de teatro que podrás sacar de aquí!
—Nadie me creería. Estoy hablando en serio, viejo amigo. Me temo que moriré aquí —concluyó tras subir un peldaño.
El Caballero se quedó inmóvil mirando al Bardo, que estaba un peldaño por encima de él. Ahora estaban a la misma altura.
—La Muerte nos llega a todos. Y reconozcámoslo, tú y yo hemos vivido muchos, muchos años. Y tenemos muy poco de qué arrepentirnos.
—Lo hecho, hecho está —dijo Shakespeare.
—Y estamos aquí por un motivo —añadió Palamedes.
—¿Estás seguro de ello?
—Marethyu no nos habría traído hasta aquí si no tuviéramos una misión que cumplir.
Algo cambió tras la mirada oscura del caballero y el Bardo se sujetó del fuerte brazo de su amigo.
—Hay algo que no me estás contando. ¿De qué se trata?
—Tan observador como siempre —apuntó el caballero.
—Cuéntamelo —insistió Shakespeare.
—La tableta esmeralda que Tsagaglalal me dio hace unas horas… —empezó y, tras unos momentos de vacilación, añadió—: ¿Ha sido solo hace unas horas? Me da la sensación de que fue hace mucho, mucho tiempo.
El Bardo asintió. Durante la improvisada fiesta del jardín en San Francisco, Tsagaglalal había regalado a todos los presentes una tableta de color esmeralda. Cada una contenía un mensaje personal de Abraham el Mago.
—¿Qué decía? —preguntó Shakespeare con cierta urgencia.
—Me mostró escenas de mi pasado, de batallas libradas, algunas ganadas, otras perdidas. Me enseñó la última batalla, cuando el Único y Futuro Rey murió y yo reivindiqué Excalibur. Y también emitió una imagen donde estaba junto a ti —finalizó a toda prisa.
—¡Dímelo!
—Contemplé nuestra muerte, Bardo. La muerte de todos nosotros —puntualizó echando un fugaz vistazo hacia Saint-Germain y Juana de Arco, quienes estaban esperando pacientemente en lo alto de la escalera—. Vi a Scathach y Juana de Arco cubiertas de sangre y mugre en la cima de una pirámide. Estaban rodeadas de unos monstruos gigantescos con cabeza de perro. Observé a Saint-Germain provocando una lluvia de fuego desde el cielo. Vi a Prometeo y Tsagaglalal enfrentándose a un ejército de monstruos…
—¿Y nosotros? —interrumpió Will—. ¿Qué hay de nosotros?
—Estábamos en la escalera de una pirámide inmensa, invadidos por un enjambre de criaturas horrendas. Tú estabas inconsciente, a mis pies, y yo sujetaba un águila con cabeza de león con el brazo.
La mirada azul brillante del Bardo centelleó.
—Bueno, entonces todo acaba bien.
El Caballero Sarraceno parpadeó, mostrando así su sorpresa.
—¿Qué parte de lo que acabo de describirte te sugiere un final feliz? Nuestro futuro inmediato está cargado de muerte y destrucción.
—Pero estamos todos juntos. Y si perecemos, ya seas tú o yo, Scathach, Juana o Saint-Germain, entonces no moriremos solos. Falleceremos acompañados de nuestros amigos, de nuestra familia.
Palamedes asintió.
—Siempre imaginé que moriría solo, en algún campo de batalla extraño y ajeno. Sospechaba que nadie lloraría mi cuerpo, ni lo reclamaría.
—Sin embargo, aún no hemos muerto —dijo Shakespeare—. No me viste sin vida, ¿verdad?
—No, pero tenías los ojos cerrados.
—Quizás estaba durmiendo —concluyó el Bardo, que enseguida se dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras. A medio camino, se detuvo y miró al Caballero Sarraceno por el rabillo del ojo—. Pero deberías saber, Palamedes, que el único compañero que deseo tener a mi lado en ese fatídico momento eres tú.
—Será un verdadero honor morir a tu lado, William Shakespeare —murmuró el Caballero Sarraceno.
Palamedes se apresuró a subir los peldaños irregulares de la escalinata, siguiendo así al Bardo.
—Existe un término de ajedrez que considero muy oportuno utilizar ahora —comentó Saint-Germain a Juana mientras esperaban en lo más alto de la escalera.
Juana asintió.
—Final de partida.
—Y lo hemos alcanzado.
La escalinata desembocaba al mismísimo corazón del árbol. Sobre una vasta planicie de madera se había congregado un ejército. Infinidad de hombres y mujeres se habían alineado en filas largas y desiguales. Un resplandor verde se reflejaba en la superficie de las armaduras metálicas, otorgando al paisaje una apariencia submarina. El aire zumbaba con planeadores y aeronaves y, en algún rincón del Yggdrasill, un tambor hacía sonar una melodía irregular. Una cornamusa se unió a la música con un sonido algo perdido y solitario.
Saint-Germain y Juana miraban estupefactos a docenas de vímanas salir de sus hangares. La mayoría estaban repletas de parches de madera y cuero; otras, en cambio, estaban unidas con cuerdas o tenían hojas sobre las portillas en lugar de cristal. Había una multitud de humanos ataviados con trajes de vuelo de lana gruesa y cuero alrededor de las naves, comprobando que estaban en perfecto estado, mientras sus compañeros cargaban lanzas y cajones repletos de globos de cristal en cada aeronave.
—Esto me recuerda a los jóvenes que sobrevolaban los campos de batalla de Europa durante la Primera Guerra Mundial con aviones de madera y tela —farfulló Juana—. ¿Cuántos lograron sobrevivir?
—Muy pocos —contestó Saint-Germain.
—¿Y cuántos de estos regresarán con vida? —preguntó.
Saint-Germain echó un vistazo a la vieja vímana repleta de parches.
—Ninguno.
La inmortal francesa inspiró profundamente.
—Por lo visto, he pasado la mayor parte de mi vida en campos de batalla, viendo morir a cientos de jóvenes.
—Y también has pasado muchos años de tu vida como enfermera, salvando vidas —le recordó el conde.
—Tras la última guerra, juré que jamás volvería a pisar un campo de batalla.
—No siempre conseguimos lo que nos proponemos. A veces, la vida nos da sorpresas.
—En fin, esta aventura es, sin duda, una gran sorpresa —dijo con una sonrisa—. Y, pese a que me encantan las sorpresas, no estoy segura de que esta me guste tanto. Pero estamos aquí, y haremos lo que tengamos que hacer.
—¿Sabes? —dijo Saint-Germain mirando a su alrededor—. Se me está ocurriendo una idea para un nuevo álbum —comentó mientras tarareaba la melodía que tocaban los tambores y la cornamusa—. Será un gran álbum, con una orquestra y un coro…
El conde empezó a silbar.
Juana alzó la mano para silenciarle.
—¿Por qué no me sorprendes?
De repente, se le pasó una idea por la cabeza y se volvió hacia su marido.
—¿Ya tienes un título para ese álbum?
—¡El Apocalipsis!