Sophie Newman contempló con atención su propio reflejo en el espejo con marco plateado. Durante un breve instante, no se reconoció.
Una serie de recuerdos parpadeaban y danzaban en su mente.
… de una chica con armadura de plata en la cima de una pirámide…
Pestañeó y se produjo una rápida sucesión de imágenes de chicas y jovencitas de cada época de la historia, vestidas con ropajes distintos, algunas librando batallas, otras en campos o en aulas de escuela, en cuevas y castillos, en tiendas de campaña o en estepas azotadas por el viento…
Y si bien cada rostro era distinto, todas tenían dos rasgos comunes: tenían el cabello rubio y los ojos azules.
Sophie alargó el brazo y rozó el cristal. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba observando la línea de sus antecesores a lo largo de miles de años y cientos de generaciones. Sin embargo, ¿ella era la primera… o la última de la línea familiar?
Había encontrado la armadura de plata al regresar a su habitación. Estaba extendida sobre la colcha de la cama como si de un rompecabezas metálico y tridimensional se tratara. La muchacha se sentó a los pies de la cama y observó la armadura. Se quedó cavilando. No sabía si debía ponérsela o dejarla en aquel palacio.
Al final, y por razones que no acababa de comprender, decidió vestirse con aquella armadura, poniéndose cada pieza con suma delicadeza.
La jovencita que la había contemplado desde el cristal del espejo vestía una armadura plateada semitransparente que estaba moldeada siguiendo la figura de su cuerpo. Se ajustaba a ella a la perfección, como si alguien la hubiera fabricado exclusivamente para ella y para nadie más. La armadura no mostraba florituras ni ornamentación alguna, sino que había sido pulida hasta cobrar un brillo de espejo. A través del metal se podía apreciar la camisa de cota de malla que llevaba debajo. Parecía tener el mismo tacto suave y agradable que la seda. La joven iba ataviada con unas botas de gamuza plateadas que le llegaban hasta las rodillas y que estaban recubiertas de púas afiladas en la punta. Además, los guantes plateados de la armadura lucían unas uñas largas y afiladas que fácilmente podían confundirse con zarpas de algún animal salvaje. A Sophie no le convencían los guantes. Atadas a la espalda, Sophie tenía dos vainas plateadas vacías y, a pesar de haber revuelto toda la habitación y el armario, no había encontrado ninguna espada en ningún lado.
De repente, alguien llamó a la puerta.
—Soy yo —anunció Josh.
—Está abierta —respondió Sophie.
Josh entró en la habitación ataviado con una armadura casi idéntica. La suya era dorada, al igual que el chaleco de cota de malla que llevaba debajo. Sonreía de oreja a oreja y los ojos le centelleaban de emoción.
—¿Te imaginabas que tendríamos estas armaduras? —preguntó mientras abría y cerraba las manos, flexionando los dedos. El metal susurraba como la seda—. Es de metal, pero también de cristal. Una especie de cerámica, o algo parecido. Tiene que tratarse de alta tecnología.
Sophie miró a su hermano a través del espejo.
—¿Te va bien?
—Como un guante —respondió, convencido—. ¿Crees que las diseñaron para nosotros?
Su hermana dijo que sí con la cabeza. No le cabía la menor duda.
—Especialmente para nosotros.
Josh se dio la vuelta con suma lentitud.
—¿Qué opinas? Genial, ¿no?
Sophie esbozó una triste sonrisa.
—Sí, genial. ¿Has tenido algún problema para ponértela? —quiso saber.
El muchacho negó con la cabeza.
—¿Sabes? Estaba pensando justo en eso. Fue un poco raro. En cierto modo, era como si la hubiera llevado toda mi vida. Sabía dónde iba cada hebilla, cada gancho, dónde debía atar todas las correas. En resumen, pan comido.
Sophie asintió.
—A mí me ha ocurrido la mismo —dijo dando una suave palmadita en el hombro de su hermano, justo donde colgaban las vainas vacías—. Por lo visto, no confían lo bastante en nosotros como para darnos la pieza final de la armadura.
—Apostaría que esas fundas pertenecen a las cuatro Espadas de Poder. Dos para ti y dos para mí.
—Me pregunto qué pareja te pertenecería a ti —murmuró Sophie. Sin embargo, en alguno de los rincones más profundos de su conciencia, conocía la respuesta—. Dee utilizó esas espadas para crear la línea telúrica en Alcatraz.
