Marte, Odín y Hel se prepararon para realizar su última tentativa en los pasillos de Alcatraz.
—¡Hay demasiados! —gritó Marte.
El Inmemorial se hallaba en mitad de un pasillo. En frente había una multitud de Criaturas de Musgo. Bajitas y raquíticas, estas bestias tenían la piel de la misma textura que la corteza de un árbol y estaban recubiertas por una gruesa capa de musgo y, a pesar de ir armadas solo con espadas y lanzas de madera, lo cierto era que sus armas eran mortíferas. La armadura de Marte estaba rasgada y destrozada y, además, el Inmemorial sangraba por varias heridas pequeñas.
Atrás y a su izquierda, escuchó a Odín gruñir y de inmediato adivinó que el Inmemorial tuerto había sufrido otra herida. Estaba enfrentándose a una docena de asquerosos y mugrientos vetala.
—No es una humillación huir para vivir y luchar otro día —farfulló Odín en la lengua perdida de Danu Talis.
Tras ellos, apoyada contra la pared, estaba Hel. Se las había arreglado para hacer retroceder a un minotauro peludo con su látigo metálico, pero no antes de que la criatura hiciera un corte profundo en el brazo izquierdo de la Inmemorial con los cuernos.
—Huir no estaría mal —gruñó—, si tuviéramos un lugar donde poder huir, claro está.
Tras darse cuenta de que si permanecían en el patio de entrenamiento al final se abrumarían, los tres Inmemoriales se habían abierto camino hacia los pasadizos de la cárcel. Criaturas sacadas de las pesadillas más horripilantes les habían atacado por todos lados y, a pesar de haber vencido a muchísimas, por cada una que mataban aparecían tres más. Cada bestia era distinta: algunas luchaban con armas, otras con uñas y dientes pero, curiosamente, no se enfrentaban entre sí. Estaban centradas en atacar solo a los tres Inmemoriales.
—Están hambrientas —dijo Hel—. Miradlas: la mayoría son un saco de huesos. Lo más probable es que lleven encerradas en estas celdas meses, sumidas en un sueño profundo. Y ahora, al igual que ocurre con los animales que hibernan, necesitan alimentarse. Por desgracia, nosotros somos lo único que pueden comer.
—Me pregunto por qué no se atacan entre ellas —añadió Marte.
—Deben de estar bajo algún tipo de hechizo vinculante —supuso Odín.
—Creo que es más sencillo que eso —ceceó Hel—. En mi opinión, no pueden verse. Solo pueden vernos a nosotros.
—¡Por supuesto! —exclamó Odín—. Es un embeleso.
Marte hizo trizas a un par de Criaturas de Musgo. Resultaba muy difícil averiguar si eran masculinas o femeninas bajo aquella capa de musgo. Las criaturas se tambalearon por los cortes recibidos en la piel leñosa.
—Si pudiéramos deshacer el hechizo… —empezó.
—… empezarían a atacarse entre sí —prosiguió Hel—. Y eso nos facilitaría mucho el trabajo.
Mientras los Inmemoriales trataban de avanzar por un pasillo repleto de celdas, recibían cortes, golpes y mordiscos que dejaban su piel arañada y herida. Les resultaba muy difícil utilizar sus auras para curarse mientras corrían y luchaban. Y ahora que empezaban a estar cansados, sus auras se desvanecían. Muchas de sus heridas se habían infectado por el veneno que transmitían muchos monstruos a través de los dientes y las garras.
Un cucubuth huracanado se dejó caer de una de las celdas superiores para aterrizar sobre Marte. Clavó sus dientes largos y afilados en la cabeza de Marte y trató de morder las orejas del Inmemorial. Odín cogió a la criatura por la cola, le dio un par de vueltas y la arrojó por los aires al otro extremo del pasillo. El cucubuth se estrelló contra la pared con tal fuerza que rompió las piedras en mil pedazos.
Hel fue invadida por un enjambre de Domovi enastados. Cada criatura era del mismo tamaño que un niño pequeño y estaban cubiertas de pelo de pies a cabeza, a excepción de los ojos. Mordían a la vez que inclinaban las cabezas para cornear a la Inmemorial. Eran unos cuernos cortos pero muy afilados. Marte agarró a un par de Domovi por las piernas y los utilizó como garrotes para deshacerse de los demás. Los dos que sujetaba con las manos se retorcían y pataleaban, gritando y rasgándole las manos, mientras parloteaban un idioma incomprensible.
Odín se colocó frente a frente con los vetala. Tenían el rostro de jóvenes hermosas y muchachos atractivos; sin embargo, su cuerpo parecía un esqueleto y caminaban sobre talones que eran una mezcla de pies humanos y pezuñas de pájaro. Luchaban con sus alas de murciélago, en cuyo extremo había un pequeño dedo en forma de garfio. Los vetala eran bebedores de sangre y, por lo tanto, lucían unos colmillos vampíricos.
