Cuántos más? —jadeó Dee.
El inmortal había empezado bien e incluso se las había arreglado para subir cincuenta escalones seguidos. Pero después tuvo que parar para coger aliento mientras el corazón le golpeaba con fuerza el pecho.
La voz de Marethyu retumbó entre las paredes de piedra.
—En total: doscientos cuarenta y ocho. Te quedan unos doscientos más o menos.
—Doscientos cuarenta y ocho. Uno de los números intocables. ¿Por qué no me sorprende?
—Debemos darnos prisa, doctor.
—Tengo que recuperar el aliento —balbuceó Dee.
—No tenemos tiempo.
—Déjame que descanse… a menos que desees que fallezca aquí, sobre estos escalones.
—No doctor, no vamos a dejar que te mueras todavía —dijo ofreciéndole la mano—. Permíteme que te ayude.
—¿Por qué? —preguntó Dee mientras descansaba sobre los peldaños de cristal y alzaba la vista para mirar los ojos azules de Marethyu—. Si sabes quién soy, sabrás qué soy, qué cosas he hecho. ¿Por qué quieres ayudarme?
—Porque todos tenemos asignado un papel para salvar el mundo.
—¿Incluso yo?
—En particular tú.
Marethyu cargó con Dee los doscientos escalones que faltaban. El inmortal inglés rodeó el hombro del tipo con el brazo y apoyó la cabeza contra el pecho de la figura. No escuchó el latido del corazón y, a medida que ascendían por la escalinata, descubrió que a Marethyu no le costaba respirar porque, de hecho, no respiraba.
La figura esbelta de mirada azul subía los peldaños con agilidad. En los puntos donde las paredes eran de un cristal transparente, Dee logró vislumbrar fugaces manchas de un océano gris. Unas enormes olas rompían en una costa rocosa, dejando tras de sí un rastro de espuma blanca. A medida que avanzaban, el Mago se fijó en que ciertos peldaños desprendían un olor extraño y emitían colores distintos y raros cuando los pisaban. Otros, en cambio, hacían sonar notas musicales o la temperatura subía y bajaba hasta extremos insospechados.
—¿Estamos atravesando mundos de sombras? —preguntó Dee.
—Muy astuto.
—Me encantaría explorar este lugar —susurró Dee.
—No, doctor, créeme que no te gustaría —dijo Marethyu convencido—. Esta torre está construida sobre el vértice de una docena de líneas telúricas, sobre un lugar donde muchísimos reinos se cruzan. Un par de estos peldaños nos llevarían y sacarían de algunos de los peores mundos que jamás fueron creados. Si te entretienes demasiado sobre un escalón, nunca sabes dónde puedes acabar. O qué puedes atraer.
—Oh, pero piensa en la aventura.
—Existen ciertas aventuras que no merece la pena vivir.
Dee miró a Marethyu a los ojos.
—Apuesto a que has vivido algunas.
—Así es.
—¿Fue allí dónde perdiste la mano? Déjame adivinar: algún monstruo hambriento te la arrancó de un mordisco y después Abraham creó esta hoz para ti.
—No, doctor. Te equivocas y no imaginas cuánto —dijo Marethyu entre risas. En ese instante, la Muerte sonó juvenil—. Además, creo que si Abraham me hubiera diseñado un reemplazo, le habría pedido que hiciera algo más… parecido a una mano, algo más útil.
Rozó el gancho contra la pared de cristal y una cascada de chispas multicolores roció al Mago. El semicírculo de metal se iluminó y símbolos arcanos empezaron a retorcerse sobre la superficie.
—Al principio lo detestaba —admitió.
—¿Y ahora?
—Ahora forma parte de mí. Y yo de él. Juntos hemos cambiado el mundo.
Marethyu subió a un estrecho rectángulo y posó con delicadeza al anciano Dee sobre el suelo, colocándolo en una postura sentada. Estaban en el techo de la torre de cristal.
—Desde aquí puedo ver el mundo.
Abraham el Mago se apartó de un telescopio cilíndrico y se dio media vuelta de forma que tan solo la mitad de su cuerpo fuera visible para Marethyu y Dee.
—Venid y echad un vistazo.
—Dame un momento, por favor te lo pido. Permíteme que me recomponga —rogó el doctor.
El Mago estiró las piernas y trató de desentumecer los brazos, que estaban rígidos y agarrotados. Alzó la mirada hacia la figura de cabello rubio y con una capa de oro reluciente que le llegaba hasta los pies.
—Durante toda mi larga vida, siempre creí que eras una leyenda —suspiró—. Jamás imaginé que eras real.
—Doctor, me decepcionas —dijo Abraham asintiendo con la cabeza. Tosió y continuó—: Sabes muy bien que en el corazón de toda leyenda yace una semilla de verdad. Has tratado con monstruos toda tu vida. Has confraternizado con criaturas que fueron veneradas como dioses y luchado contra pesadillas horrendas. ¡Y aun así me consideras una leyenda!