De pronto, Josh se quedó inmóvil.
—¿Crees que las espadas se deslizaron por la línea con nosotros? No recuerdo haberlas visto.
—Yo sí —interpuso Sophie—. Cuando salté después de ti, las cuatro espadas se cayeron por el agujero. Cuando abrí los ojos, volví a verlas. Al principio creí que eran palos metálicos oxidados, pero segundos más tarde, Osiris las recogió del suelo, justo antes de marcharnos. Fue entonces cuando me di cuenta de que eran importantes.
—¿Y qué ocurre ahora? —preguntó Josh.
Sophie cogió a su hermano por el brazo y le arrastró hasta la pared de cristal. Empujó la puerta corredera y la muchacha salió al jardín. El aire perfumado estaba manchado por el hedor a huevo podrido y azufre que emanaba el volcán y unas diminutas motas de polvo negro y cenizas danzaban en el aire. El jardín trasero estaba desierto y la jovencita guio a su hermano hasta una fuente donde un mamut tallado escupía agua hacia el aire por la trompa. El sonido tintineante del agua creaba un zumbido melódico muy agradable.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró algo alarmada—. Cada vez que recuerdo todo lo que ha pasado me pongo enferma. Esa gente… —dijo señalando con la mano hacia la casa—. Esa gente… En fin, no estoy muy segura de que sean nuestros padres. Son muy distintos.
—Es que son distintos —acordó Josh—. Durante un momento he llegado a pensar que ese par había secuestrado a nuestros padres para hacerse pasar por ellos, como en La invasión de los ladrones de cuerpos.
—¿Y ahora? —preguntó Sophie.
—Creo que son las mismas personas que nos criaron. Son idénticos a ellos, caminan y hablan igual que papá y mamá e incluso tienen los mismos gestos. Pero no son las personas que conocemos.
—En absoluto —recalcó Sophie.
—Y es evidente que, ahora que nos tienen aquí, bajo su control, han dejado de actuar. Les estamos viendo tal y como realmente son —opinó Josh. El joven sumergió el guante en el agua de la fuente y observó cómo el agua se teñía de color dorado. De repente, el aire empezó a oler a cítrico—. ¡Fíjate! ¡Es zumo de naranja!
—Josh. ¡Céntrate!
—Hablas igual que mamá, o Isis, o sea cual sea su nombre. Son diferentes —insistió el joven—. Pero déjame que te diga una cosa: cuando venían a casa, siempre se comportaban de un modo un tanto extraño. No eran padres normales y corrientes, como los demás.
Sophie asintió con la cabeza.
—De hecho, no sé muy bien cómo son los padres normales —añadió.
—Piénsalo. Nunca nos alentaron a tener amigos. Jamás vino alguien a dormir a casa y bajo ningún concepto nos permitían quedarnos a dormir a casa de alguien. Además, nunca nos dejaron apuntarnos a salidas de campo.
—Y cambiamos de escuela constantemente —susurró Sophie—. Nos aislaron.
—Exactamente.
—Pero sí hemos tenido amigos.
—Amigos casuales, jamás un mejor amigo. Vamos a ver, ¿quién es tu mejor amiga? —preguntó Josh con mirada desafiante.
—Bueno, está Elle…
—Que vive en Nueva York y a quien no ves… ¿desde cuándo?
Sophie asintió.
—Desde hace mucho tiempo.
—No hemos disfrutado de una infancia normal —continuó Josh—. Papá. Osiris. Oh, voy a llamarle Osiris y punto a partir de ahora. Osiris tiene razón: nos enseñaron cosas maravillosas. Y no me malinterpretes. Algunas de ellas fueron divertidas. Pero ¿de veras crees que visitar un antiguo emplazamiento arqueológico es una excursión familiar normal? El año que me empeñé en ir a Disneyland, al final acabamos en Machu Picchu.
—Donde pisaste una…
—Ya lo sé. Aprendimos historia, arqueología; nos enseñaron lenguas antiguas; nos llevaron a museos para observar espadas y armaduras… —El joven tamborileó sus dedos metálicos sobre el pecho—. Cuando he mirado la armadura esta mañana, no sé, me ha parecido muy familiar. ¿Cuántos mellizos de dieciséis años…?
—Quince y medio —corrigió Sophie.
—¿Cuántos mellizos de quince años y medio sabrían que se trata de una armadura de estilo gótico de finales del siglo XV?
Sophie soltó una carcajada.
