Tsagaglalal avanzaba con facilidad entre las calles inundadas de niebla apestosa.
Aunque todavía era temprano, no había un alma en San Francisco. La ciudad estaba desierta. El apagón había silenciado toda la metrópolis. La oleada inicial de alarmas de seguridad que graznaban en cada esquina de la ciudad empezaba a perder intensidad a medida que las baterías se acababan. Las sirenas de emergencia cada vez sonaban más distantes y débiles, y los sentidos realzados de Tsagaglalal notaron el penetrante olor de goma quemada mezclada con gas en el aire.
Se había producido un accidente. Un gran accidente. Puede que incluso más de uno. Los Oscuros Inmemoriales estaban acercándose a la ciudad.
Estaba subiendo la calle Jackson; una vez arriba, la calle tenía una bajada empinada y, de nuevo, una subida. Giró a la derecha, tomando la calle Scott, y salió a Broadway. Todos los árboles de la avenida goteaban agua.
Las farolas de la calle estaban apagadas y los semáforos de la calle Gough parpadeaban luces rojas. La única fuente de iluminación provenía de los pocos coches que todavía seguían intentando moverse por las calles de la ciudad. En Van Ness, los taxis y los autobuses se arrastraban como globos de luces titilantes y los coches patrulla avanzaban con suma lentitud por las calles con los intermitentes encendidos. La policía utilizaba los altavoces para aconsejar a la población que desalojara la calle y permaneciera en casa hasta que la niebla se disipara.
La armadura de Tsagaglalal se adaptaba al entorno, cambiando de color y volviéndose casi invisible en la oscuridad nocturna. Le pareció oler una peste jugosa en el aire y enseguida reconoció las auras de Quetzalcoatl y Bastet. La Serpiente Emplumada era una criatura peligrosa, pero el regreso de la diosa Inmemorial le preocupaba sobremanera: significaba que los acontecimientos estaban llegando a un punto crítico. Y Bastet, al igual que Dee, no conocía el significado del término «sutileza». Además, solo sentía desprecio y desdén por la raza humana.
Tras girar la siguiente esquina y tomar la calle Hyde, Tsagaglalal salió corriendo hacia el parque Russian Hill. Hacía menos de una semana, Bastet, Morrigan y Dee habían unido fuerzas y estrategia para atacar el nuevo Yggdrasill de Hécate en el Mundo de Sombras de Mill Valley. En una batalla breve pero sangrienta, el árbol ancestral, cuyas semillas fueron rescatadas durante el hundimiento de Danu Talis, fue destruido por John Dee, que blandía la espada Excalibur. La Diosa de las Tres Caras había caído con el árbol y su inmensa sabiduría había desaparecido con ella. Dee y Morrigan no se habían acobardado y decidieron perseguir a los mellizos, pero Bastet, en cambio, se había desvanecido del planeta. Tsagaglalal sabía que la diosa tenía una casa en Bel Air.
—Cuando todo esto acabe —susurró Tsagaglalal entre la humedad—, y si sobrevivo, me encargaré de perseguirte hasta los confines de la Tierra para darte tu merecido.
Estaba cruzando las pistas de tenis cuando un trío de figuras vestidas con harapos y la cabeza rapada apareció justo ante él. Todas llevaban botas de combate con suela de goma. Las tres se reían entre dientes mientras una serie de zarcillos de su aura gris, con destellos del mismo color de un moretón, brotaban de su piel. Dos de las criaturas ni siquiera se habían molestado en ocultar la cola. Eran cucubuths dispuestos a darse un buen banquete.
—Detesto los cucubuths —suspiró Tsagaglalal—. Repugnantes, asquerosos, malolientes…
Aquella que Todo lo Ve desenvainó su kopesh y, tras varios movimientos ágiles, rajó a las criaturas sin hacer un solo ruido, dejando los cuerpos apestosos disolviéndose en el suelo.
Tsagaglalal estaba convencida de que la única razón por la que la diosa con cabeza gatuna había regresado a la ciudad era porque quería estar presente en el momento de la victoria de los Inmemoriales.