—A todo el mundo le gusta creer en una o dos leyendas —aclaró Dee mientras pedía la mano de Marethyu para que le ayudara a ponerse en pie.
Estaban sobre una plataforma circular en la parte superior de la torre de cristal. Una brisa glacial soplaba sobre la plataforma, con aroma a sal y espuma marina y cargada con diminutos cristales.
—Es un verdadero honor conocerte —saludó Dee tras dar un paso adelante y ofrecerle la mano. Sin embargo, Marethyu le apartó la mano con delicadeza y meneó la cabeza.
—Abraham el Mago no te estrechará la mano, doctor.
Abraham se alejó del telescopio.
—Venid a ver esto.
El instrumento estaba fabricado de lo que parecía ser un cristal de color crema. La superficie era multifacética. Finas bandas de color plateado rodeaban el tubo y, cuando Dee se asomó al ocular, descubrió que era líquido y brillante, como el mercurio.
—Marethyu lo trajo de uno de sus viajes —informó Abraham. Era evidente que le costaba un tremendo esfuerzo articular cada palabra—. Nunca me ha contado dónde lo encontró, pero sospecho que es Arconte. Los artefactos de los Señores de la Tierra tienden a ser más vastos en su diseño. Y este está tallado con suma delicadeza.
—No veo nada —dijo Dee—. ¿Debo ajustar el enfoque?
—Piensa en una persona —ordenó Abraham—. Alguien a quien conozcas bien. Te aconsejaría que escogieras a alguien que te importe, pero me da la sensación de que eso será muy complicado en tu caso.
Dee miró por el cristal.
… Sophie y Josh sentados alrededor de una mesa circular a rebosar de comida. Isis y Osiris acompañándoles en la cena.
Apartó la mirada durante unos instantes y después volvió a acercarse al ocular.
… Virginia Dare vestida con un vestido blanco y un sombrero de paja, caminando por calles repletas de personas diminutas con tez oscura. Un ejército de anpu con armadura negra y la mirada bermeja observándola desde las sombras.
—Extraordinario —felicitó Dee—. Es muy parecido a un espejo de adivinación. ¿Solo muestra a personas que habitan en este Mundo de Sombras?
—Si alimentas al cristal con sangre y sufrimiento, te mostrará otras épocas, otros lugares —murmuró Abraham—. Yo prefiero no alimentarlo.
—Pero lo has hecho —protestó Dee volviéndose hacia Marethyu.
—A veces —admitió con mirada algo triste y perdida—. Hay ciertas personas que me gusta vigilar.
—Me hubiera fascinado tener algo como esto. Puedo pensar en mil usos para este artefacto.
Marethyu sacudió la cabeza.
—Te habría acabado destruyendo, doctor.
—Lo dudo.
—A veces, cuando miras a través del cristal, descubres que hay algo observándote. Algo hambriento y sediento.
Dee se encogió de hombros.
—Como tú mismo has dicho, he visto cantidad de monstruos antes. Y no creo que puedan hacer mucho desde el otro lado del cristal.
—No siempre están al otro lado del cristal —puntualizó Abraham—. A veces pueden atravesarlo.
Abraham el Mago se dio media vuelta, permitiendo así que el inmortal pudiera ver su cuerpo entero. La mitad izquierda de su rostro, desde la frente hasta la barbilla y desde la oreja hasta la nariz, estaba cubierta por una máscara de oro sólido. Tan solo el ojo permanecía igual, aunque el blanco se había teñido de un color azafrán pálido. Los dientes de la parte izquierda también eran piezas de oro macizo y tenía la mano oculta tras un guante dorado.
—La Mutación —suspiró Dee.
—Debo reconocer que estoy impresionado. Muy pocos humanos de tu época conocen el proceso.
—No soy el típico humano.
—Tan arrogante como siempre, doctor, ya lo veo —dijo Abraham antes de volverse de nuevo hacia el telescopio para acercar su ojo derecho al ocular.
De pronto, Dee sintió curiosidad por saber a quién estaba vigilando.
—La Mutación nos afecta a todos, tarde o temprano. Algunos, como tu buena amiga Bastet, se convierten en monstruos.
—¿Cada Mutación es única?
—Sí, es particular a cada individuo. Los cambios pueden ser parecidos, pero no hay dos idénticos.
Dee avanzó cojeando hasta colocarse junto a Abraham y se asomó disimuladamente por el hombro.
—¿Me permites? —preguntó.
Abraham el Mago ladeó un poco la cabeza.
Dee apoyó el dedo índice sobre el hombro de Abraham y empujó. Era sólido. Después le asestó un suave golpe con los nudillos y el ruido fue sordo, amortiguado.
—Mi aura ha empezado a endurecerse sobre mi piel.
—Vi algo parecido en una cueva de las catacumbas de París.
—Zephaniah ideó el castigo de Marte gracias a mi Mutación.
—¿Y es un proceso irreversible?
