Virginia Dare se hallaba en el corazón de una enorme plaza de mercado. Justo enfrente se alzaba un edificio espectacular con forma de pirámide rodeado y protegido por unos muros que, a simple vista, parecían infranqueables. La inmortal supuso que debía de tratarse de un barracón del ejército o de una cárcel. Al final se decidió por la prisión, a juzgar por los guardias con cabeza de chacal que se paseaban por el interior. La muralla estaba vigilada por una línea infinita de anpu, y aún había más de esas criaturas custodiando las puertas de piedra sólida. Tras el muro, la pirámide lucía una cima plana, parecida a las edificaciones que había visto en Sudamérica. Unos peldaños estrechos y empinados conducían hacia la parte superior de la estructura. Le llamaron la atención los últimos peldaños de la pirámide y no pudo evitar sentir repugnancia e indignación al percatarse de que los escalones estaban llenos de manchas oscuras.
De repente, la inmortal notó una corriente de electricidad estática por la piel. Los mismos instintos que la habían mantenido viva y fuera de peligro durante siglos ahora vibraban por todo su cuerpo, advirtiéndole así que algo estaba a punto de suceder. Palpándose el vestido de lino blanco, notó la flauta, cálida y a buen recaudo en su funda. Una chispa saltó de la madera y, tras atravesar la tela de la bolsa, le rozó el dedo.
Virginia estaba deslizándose hacia el centro de la plaza, para alejarse de la muralla, las estatuas y el gentío, y ya estaba agachada, con las manos apoyadas sobre el suelo, cuando el terremoto sacudió la ciudad.
El suelo vibró con tal fuerza que de inmediato se formó una espiral de polvo que se elevó hacia el cielo. La muchedumbre que la rodeaba chilló a pleno pulmón al unísono, como si de una exhalación se tratara. Sin duda, era el sonido del terror. La reacción de la gente desconcertó a la inmortal americana. No había sido un temblor catastrófico y, de hecho, no había muchos destrozos. Tan solo las piezas de fruta, que los comerciantes habían colocado con sumo cuidado y delicadeza en sus tenderetes, se habían desparramado por el suelo. Echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que toda la plaza se había girado hacia un mismo lugar: el volcán que dominaba la isla. Salía humo blanquecino hacia el cielo y, justo cuando Virginia desvió la mirada hacia el volcán, una columna de humo negro emergió de la boca del volcán hacia el cielo.
Hubo un segundo temblor y las nubes que cubrían el volcán se tiñeron de gris oscuro. El nubarrón empezó a allanarse y a extenderse por la cima del volcán pero enseguida se disipó.
En el silencio más absoluto que siguió al seísmo, Virginia escuchó una risa aguda, casi histérica; y entonces, de forma inesperada, todos los sonidos de la metrópolis volvieron a oírse. La multitud de la plaza se dirigió en tropel hacia las puertas de la cárcel y alguien empezó a canturrear:
—Aten… Aten… Aten…
Muerta de curiosidad, Virginia se hizo a un lado y se apartó de la muchedumbre, que no dejaba de aglomerarse junto a la puerta. Parecían personas normales y corrientes, simples habitantes de Danu Talis, bajitos, con la tez bronceada y el pelo oscuro. Nadie mostraba signos de riqueza. Muchos iban descalzos y ninguno lucía joyas u ornamentaciones. La inmensa mayoría llevaba la ropa habitual de la isla, vestidos o túnicas sencillas de color blanco, aunque algunos de los vendedores del mercado también llevaban mandiles de cuero. Casi todo el mundo se cubría la cabeza con un sombrero de paja de forma cónica que les protegía del sol. Mirando a su alrededor, Virginia se percató de que no había ningún híbrido de humano y animal entre el gentío; sin embargo, ninguno de los guardias era enteramente humano. La mayoría era anpu con cabeza de chacal, pero también distinguió a otras criaturas que tenían cuernos y parecían tener la cabeza de un toro o un jabalí.
De pronto, una de las descomunales puertas de la cárcel se abrió y apareció una docena de enormes anpu. Ataviados con una armadura negra, los guardias cargaron. Con la ayuda de una caña de bambú, se abrieron paso entre la multitud, alejándola con fuertes latigazos.