En más de una ocasión, el marido de Tsagaglalal, Abraham el Mago, le había asegurado que consideraba a Bastet una de las criaturas más peligrosas que jamás había conocido.
—Su ambición destruirá el mundo —avisó hace ya muchos años.
En la cima de la colina, Tsagaglalal se detuvo.
—¿A la derecha o todo recto? —se preguntó en voz alta mientras trataba de adivinar la ruta más corta.
Si giraba hacia la derecha, se dirigiría hacia la calle Lombard, famosa por sus ocho pronunciadas curvas. Sin embargo, sabía que si continuaba recto, llegaría a Jefferson y, una vez allí, podría ir directamente al muelle de los pescadores.
—Todo recto.
Tsagaglalal empezó a trotar, dejando a un lado la carretera de curvas.
Bastet siempre había sido un ser ambicioso y codicioso. Junto con su marido, Amenhotep, había gobernado Danu Talis durante siglos. Cuando el proceso de Mutación se inició, primero afectando a Amenhotep y más tarde a Bastet, el Señor de Danu Talis decidió apartarse y conferir todo el poder a su hijo, Aten. Bastet se había puesto furiosa: había pasado décadas trabajando en la sombra para asegurarse que su otro hijo, su favorito Anubis, pudiera gobernar el imperio isleño. Podía controlar a Anubis, pero sobre Aten no poseía control alguno.
—¿Tiene algo de cambio, señorita?
Un par de hombres, los dos brillantes por las gotas de rocío, emergieron de la nada. Uno mostraba una delgadez inhumana y lucía una telaraña tatuada en la oreja; el segundo parecía más corpulento, tenía el pecho muy musculoso y una cintura de avispa. Resultaba evidente que habían estado apoyados sobre una pared en la esquina de Lombard con Hyde. Sin dejar de trotar, Tsagaglalal se fijó en que el tipo más grande tenía la cara arañada y amoratada.
—No es la mejor noche para salir a correr —bromeó el más delgado.
—Esta niebla no es muy saludable —añadió su acompañante.
—Podrías resbalarte. O caerte. Y hacerte mucho daño.
El flacucho recalcó la palabra «daño».
Tsagaglalal agarró la empuñadura de su kopesh, pero por el olor que desprendían, adivinó que eran humanos, así que, sin perder el ritmo, continuó corriendo. Y justo en ese instante, percibió una mirada de alarma en el tipo más corpulento.
—Oh no, otra vez no… —suspiró.
El hombro derecho golpeó al hombre más enclenque en el centro del pecho. Escuchó un crujido antes de que el tipo saliera disparado de la calle y aterrizara sobre la acera mojada de la calle Lombard. Empezó a chillar mientras daba vueltas en el suelo de la calle más empinada de la ciudad. La pierna izquierda golpeó al segundo hombre justo cuando intentaba largarse de allí. Se escuchó un chasquido en la cadera y el tipo se desplomó sobre el suelo con tal fuerza que tuvo que romperse algo más.
Tsagaglalal continuó su camino sin mirar atrás.
Aten tenía multitud de defectos. Le había conocido una vez que vino a visitar a Abraham. El Señor de Danu Talis era arrogante, lo cual le convertía en un ser peligroso, e impulsivo, pero, a diferencia de muchos otros Inmemoriales, reconocía que el mundo estaba cambiando y que si Danu Talis, y por ende los propios Inmemoriales, quería sobrevivir, no tendría más opción que adaptarse y cambiar. Ahora el mundo estaba en manos de razas nuevas, en especial de los humanos. Aten trabajó codo con codo con Abraham, Prometeo, Huitzilopochtli y Hécate para preparar un futuro en el cual la raza humana y la Inmemorial pudieran convivir. Cronos les había mostrado terribles versiones del futuro, pero también les había enseñado maravillas increíbles.
Tsagaglalal recordaba con especial viveza una de aquellas posibilidades en particular. En aquella línea del tiempo, una civilización de humanos muy avanzada e Inmemoriales redescubrían y más tarde sobrepasaban el conocimiento de los Señores de la Tierra. Habían conseguido salir de las fronteras del planeta y empezaban a colonizar otros mundos que les rodeaban. El imperio de Danu Talis no solo se extendía en un planeta, sino en galaxias enteras. Y en el corazón de este gigantesco imperio galáctico yacía la ciudad circular de Danu Talis, construida sobre un diminuto planeta azul y verde de la Vía Láctea.
