De repente, en la quietud de la noche se escuchó un extraño ladrido, un sonido que fácilmente podía confundirse con una tos áspera.
—¿Perros? —preguntó Perenelle.
—¿No te parecen focas? —propuso Nicolas.
Repentinamente, una bandada de gaviotas empezó a revolotear por el cielo como destellos fantasmagóricos entre la niebla, graznando y gritando.
—Algo va mal. Las gaviotas no suelen chillar por la noche —advirtió Nicolas. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y respiró hondamente—. Es muy raro. No percibo ningún olor nuevo.
Se oyeron más ladridos, esta vez de sabuesos. La densa niebla amortiguó el sonido hasta silenciarlo.
—¡Oh, no! —exclamó Nicolas.
Sin previo aviso, cogió a su esposa de la mano en el mismo instante en que el muelle comenzó a balancearse y vibrar. Las sillas metálicas sobre las que estaban sentados temblaban y repiqueteaban sobre las baldosas de piedra.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Perenelle una vez remitió el temblor—. ¿Inmemorial? ¿Arconte?
—Un terremoto —contestó Nicolas, a quien le costaba respirar—. Quizá un cuatro en la escala de Richter. Y ha ocurrido cerca, muy, muy cerca.
—¿Quién crees que lo ha provocado? —cuestionó la Hechicera—. Si los Oscuros Inmemoriales tienen acceso a ese tipo de poder, entonces estamos metidos en un buen lío. Pueden destruir esta ciudad sin tener que arrastrar ni una sola de las criaturas de Alcatraz hasta tierra firme —dijo con el ceño fruncido—. ¿Por qué no habrán utilizado ese truco antes?
El Alquimista sacudió la cabeza.
—Lo más probable es que se trate de un terremoto natural —comentó—. ¿Recuerdas qué ocurrió cuando luchaste contra Maquiavelo en el Monte Etna? Estoy convencido de que el terremoto ha estallado por la concentración de energías en la ciudad —explicó. Se frotó las manos y unas chispas verdes iluminaron el aire—. Fíjate en esto. El aire está repleto de auras. Sabemos que Bastet está ahí fuera, en algún lado. Y Quetzalcoatl, también. Prometeo y Niten se dirigen sin contemplaciones a una batalla donde se enfrentarán con los guerreros espartoi, y no sé si los Drakon tienen auras. Marte, Odín, Hel, Billy, Maquiavelo y puede que Black Hawk están en la isla.
Se pasó la mano por la cabeza, acariciándose el pelo rapado, pensativo. Un hilillo de electricidad estática se consumió sobre su cuero cabelludo, rociando sus hombros con una serie de chispas que parecían fuegos artificiales.
—Es otra de las razones que explica por qué los Inmemoriales nunca se reúnen en masa en tiempos modernos.
Perenelle se lamió los labios y asintió.
—Puedo saborear el poder en el aire.
Un segundo temblor que duró diez segundos sacudió las calles de San Francisco.
—Una réplica —suspiró Nicolas—. Imagino que la última vez que tantas auras se congregaron a tal proximidad fue en Danu Talis.
—Si alguien consigue llegar para ayudarnos, sus auras se añadirán a este cúmulo de energía y es más que probable que se suceda un terremoto más destructivo. Tenemos que llegar hasta la isla y acabar con esto de una vez.
Tomó la mano de su marido y le arrastró hacia el muelle, hacia el agua.
—En cuanto utilicemos nuestra aura —dijo—, revelaremos nuestra ubicación a todo aquel que merodee por aquí cerca. Y empezaremos a envejecer. Si cualquier cosa o criatura nos hace perder tiempo mientras tratamos de cruzar la bahía, nos arriesgamos a morir de viejos antes de alcanzar Alcatraz.
Perenelle y Nicolas pasaron a toda prisa junto al acuario de la bahía. Escuchaban el murmullo del mar a su izquierda, golpeando con fuerza los pilotes de madera. Los dos sabían que había multitud de barcos atracados en el amarradero que la niebla imposibilitaba vislumbrar con claridad. El matrimonio escuchaba cascos de barcos chocando y rasgando la madera. Un mástil apareció justo ante ellos y Perenelle y Nicolas descubrieron que estaban en el borde del embarcadero. La niebla brotaba del agua como vaho.
—¿Te acuerdas de cómo hacerlo? —preguntó Nicolas con una cauta sonrisa.
—Por supuesto —contestó una sonriente Perenelle—. Es un sencillo hechizo de transmutación. Solíamos hacerlo para… —Las palabras de la Hechicera se quedaron atrapadas en su garganta y, de inmediato, su sonrisa se borró.
—Solíamos ponerlo en práctica para divertir a los niños —finalizó Nicolas.
Abrazó a su esposa y la estrechó con fuerza, sintiendo su cabellera húmeda contra el rostro.
—Hicimos lo que creímos más correcto —añadió enseguida—, y jamás aceptaré que nos equivocamos.
—Protegimos el Libro —farfulló su esposa.
Durante siglos, Nicolas y Perenelle habían estado buscando a los mellizos de la leyenda. Cada vez que hallaban una pareja Oro y Plata, trataban de Despertarlos, pero ninguno de los que logró sobrevivir recuperó la cordura tras tal proceso. Hasta que conocieron a Sophie y Josh.