Un jovencito vestido con una túnica sucia y desaliñada, al cual Virginia no echaba más de trece años, arrojó un puñado de fruta podrida. Las piezas de fruta volaron por los aires hasta aterrizar sobre el pecho de un anpu. La muchedumbre explotó en aplausos. De inmediato, una tropa de guardias se inmiscuyó entre el cúmulo de gente y agarró al muchacho. Le alzaron del suelo y le arrastraron de nuevo hasta el interior de la cárcel, mientras el joven chillaba y pataleaba. Una mujer consternada y desconsolada salió disparada tras ellos. Obviamente les estaba rogando que dejaran al crío en paz. Uno de los guardias se dio media vuelta, levantó su caña de bambú y mostró los dientes. La pobre mujer se echó atrás, aterrorizada.
—Oh, no vas a salirte con la tuya —murmuró Virginia. Acercó la mano a la flauta de madera que llevaba junto al pecho y empezó a avanzar.
—No puedes luchar contra todos.
La inmortal se dio media vuelta en un abrir y cerrar de ojos. Estaba frente a un jovencito muy alto envuelto en una túnica larga y blanca. La parte inferior de la túnica estaba doblada y le cruzaba el hombro izquierdo, ocultando así la parte inferior de su rostro. Además, el extraño desconocido también llevaba un gigantesco sombrero de paja para ensombrecer parte de su cara. Sin embargo, Virginia percibió una mirada azul y brillante.
—No tengo por qué enfrentarme a todos —espetó—. Solo a esos matones.
—Hay otros mil más en el interior del fuerte. Y diez mil más esparcidos por toda la ciudad. ¿De veras quieres luchar contra tal ejército de criaturas?
—Sí, si no tengo más opción —dijo la inmortal volviéndose hacia la cárcel.
Un grupo de anpu había rodeado a un puñado de pueblerinos de forma indiscriminada, escogiendo tanto a hombres, mujeres, niños y ancianos de entre la multitud, y en ese instante les estaban arrastrando hacia la prisión. Distinguió al jovencito que inició la revuelta. Seguía retorciéndose entre los brazos de un descomunal anpu. El muchacho gritaba un nombre una y otra vez. Virginia se mordió el labio mientras observaba a la madre del chico llevarse las manos a los oídos y desplomarse sobre el empedrado. El guarda levantó al chiquillo del suelo con una mano y, justo antes de que las puertas se cerraran de golpe, el muchacho dejó de forcejear y chilló a pleno pulmón el nombre de Aten. La muchedumbre rugió el nombre varias veces.
—¿Qué le ocurrirá? —preguntó Virginia al hombre misterioso.
—Si tiene suerte, será sentenciado a trabajar en las minas o a formar parte de los esclavos que construyen las pirámides de los Inmemoriales.
—¿Y si no tiene esa suerte? —añadió. Y entonces, se quedó paralizada, pues hasta ese instante no se había dado cuenta de que el tipo se estaba dirigiendo a ella en inglés. La inmortal se dio media vuelta para ponerse frente a él.
—Si no es tan afortunado, le enviarán a uno de los Mundos de Sombras como esclavo. Es una sentencia de por vida. Algunos prefieren esa sentencia a la alternativa.
—¿Y cuál es?
—Ser arrojado al volcán.
—¿Por qué motivo? —preguntó—. ¿Por lanzar una pieza de fruta?
—Todos los castigos son inmerecidos y exagerados. Están diseñados para mantener a los humanos bajo control. Así es como unos pocos pueden controlar a una gran masa. Con miedo.
—La humanidad debería sublevarse —comentó Virginia.
—Es cierto.
—Supongo que Isis y Osiris te han enviado para encontrarme.
—Te equivocas.
La inmortal inspeccionó al desconocido.
—Me conoces, ¿verdad?
El tipo sonrió.
—Te conozco, Virginia Dare —confirmó—. Y si miras por encima de mi hombro, verás a alguien que también te conoce.
La inmortal desvió la mirada y siguió las indicaciones del extraño. Apoyado contra la pared de un callejón y sujetándose sobre un palo roto, estaba el doctor John Dee. El Mago levantó el sombrero de paja a modo de saludo.
—Ve con él y esperadme. Me reuniré con vosotros enseguida.
Virginia alargó la mano para tocar el brazo del tipo, pero una media luna metálica le rodeó la cintura.
—Permíteme un consejo: no me toques —susurró con frialdad. Unas astillas de fuego amarillento se arrastraron por el filo de la hoz y la inmortal sintió que la flauta desprendía un calor casi insoportable.
—Pensé que habías muerto —saludó.