—Ojalá tuviera a mis lobos conmigo ahora —murmuró Odín—. Sin duda harían papilla a estas bestias nauseabundas —siseó mientras un ala afilada le rasgaba el brazo desde la muñeca hasta el codo.
Y entonces la espada de Marte partió en dos el ala del vetala que había atacado a su compañero. Acto seguido, el látigo de Hel azotó a otra de las criaturas.
Odín invocó su aura. El aire vibró con ozono y un humillo gris empezó a brotar de su piel. Se concentró en la herida del brazo. La sangre dejó de brotar, pero el corte no cicatrizó.
—Mi aura está casi agotada —murmuró. El Inmemorial se dejó caer sobre la pared, exhausto.
El aura rubí de Hel parpadeó una vez y enseguida perdió intensidad, volviéndose rosa pálido.
—Nada. Algo está consumiendo nuestra energía —concluyó.
De repente, todos los monstruos se estremecieron, pero en lugar de agolparse, comenzaron a retroceder. El minotauro señaló a Hel con una pezuña y, de forma deliberada, se relamió los labios. La Inmemorial le enseñó los colmillos y lanzó su lengua viperina hacia la criatura.
—Están retirándose —anunció Odín. Trató de evocar de nuevo su aura, pero lo único que consiguió fue levantar un mero velo de color gris que le envolvía la piel.
—Me jugaría el pescuezo a que esto no son buenas noticias —dijo Marte justo cuando una sombra apareció en la pared—. Algo se acerca —anunció.
La muchedumbre de monstruos se apartó para ceder el paso a una esfinge, que apareció en el centro. El cuerpo era el de un gigantesco león con las alas de un águila. La cabeza, en cambio, pertenecía a una jovencita que era hermosa hasta que abría la boca y dejaba al descubierto una dentadura afilada e irregular y una lengua de serpiente. La esfinge sonrió y ladeó la cabeza. Su lengua bífida y negra osciló en el aire, como si estuviera saboreándolo.
—Oh, puedo distinguir vuestras auras. Son muy dulces —dijo mientras se lamía los labios. A medida que se iba acercando, sus pezuñas arañaban las piedras del suelo—. He esperado una vida entera para catar los recuerdos de un Inmemorial y, de repente, tres Inmemoriales vienen a mí. ¿Qué maravillas me tenéis reservadas?
—Sabía que algo estaba consumiendo nuestras auras —murmuró Hel.
La esfinge tenía la espeluznante habilidad de nutrirse de cualquier aura y agotar su energía.
—Así que sois Marte, Odín y Hel. Alguna vez mi madre me habló de vosotros. No os tenía mucho aprecio, la verdad. Pero a ti —dijo dirigiéndose solo a Hel—, a ti te tenía un desprecio especial: decía que eras horrorosa.
La Inmemorial soltó una tremenda carcajada.
—¿Y tú crees que yo soy horrorosa?
Hel movió la boca y mostró los colmillos que se clavaban en el labio inferior. En aquel instante parecía un retrato del jabalí que acababa de zamparse para recuperar energía.
—Conocí a tu madre antes y después de la Mutación. Era un ser horrendo antes del proceso de alteración, y permíteme que te diga que no hubo muchos cambios. Tu madre era tan espantosa que incluso los espejos mágicos se negaban a hablar con ella. Tu madre era una criatura tan tremebunda que…
Hel quería continuar su discurso, pero Odín apoyó una mano sobre su brazo y meneó la cabeza.
—¡Basta!
—Pero es cierto —protestó Hel—. Su madre era tan fea que…
—Eres una hija de Equidna —dijo Marte sin alterar el tono de voz. Clavó la punta de su gigantesca espada en el suelo y apoyó los brazos sobre el pomo—. Todos la conocíamos. Fue como de la familia, lo cual te convierte a ti en alguien muy próximo a nosotros —dijo extendiendo un brazo—. Me pregunto si te has posicionado en el bando equivocado.
La esfinge sacudió su hermosa cabeza de humana.
—Estoy en el bando correcto. En el bando ganador.
—Dee ha desaparecido —informó Marte.
—No trabajo para Dee —se apresuró en añadir la esfinge—. Dee es un imbécil, un imbécil muy peligroso. Intentó traicionarnos y fue declarado utlaga. No, yo trabajo para Quetzalcoatl.
—Ten mucho cuidado con él —aconsejó Odín—. No es digno de tu confianza.
—Oh, no sé qué decirte. Me aseguró que podría darme un cuerpo humano —comentó avanzando varios pasos—. ¿Podría hacerlo?
—Seguramente sí —contestó Marte.
—¿Y tú? ¿Podrías hacerlo?