—Cuántas vidas perdidas —susurró Perenelle.
—Cuántas vidas salvadas —agregó el Alquimista enseguida—. Protegimos el Libro de Dee. ¿Te imaginas qué habría pasado si el doctor lo hubiera encontrado? Y, al fin y al cabo, conseguimos dar con los mellizos de la leyenda y fueron Despertados con éxito. Hicimos lo correcto, querida, estoy convencido.
—Estoy segura de que el doctor Dee dice exactamente lo mismo para justificar sus acciones —comentó la Hechicera con amargura.
—Perenelle —llamó Nicolas mirando fijamente los ojos verdes de su esposa—, nuestro viaje nos ha traído hasta aquí, hasta este lugar, a este momento de la historia, y podemos cambiar el rumbo de los acontecimientos. Juntos podemos salvar esta ciudad e impedir que los Oscuros Inmemoriales destruyan este Mundo de Sombras.
La Hechicera agachó la cabeza y se alejó de su marido. Avanzó hasta el borde del muelle, extendió la mano izquierda con la palma hacia arriba y curvó los dedos. El aura nívea de Perenelle apareció como un diminuto charco sobre su palma. Unas pequeñas burbujas empezaron a formarse y a explotar y, de repente, el líquido empezó a derramarse en riachuelos gelatinosos sobre el mar. Nicolas alargó el brazo, y justo en el momento antes de coger la mano de su esposa, su aura verde creó un guante alrededor de sus dedos y un fuerte olor a menta inundó el aire. Las auras se mezclaron hasta convertirse en una pegajosa masa color esmeralda que fluía entre sus manos entrelazadas. El poderoso líquido solidificaba la niebla húmeda en fragmentos de hielo verde que se desplomaban sobre las olas.
—Transmutación —dijo Nicolas—. Uno de los principios más básicos y sencillos de la alquimia.
—Básico y sencillo para ti, quizá —sonrió Perenelle.
—Mi especialidad —confirmó—. Lo único que tenemos que hacer es cambiar el estado del agua de líquido a sólido.
Allí donde el aura de los Flamel tocaba las olas se formaba un círculo irregular que, en cuestión de milésimas de segundo, se convertía en hielo. Tras varios crujidos y chasquidos, las olas se endurecían en una lámina de hielo.
Nicolas ayudó a Perenelle a deslizarse hacia la esfera gélida que se balanceaba sobre el mar. La Hechicera pateó el trozo de hielo, que se resquebrajó pero sin romperse. Acto seguido, se puso a saltar encima del témpano.
—Por favor, no hagas eso —susurró Nicolas.
—Venga, anímate —contestó—, el agua está congelada.
—Sí. Y debemos darnos prisa —añadió el Alquimista bajando un peldaño del muelle—. No durará así mucho tiempo. La sal derretirá el hielo.
Cuando se dejó caer sobre el círculo de hielo, se inclinó y se balanceó varias veces. De inmediato Perenelle apoyó un pie sobre la madera del muelle para equilibrarlo.
La pareja se quedó inmóvil, uno junto al otro sobre el parche de mar. Toda el agua que les rodeaba seguía en su estado líquido. El Alquimista se frotó las manos, como si estuviera haciendo rodar un balón. El perfume a menta era arrollador. Extendió el brazo con un movimiento brusco y su aura salió disparada en forma de cuerda. El resistente hilo verde se extendió varios metros por delante del matrimonio. El aura salpicó el agua e, ipso facto, la superficie se solidificó formando un estrecho puente sobre la bahía. Sin soltarse de la mano, el Alquimista y la Hechicera avanzaron por el puente quebradizo.
Cuando llegaron al final del puente, Perenelle dejó caer un brazo, y un zarcillo blanco de casi diez metros de largo apareció frente a ambos. Al tocar las olas, las congeló.
La pareja continuó en silencio, construyendo pequeños puentes de hielo poco a poco. Tras ellos, la sal marina deshacía el camino recorrido en cuestión de segundos. A pesar de estar tan cerca del océano, la niebla seguía siendo tan espesa y densa que resultaba imposible ver algo, y no tenían la menor idea de lo cerca que estaban de la orilla. Los dos sabían que se habían adentrado en la bahía porque las olas eran más altas y, al solidificarse, formaban unos patrones hermosos en forma de S. Pero los mares de alrededor eran más bravos y los caminos y puentes de hielo apenas sobrevivían unos segundos, el tiempo suficiente para que la pareja corriera por uno al mismo tiempo que ya creaba el siguiente.
De repente, Perenelle apretó la mano de su marido. Sin musitar palabra, el Alquimista asintió.
Algo había salido a la superficie a su izquierda. Después oyeron un segundo y un tercer chapuzón. Y entonces, como si el sonido proviniera de unos auriculares muy lejanos, percibieron el ruido de un zoológico desayunando al mismo tiempo. Fue entonces cuando cayeron en la cuenta de que estaban muy cerca de la isla.
Nicolas construyó un nuevo puente. Justo cuando estaban a punto de poner un pie encima, un terrible monstruo apareció entre la niebla.
Seguido de un segundo y un tercero.
Nereidas.
Emergían de la superficie como destellos verdes y salvajes, con dientes y pezuñas afilados, nadando en dirección a las dos figuras que se alzaban sobre un pedazo de hielo en mitad de la bahía de San Francisco.