Con una zarpa de uñas afiladas y ennegrecidas, Bastet arrojó lo que a simple vista parecía un puñado de dientes blancos al arcén, justo en la curva de la carretera que venía del puente Golden Gate en dirección a Vista Point.
—Aliméntales —ordenó.
Quetzalcoatl la miró sin comprender el comentario.
—¿Con qué?
Bastet agarró a la Serpiente Emplumada de la mano derecha, le quitó el guante y clavó una puntiaguda uña en la punta de su dedo índice. Enseguida empezó a brotar sangre roja y negra de la herida. Bastet no dudó en apretar.
—¡Ay! ¡Eso duele!
—No te comportes como un bebé, por favor. Es solo una gota. Apuesto a que has visto correr ríos de sangre en tu vida.
—Sí, pero casi nunca era mi propia sangre.
La niebla seguía siendo espesa, pero ambos Inmemoriales pudieron ver cómo la sangre se desparramaba sobre el asfalto, manchando los dientes que, de inmediato, empezaron a chisporrotear fuegos artificiales.
—Aliméntales. Una gota debería ser suficiente.
—¿Me puedes explicar por qué tú eres la encargada de tirarlos al suelo y soy yo el que debe alimentarlos?
—Porque son los dientes de mi Drakon —respondió Bastet.
La Inmemorial avanzó a zancadas por el margen de la carretera, dejando un pequeño agujero con su tacón de aguja tras cada pisada. En cada hoyo dejaba caer un diente.
—¿Cuántos tienes?
—Treinta y dos. Así que necesitaré treinta y dos gotas de sangre.
—¡Son unas cuantas!
Cuando hubo plantado todos los dientes, Bastet regresó al coche para observar a Quetzalcoatl caminando a regañadientes, alimentando cada agujero con una gota de sangre de su dedo índice. A medio camino, el Inmemorial se detuvo y cambió de mano. No tuvo más remedio que morderse un dedo de la mano izquierda. Cuando por fin acabó, treinta y dos diminutas fogatas brillaban como fuegos artificiales. Parecían luces que marcaban un camino de la carretera. Se quedó de pie durante unos instantes, lamiéndose las heridas, y después se metió las manos en el bolsillo y se dirigió a toda prisa hacia el coche.
—¿Y ahora qué? —quiso saber.
—Dales unos minutos. Deja que la naturaleza siga su curso —comentó con una sonrisa—. Son los dientes de Drakon. Darán a luz a los espartoi, los guerreros del Drakon. Son guerreros de la tierra y, al igual que muchos recién nacidos, están programados para obedecer a la primera persona que ven cuando abren los ojos —informó Bastet con una amplia sonrisa—. Corre. Asegúrate de que te vean. Después, envíales hacia el puente para que vayan a la ciudad.
—Pero ¿cómo conseguimos que los Flamel y sus acompañantes sepan que los guerreros están de camino?
—Yo me ocuparé de eso —dijo Bastet meneando la cabeza—. No tenías nada planeado, ¿verdad? ¿Qué habrías hecho sin mí?
—¿Enviar un mensajero? —propuso.
—Exactamente. ¿Qué tipo de mensajero? Imagino que sigues usando serpientes y pájaros como recaderos.
Quetzalcoatl rebuscó en su bolsillo y sacó un teléfono móvil.
—Hay varios Hombres del Saco en la ciudad que les están vigilando —comentó inexpresivo—. Encontrarás el número en la marcación rápida. Sabes utilizar un aparato de estos, ¿verdad?
Las zarpas de Bastet arañaron el plástico que recubría las teclas del teléfono mientras buscaba en el menú la marcación rápida. Respondieron a su llamada tras el primer tono y la Inmemorial reconoció el líquido peculiar que gorgojeaban las criaturas conocidas como torbalan, los Hombres del Saco.
—Estáis vigilando a cuatro personas. Esto es lo que quiero que hagáis…
Dos espadas aparecieron en las manos de Niten incluso antes de que la figura emergiera de entre la densa niebla sin hacer ruido alguno. Prometeo enseguida se colocó ante Nicolas y Perenelle para protegerlos y el inmortal japonés se esfumó en la noche.