—No tenía la menor idea.
—Pues yo sí.
—Eres un poco pazguato —le recordó.
—¿Cómo se denominan las botas que llevas? —preguntó.
—Sabatons —respondió la joven de inmediato.
Josh sonrió.
—Oh, estoy convencido de que cualquier adolescente de quince años y medio conoce ese término. Apuesto a que tu estilosa amiga Elle tiene un par de ellas en el armario.
Sophie volvió a reírse.
—Las habría encontrado en una tienda del Village.
—Y te habría enviado un larguísimo correo electrónico…
—Con fotografías…
—Con fotografías de los zapatos, la tienda y el café y el panecillo que se había tomado al salir.
De pronto, los hermanos escucharon un zumbido e, instantes más tarde, una vímana apareció sobrevolando la casa. En un abrir y cerrar de ojos, la aeronave desapareció. Los mellizos lograron atisbar la imagen de Osiris en los mandos de la nave y las risas se desvanecieron.
—Han estado preparándonos —dijo Sophie—. Instruyéndonos. Así que dime, ¿qué hacemos?
—Lo que consideremos correcto —respondió Josh.
—¿Correcto para quién? ¿Para nosotros, para ellos?
—Siempre que dudemos, sigamos lo que nos dicte nuestro corazón. Las palabras pueden ser falsas, las imágenes y sonidos pueden manipularse. Pero esto… —dijo dando un suave golpe sobre su corazón— siempre nos dirá la verdad.
Sophie le miró con sorpresa y admiración.
—Alguien me lo dijo una vez —añadió enseguida con las mejillas algo sonrojadas.
—¿Flamel? —sugirió la joven.
—Dee.
De pronto, se abrió la puerta corrediza de cristal. Eran Isis y Osiris. Iban vestidos con una armadura de cerámica blanca y cada uno llevaba dos espadas, una en cada mano.
—Parecen dos personajes recién salidos de La Guerra de las Galaxias —murmuró Josh. Y entonces empezó a tararear la banda sonora de la película.
Su hermana se mordió el labio y le dio una suave patada para llamarle la atención. Algo le indicaba que esas risas empeorarían la situación.
Isis y Osiris avanzaron hasta los mellizos. Isis se colocó delante de Josh y Osiris enfrente de Sophie.
—Estáis espléndidos —anunció Isis—. Daréis una impresión maravillosa.
—Tenéis el aspecto de grandes gobernantes —añadió Osiris—. Y todo gobernante necesita una espada, un símbolo de autoridad y poder. Y lo más apropiado es que los mellizos de leyenda empuñen dos espadas, dos armas mellizas.
Isis alzó las dos espadas que sostenía. Eran casi idénticas; los detalles de las empuñaduras de cuero diferían de una forma muy sutil. Cada espada medía alrededor de cincuenta centímetros de largo y estaban esculpidas de una sola pieza de piedra gris.
—Estas espadas son antiguas, más antiguas que los Inmemoriales, los Arcontes e incluso que los Ancestrales. Se dice que fueron talladas por los mismísimos Señores de la Tierra, aunque tengo mis dudas, pues aquellas criaturas trabajaban materiales algo distintos. Estas espadas han recibido multitud de nombres a lo largo de los milenios y han sido empuñadas por emperadores y reyes, caballeros y guerreros sin honor. Pero siempre te han pertenecido a ti, Josh. —Isis alzó ambas espadas y el sol iluminó el brillante filo de piedra—. Esta es Clarent, la Espada del Fuego, y esta es su melliza, Excalibur, la Espada del Hielo.
Isis se desplazó hasta colocarse detrás de Josh y deslizó ambas espadas en las vainas vacías que cargaba el joven en la espalda: Clarent en la funda izquierda y Excalibur en la derecha.
—Y tú, Sophie, tendrás a Durendal, la Espada del Aire, y a Joyeuse, la Espada de la Tierra —anunció Osiris mientras guardaba las dos espadas en las vainas plateadas de la jovencita—. Son las armas que han empuñado los grandes gobernantes de Danu Talis durante generaciones. Ahora, te pertenecen solo a ti.
Isis y Osiris retrocedieron un paso.
—He soñado con este momento durante milenios —musitó Isis—. El momento en que los mellizos de la leyenda estarían frente a nosotros con la armadura de los Señores de Danu Talis.
—Vamos —dijo Osiris—, reclamemos vuestro derecho de nacimiento.