—Eres realmente encantadora. He estado a punto de abandonar este mundo.
Sacudiendo la cabeza, miró al Mago de pies a cabeza.
—Debería haber imaginado que serías difícil de matar.
—Apuesto a que no te has acordado de mí en ningún momento —dijo con una sonrisa de agotamiento.
—Puede que una o dos veces —admitió con cariño—. Tenía la esperanza de que hubieras fallecido rápidamente, y temía que hubieras sufrido una muerte lenta.
—¿Es preocupación eso que oigo? —bromeó.
—Pero has envejecido —apuntó la inmortal, evitando así responder la pregunta del Mago.
—Podría ser peor, créeme. Y sigo estando aquí.
Virginia Dare asintió.
—Intuyo que Isis y Osiris no se han encargado de renovar tu juventud.
—Tienes toda la razón.
—¿Ha sido ese tipo?
Dee dijo que sí con la cabeza.
—Marethyu, el tipo de la guadaña.
El nombre estremeció a la salvaje inmortal.
—La Muerte —murmuró.
—Quien me ha devuelto la vida —apuntó Dee—. En qué mundo tan paradójico vivimos. Hubo un tiempo en que uno sabía quiénes eran sus amigos, en quién podía confiar.
—Nunca has tenido amigos —le recordó Virginia.
—Cierto. Ahora el mundo está patas arriba.
Virginia Dare se dio media vuelta para echar un vistazo a la multitud que pululaba por la plaza. El tipo con la mirada azul brillante había desaparecido. Y entonces distinguió a la mujer que había perdido a su hijo. Había una niña, de unos tres o cuatro años de edad, que tiraba de la falda de la mujer.
—¿Dónde está Marethyu?
—Ha ido a visitar a alguien en la cárcel.
Dare se volvió hacia Dee.
—Esta cárcel no parece de esas que permiten horas de visita.
—No creo que eso le importe mucho, la verdad —se rio el Mago—. Ha ido a ver a Aten.
—He escuchado a mucha gente gritar su nombre. ¿Quién es?
—Aten era el Señor de Danu Talis —explicó John Dee—. Inmemorial, pero comprensivo y amable con los humanos. Ahora Aten está detenido y espera sentencia.
—Doctor —interrumpió Virginia—, ¿querrías decirme qué está ocurriendo?
—Ojalá lo supiera —contestó Dee con una débil sonrisa—. Lo único que sé con exactitud es que he pasado siglos tramando y trazando intrigas y conspiraciones. Siempre me he considerado un tipo listo, espabilado, pues diseñaba planes que tardarían años o incluso décadas en dar sus frutos. Lo que no podía imaginarme es que formaba parte de algo mucho más grande, ideado por criaturas que jamás han sido humanas y cuyos planes han abarcado milenios. Hoy he aprendido que todo lo que he hecho ya estaba establecido o permitido de antemano. Solo se me permitía hacer aquello que entrara dentro de sus planes —finalizó con una nota de indignación en su voz.
—Es una pena —balbuceó Virginia—, aunque no siento ni una pizca de compasión por ti.
—Oh, pero tú tampoco te libras. ¿Cómo te sentirías si te dijera que también formas parte de este extraordinario plan? Como he dicho, abarca milenios.
Virginia observó con detenimiento al Mago, cuyos ojos brillaban en la penumbra del callejón. Nunca antes se había fijado, pero John Dee tenía los ojos del mismo color que los suyos. Entonces frunció el ceño, recordando y recopilando acontecimientos. Maquiavelo también tenía los ojos de ese color grisáceo.
—¿Parte de un plan?
—Hace un rato he podido charlar con un Inmemorial que, de forma lenta y gradual, se está convirtiendo en una estatua de oro sólido —dijo Dee. El Mago sacó un objeto rectangular envuelto en una hoja de palmera y se lo entregó—. Me pidió que te diera esto.
Virginia giró el objeto varias veces.
—¿Qué es? —preguntó.
—Me dijo que era un mensaje.
—¿Para mí?
Dee afirmó con la cabeza.
—Para ti.
—Eso es imposible. ¿Cómo sabía que iba a estar aquí?
—¿Y cómo sabía que yo iba a estar aquí? —repitió Dee—. Porque así lo tenía planeado. Él y Marethyu lo planearon absolutamente todo.
—¿Planeado el qué?
—Oh, Virginia, nada más y nada menos que la destrucción del mundo.