—Así es. Generaciones de Grandes Inmemoriales e Inmemoriales han probado invertir el proceso. Si bien es cierto que han conseguido algunos éxitos, no han logrado cambios permanentes —informó Abraham. Después, se alejó del telescopio y, con suma lentitud, se giró para colocarse frente a Dee—. ¿Qué voy a hacer contigo, doctor? He observado el mundo humano durante generaciones. He visto héroes y villanos. He estudiado familias e individuos, he seguido el rastro de linajes enteros durante infinidad de siglos. Comprendo a los humanos y sé qué les motiva, qué les hace seguir adelante. He descubierto cómo y por qué aman a los de su misma especie y qué les aterroriza. Y entonces estás tú… Eres todo un misterio.
Dee miró de reojo a Marethyu.
—¿Eso es bueno o malo?
Abraham avanzó hasta el borde de la torre y contempló la ciudad que se extendía en la lejanía.
—No te imaginas lo cerca que hemos estado de destruirte —continuó—. Cronos se ofreció para enviar a Marethyu a un viaje del tiempo para asesinar a tu ancestro más lejano y así poder aniquilar todo tu árbol genealógico.
—Me alegro de que decidieras no hacerlo —murmuró Dee.
—No me des las gracias a mí. Yo era partidario de llevar adelante el plan.
De pronto se escucharon unos pasos en las escaleras y Dee se volvió para observar a una hermosa jovencita con mirada gris entrando en la plataforma. La muchacha ignoró por completo a Dee, regaló una sonrisa a Marethyu y después desdobló una capa con capucha que colocó sobre los hombros de Abraham.
—Yo también era partidaria de llevar adelante el plan.
—Te presento a Tsagaglalal, mi esposa.
Dee hizo una leve reverencia.
—Es un honor.
—No sé por qué —espetó la mujer—. Te arrojaría de esta plataforma de buen grado.
Ayudó a su marido a alejarse del borde de la plataforma y después le rodeó para ponerse delante y mirarle a los ojos.
—Ha llegado el momento.
—Lo sé. Baja. Prepárate. Ya casi he acabado con el doctor.
Tsagaglalal se deslizó por la plataforma con delicadeza y desapareció por la escalera.
—Te odiará durante milenios —dijo Abraham extendiendo la mano—. Devuélveme mi libro, doctor.
Dee vaciló.
La mitad derecha del rostro de Abraham se movió con una sonrisa espantosa.
—Tan solo un hombre imprudente se plantearía hacer algo estúpido en este momento. O peor, tratar de negociar.
El doctor buscó bajo su camiseta. Llevaba una bolsa de cuero atada con una cuerda alrededor del cuello. Deshizo el nudo y sacó la bolsa.
—Josh tiene las páginas que arrancó del Libro —dijo Marethyu.
—Lo sé. Lo descubrí hace muy poco. Me cuesta creer que las llevara consigo todo este tiempo. Estuvimos tan cerca…; si me las hubiera entregado, todo sería muy distinto —suspiró Dee.
—Tu vida es una colección de decepciones —comentó Marethyu.
—¿Estás siendo sarcástico? —preguntó Dee.
—Sí.
—Debo reconocer que he sufrido mis decepciones —admitió el Mago. Metió la mano en el interior de la bolsa y extrajo el pequeño libro de cubiertas metálicas—. He pasado toda mi vida persiguiendo este libro. Estuve a punto de tenerlo entre mis manos varias veces, pero cuando por fin conseguí hacerme con él, todo cambió. Debería haber sido mi mayor triunfo —dijo meneando la cabeza—. Pero a partir de aquel día, todo empezó a torcerse.
Marethyu dio un paso hacia delante y arrebató el Libro de las manos de Dee. Tras colocarlo sobre su gancho, abrió la cubierta. De inmediato unas llamas amarillas empezaron a arder por el filo de su hoz, con serpentinas de fuego rociando las baldosas del suelo como fuegos artificiales.
—Es real —anunció.
Con un esfuerzo casi doloroso, Abraham alzó su mano derecha y la dejó caer sobre el hombro de Dee.
—Doctor, ¿alguna vez te has parado a pensar por qué nunca conseguiste atrapar al matrimonio Flamel? ¿Por qué siempre conseguían escapar antes de que tú llegaras?
—Por supuesto. Siempre creí que tenían mucha suerte… —empezó. Y, tras una breve pausa, meneó la cabeza y añadió—: Nadie tiene tanta suerte durante tanto tiempo, ¿verdad?
Marethyu cerró el libro de golpe. Las llamas se extinguieron de su gancho.
—Nunca estuviste destinado a encontrar a los Flamel ni el Libro. Hasta la semana pasada, por supuesto, cuando recibiste la llamada que te informaba de la dirección postal de la librería en San Francisco.
—¿Fuiste tú? —murmuró Dee mirando a Marethyu y a Abraham—. Di por sentado que estaba trabajando para Isis y Osiris.
La Muerte arrugó sus ojos azules.
—Y así es, pero a veces tanto tú como ellos trabajáis para mí.