—Una edad dorada —había descrito Abraham que, de forma inconsciente, tamborileaba los dedos sobre su piel, que ya había comenzado a solidificarse en oro.
—Es triste, pero nunca llegará a ocurrir —había agregado Cronos—. Esto es solo una sombra de lo que podría ser.
—¿Y por qué no? —había preguntado Abraham.
—Porque Bastet y muchos otros como ella, que siguen anclados en el oscuro pasado, no lo permitirán. Creen que otorgar poder a la raza humana les debilitará.
—Oscuros Inmemoriales —había farfullado Abraham.
Fue la primera vez que Tsagaglalal escuchó el término.
Una sombra se movió entre los árboles del parque que tenía a la izquierda y empezó a extenderse por la calle. Se mecía y avanzaba con rapidez. Las gotas de humedad titilaban sobre una piel oscura y mugrienta y hacían brillar unas colas de serpiente. Tsagaglalal torció la boca. Las ratas no le decían nada, pero aquellos roedores en especial estaban bajo el control de algún Oscuro Inmemorial. Caminó hasta el centro de la masa tumultuosa y, acto seguido, todos los ratones comenzaron a pulular a su alrededor, arrastrándose por sus pies, tratando de subir por las piernas. Pero la armadura de Tsagaglalal era lisa y no hallaron el modo de agarrarse para poder escalar. Los dientes chirriaban al rozar las grebas metálicas, como uñas arañando la superficie de una pizarra.
De repente, el aura de Tsagaglalal se iluminó, irradiando una luz blanca y muy brillante. Latía alrededor de su cuerpo en una serie de círculos concéntricos y, de inmediato, los roedores se transformaron en rescoldos rojos y negros que desaparecieron entre la niebla. Aquel uso de poderosa energía rompió el hechizo de control, y los bichos que lograron sobrevivir huyeron corriendo hacia las alcantarillas.
Sin perder el ritmo, Tsagaglalal giró a la derecha y continuó trotando calle abajo, dirigiéndose al agua.
Danu Talis podría haber vivido una era dorada, pero la codicia de Bastet dominaba todo sentido común. Y una terrible noche, Anubis y una tropa de anpu perpetraron una revuelta y encarcelaron a Aten. El Señor de Danu Talis fue acusado de idear la destrucción del imperio de la isla.
De forma abrupta, Tsagaglalal se paró en mitad de la calle Jefferson y levantó la cabeza. Había percibido un nuevo olor en el aire. Algo ancestral y atroz se acercaba por su hombro izquierdo. Volvió la cabeza: aquel olor venía del puente Golden Gate. Era una mezcla de esmalte quemado, tierra podrida y sangre junto con el inconfundible hedor de un Drakon.
—Espartoi —dijo con cierto desagrado.
De forma instintiva supo que este era el motivo del retorno de la diosa Bastet.
—¿Qué hago? —se preguntó en voz alta.
Los Flamel necesitaban su ayuda para mantener a los monstruos encerrados en la isla, pero la amenaza sobre el puente suponía un peligro aún más inmediato. Si los espartoi conseguían llegar a la ciudad, toda la población entraría en caos. Había sido testigo de su forma de trabajar antes. Cada criatura de aquel ejército asesinaría a cientos, o incluso miles de personas. En caso de que algún humano corriera la suerte de no ser engullido por un espartoi, se convertiría en un muerto viviente que se balancearía sin ton ni son por la ciudad hasta que, veinticuatro horas más tarde, todo su cuerpo se desmoronara. Las pobres criaturas eran inofensivas, pero su apariencia era sorprendente y, sobre todo, espeluznante. Todo estaría perdido.
Armándose de valor, Tsagaglalal se dio media vuelta y empezó a correr hacia el puente Golden Gate. No podía hacer nada para ayudar a los Flamel. Perenelle y Nicolas estaban solos.