Marte negó con la cabeza.
—¿Y tú, Odín? ¿O tú, Hel? ¿Podríais darme un cuerpo humano?
Hel dijo que no con la cabeza, pero el Inmemorial tuerto comentó:
—Yo no podría ofrecerte ese regalo, pero conozco a varias criaturas que podrían hacerlo. Podría llevarte a un Mundo de Sombras donde podrías desarrollar el cuerpo más perfecto sobre la faz de la tierra e implantar tu conciencia y recuerdos en él.
—Quetzalcoatl me prometió que podía modelar este cuerpo y darle una forma nueva. ¿Es capaz de hacer eso? —exigió saber.
—Probablemente sí —respondió Odín—. ¿Quién sabe qué puede hacer ese monstruo?
—Entonces, ¿por qué estás aquí? —preguntó Marte.
—Vine a custodiar a nuestros grotescos invitados y después para vigilar a Perenelle Flamel. Me prometieron sus recuerdos como honorarios.
—¿Y la Hechicera no escapó? —preguntó Marte con una sonrisa salvaje.
—Consiguió eludirme. Cuando llegue a tierra firme, mi prioridad será encontrarla. Espero que siga viva para ser yo quien la mate con mis propias manos. Además, mantengo la esperanza de que todavía tenga aura suficiente para resucitar y pueda volver a matarla.
—Criaturas mejores que tú han tratado de acabar con ella y han fracasado —intercedió Marte.
—Es una humana. Y todos los humanos son débiles. Consiguió escapar la última vez porque tuvo suerte —dijo la esfinge echando hacia atrás la cabeza para respirar hondamente—. Absorberé vuestras auras y beberé vuestros recuerdos —anunció—. A decir verdad, me pegaré un buen banquete.
—Me aseguraré de evocar mis pensamientos más espeluznantes cuando consumas mi aura —prometió Hel—. Pienso darte una indigestión.
Cuando la esfinge avanzó un paso, el trío de Inmemoriales notó una repentina oleada de calor y, un instante después, toda su energía se evaporó. Las heridas sin importancia empezaron a escocerles de forma agónica y las más graves se reabrieron. Marte se colocó enfrente de los dos Inmemoriales y trató de levantar su espada, pero no podía con el peso del arma. El aire se inundó del hedor a carne quemada y una neblina de color púrpura y carmín empezó a emerger de su piel. Tras él, el aura grisácea de Odín envolvió al Inmemorial y un miasma rubí rodeó la piel moteada de Hel. El olor a ozono se mezcló con la peste de pescado podrido y carne churrascada.
—Huele a barbacoa —protestó la esfinge—. Llevo en esta isla varios meses —continuó mientras chasqueaba las uñas contra el suelo—. Vine hasta Alcatraz porque me prometieron un festín. Los recuerdos y el aura de la Hechicera me fueron negados. Pero vosotros tres me habéis decepcionado sobremanera.
Marte se derrumbó sobre las rodillas y dejó caer la espada sobre las piedras del suelo. Odín se desplomó tras él y quedó tendido sobre el suelo. Tan solo Hel permanecía en pie, y porque había clavado sus largas uñas en las piedras para sujetarse derecha. Aunque el cuerpo de la esfinge era el de un león salvaje, la cabeza era la de un ser humano débil y frágil.
De pronto, la esfinge se detuvo en mitad del pasillo y ladeó la cabeza.
—¿Realmente piensas que puedes hacer eso, Inmemorial? ¿Crees que tienes la fortaleza suficiente como para abalanzarte sobre mí? Perdona, pero te equivocas. ¿Sabes qué? Serás la primera.
Abrió las aletas de la nariz para inspirar profundamente y con su lengua culebrina saboreó el aire.
—Tu acto de rebeldía añadirá un toque picante al banquete.
Hel probó de azotar su látigo, pero apenas consiguió levantarlo del suelo; sabía que no tenía la fuerza suficiente como para golpearlo.
—Muy valiente —dijo la esfinge—, pero también muy insensato. Estás condenada, Inmemorial. Solo un milagro te salvaría en estas circunstancias.
—¿Sabes? —preguntó una nueva voz que retumbó entre las paredes del pasadizo—. Me han llamado muchas cosas a lo largo de mi vida, pero jamás se habían referido a mí como un milagro.
La esfinge se dio media vuelta, siseando.
En el centro del pasillo se distinguía la inconfundible silueta del inmortal norteamericano Billy el Niño.
La esfinge dio un paso hacia Billy.
—Al parecer, me he equivocado al asegurar que tomaría a Hel primero. Todo apunta a que empezaré con un americano como primer plato. Un entrante.
Sin previo aviso, las piernas traseras de la esfinge se doblaron y la criatura saltó con las garras extendidas y el hocico abierto.