Oh, detesto los troles —protestó Perenelle.
La criatura que andaba torpemente por el estrecho pasadizo empedrado tenía el mismo aspecto que un humano primitivo. Bajita y regordeta, la bestia tenía rasgos salvajes y su cuerpo estaba recubierto de cabello rojo y grasiento que apenas podía distinguirse de la piel mugrienta. Empuñaba una espada tallada de la tibia de un animal que se extinguió mucho antes de que los dinosaurios habitaran el planeta. Los ojos de la criatura eran del mismo color que la nieve sucia y, cuando sonreía, su dentadura afilada resultaba espeluznante.
—¿Esa cosa acaba de lamerse los labios? —preguntó la Hechicera con un gesto de repugnancia.
—Cena —farfulló el trol con voz clara. Se intuía un acento, pero Perenelle no conseguía adivinarlo.
—Casi nunca viajan solos… —empezó Nicolas.
Se escucharon unos chasquidos y rasguños, como zarpas escarbando en el suelo, y entonces dos criaturas más aparecieron de entre la niebla. Una era inconfundiblemente femenina, pues llevaba el pelo alborotado atado en dos trenzas. Incluso mezclado con el aroma del mar y el perfume húmedo de la niebla, el hedor que desprendían aquellas bestias resultaba abrumador.
—No somos troles —dijo una de las criaturas con cara de asco—. Los troles son bestias asquerosas. Somos Fir Dearg —anunció con orgullo.
—Bueno, técnicamente, nosotros somos Fir Dearg —corrigió uno de sus acompañantes—. Somos machos. Y tú eres Mna Dearg. Hembra.
Tras un suspiro de desesperación, la Hechicera apuntó al trío de bestias con el tridente de piedra y las convirtió en gárgolas en un segundo.
—Al menos los troles solo quieren comerte y no aburrirte con tanta charla.
—Podría haber sido peor —opinó Nicolas.
Se acercó a las criaturas inmovilizadas y rozó a una, a la hembra, al pasar junto a ella. Unos ojos amarillentos le observaban a través de la piedra.
—Podríamos habernos topado con leprechauns.
Perenelle se estremeció.
—Sabes que odio a los leprechauns por encima de cualquier otra criatura.
Avanzando con suma cautela, el Alquimista y la Hechicera siguieron el estrecho pasillo que rodeaba la isla hasta el muelle. Podían escuchar a las Nereidas siguiéndoles la pista, salpicando entre las olas, justo a su derecha.
—Dee no tiene un pelo de tonto —dijo Nicolas.
El Alquimista se detuvo cuando llegaron al embarcadero donde los barcos de turistas solían amarrar tiempo atrás, y se volvió para echar un vistazo al muelle vacío.
—Reunió a todas estas criaturas en la isla…
De pronto, un jovenzuelo con cara de ratón apareció de la oscuridad nocturna y corrió en dirección al Alquimista, con los dedos doblados imitando garras. Perenelle se dio media vuelta en un movimiento ágil y le pisó la cola, frenando así la embestida de la criatura. El hombrerata rodeó a la Hechicera y esta repitió el mismo hechizo que acababa de utilizar para convertirlo en piedra sólida. La bestia quedó atrapada en un bloque de roca con un ojo abierto y el otro cerrado.
Sin alterarse siquiera, Nicolas continuó con su exposición.
—Tiene que existir un plan para llevar a las criaturas hasta tierra firme.
—La única forma de llegar y salir de la isla es por agua —apuntó su esposa—. Es posible que ese plan se haya alterado, o que los acontecimientos se hayan sucedido tan rápidamente que Dee no haya podido adaptarse a la nueva escala de tiempo. Recuerda que, en un principio, los Oscuros Inmemoriales no estaban destinados a regresar al Mundo de Sombras terrestre hasta Litha. Y para eso aún faltan dos semanas.
—Estoy convencido de que el doctor tenía un plan de contingencia, o varios. Ha debido tardar meses en traer a todas estas criaturas hasta aquí. Pero ¿cómo? En la isla no hay líneas telúricas.
Perenelle asintió.
—Y, además, no hemos notado un uso excesivo de poder. Sin duda, tuvo que ser por barco.
—Porque, tal y como has dicho, es la única forma de llegar y salir de esta maldita isla —murmuró Nicolas mientras le daba vueltas al asunto—. Envió al Lotan a la orilla para que arrasara las calles de la ciudad. Así, atraería la atención de todo el mundo y nos tendría entretenidos. Apuesto a que, al mismo tiempo, estaba programada la salida de un barco cargado de criaturas con destino a Alcatraz para unirse a la fiesta.
—Y ahora que Dee ha desaparecido, ¿la Serpiente Emplumada está a cargo de la operación?
—O Bastet —sugirió Flamel—. Sabemos de buena tinta que Dee ha prestado sus servicios a ambos Inmemoriales.
—No me extrañaría que Dee trabajara con Quetzalcoatl. La Serpiente Emplumada vive aquí, bueno, bastante cerca —dijo Perenelle—. Y no olvidemos que, cuando estuve atrapada en la isla, Areop-Enap sufrió un ataque de moscas asesinas. Es más que probable que Quetzalcoatl fuera el cerebro de esa acción.
—Entonces imaginemos que Quetzalcoatl mandó un barco hacia aquí —empezó Nicolas—. Sin embargo, no hemos visto nada de camino hacia aquí. Ningún barco, bote o embarcación.
—Existe otra alternativa —añadió Perenelle.
Nicolas se quedó pensativo mirando a su mujer.
—A menos que ya esté aquí —adivinó.
—Pero ¿cómo puede ser? —preguntó Perenelle algo alarmada—. No hay muchos muelles donde amarrar un barco en Alcatraz.
De repente, Nicolas cogió a su esposa por la mano y la guio hacia un pequeño atril situado en frente de la librería que contenía un mapa detallado de la isla. La superficie de plástico estaba cubierta de rocío y el Alquimista pasó la mano para limpiarla. Bajo la lámina de plástico había un mapa de la isla con todos los edificios pintados de color gris y numerados en rojo. Sobre la imagen, con tinta negra y roja, había una pequeña explicación de los números.
—Estamos en el embarcadero —anunció Nicolas apuntando a la parte inferior derecha del mapa. El número dos estaba escrito junto a un punto rojo donde se podía leer «Estás aquí».
Perenelle recorrió la orilla de la isla con el dedo, dejando atrás la torre del guardia, el cuartel y el taller eléctrico.
—¿Qué es el número seis? —quiso saber—. Parece un edificio importante.
Nicolas comprobó la descripción.
—El seis es North Road. Según el mapa es Prison Industries.
—Fíjate en el Almacén de la Intendencia —comentó—. Es un edificio grande, cerca del agua y situado junto al centro neurálgico de la cárcel. Se podría navegar hasta aquí y, con esta niebla, nadie distinguiría la embarcación.
—¿A qué distancia está?
—Nicolas, estamos en Alcatraz. Está a diez minutos a pie.
—¿Con esta niebla? —preguntó algo dubitativo.
—Tienes razón —dijo ello poniendo los ojos en blanco—. Quizá tardemos quince.