La silueta que se intuía tras la bruma parecía la de un jovencito. Llevaba unos pantalones de combate verdes, unas botas de suela gorda sin cordones y un abrigo que antaño podía ser verde, pero que ahora estaba manchado con una mugre indescifrable. Llevaba la cabeza totalmente rapada, excepto por una tira de un dedo de ancha que iba de oreja a oreja. Tenía la piel blanquecina y los ojos ocultos tras unas gafas de sol con cristal de reflejo. El muchacho llevaba una mochila tejida con retales de cuero colgada sobre el hombro derecho. La bolsa se mecía y latía, como si un nido de serpientes se estuviera moviendo en su interior.
—¿Qué quieres, torbalan? —preguntó Perenelle.
La figura metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y la catana de Niten apareció de la nada para amenazar la mochila de cuero.
—Muévete muy despacio —ordenó el inmortal japonés—. Si me parece ver algo parecido a un arma, rajaré esta bolsa —advirtió mientras apoyaba una segunda espada sobre el hombro del joven—. Y después te cortaré la cabeza. Y tú no quieres que eso ocurra, ¿cierto?
Con un cuidado infinito, el torbalan sacó un teléfono móvil del abrigo y se lo lanzó a Prometeo. El Inmemorial lo cazó en el aire, echó un rápido vistazo a la pantalla y se lo tiró a Perenelle.
—¿Y qué se supone que debemos hacer con esto? —preguntó mirando al torbalan y después a su marido.
El aparato empezó a sonar con la banda sonora de los Looney Tunes.
—¿Por qué no respondes la llamada? —propuso Nicolas.
Perenelle pulsó el botón de responder y se acercó el teléfono al oído sin pronunciar palabra.
La voz al otro lado de la línea telefónica era femenina. Era un susurro ronco, con un acento muy difícil de definir, y habló en una lengua que ya era antigua cuando se construyó Egipto.
—Me cuesta creer que alguno de mis guerreros respondiera a este teléfono. Sin duda, preferirían tener las manos libres para empuñar sus armas. Sé que al Alquimista le incomoda este tipo de tecnología, así que imagino que estoy hablando con la Hechicera, Perenelle Delamere Flamel.
—Muy impresionante —opinó Perenelle.
—Soy Bastet.
Perenelle se volvió hacia Nicolas y articuló el nombre de la criatura sin pronunciarlo.
—Has vuelto.
—En realidad nunca me fui —ronroneó la Inmemorial—. El fin ha llegado. Habéis luchado bien, algunos incluso dirían con valentía, pero ahora ya no podéis hacer nada… excepto morir, por supuesto.
—No nos iremos sin luchar.
—No esperaría menos de vosotros. Pero el resultado seguirá siendo el mismo: moriréis.
—Tarde o temprano, todos morimos, Inmemorial. Incluso tú.
—No estoy de acuerdo.
—Te has esmerado mucho para hablar conmigo —dijo Perenelle—. Di lo que tengas que decirnos. Así podré ocuparme de tu… —comentó mirando hacia el Hombre del Saco—… tu mensajero. Este parece casi humano. Las gafas de sol han sido un detalle elegante.
—Puedo asegurarte que no son mis criaturas. Tengo mejor gusto. Sin embargo, acabo de plantar un puñado de dientes de Drakon en el suelo, Hechicera, y sabes bien qué significa eso. En este momento deben estar avanzando por el puente Golden Gate. Los espartoi están en camino.
Bastet empezó a reírse y, tras un chasquido, la conexión se cortó.
De inmediato, Perenelle pulsó el botón verde de llamada y el teléfono marcó el número de la última llamada recibida. Tras el primer tono, una asombrada Bastet respondió la llamada.
—¿Hola?
—Cuando todo este acabe, Inmemorial, iré a por ti. Y si no puedo hacerlo en persona, enviaré algo para que te dé caza. Soy la séptima hija de una séptima hija, y la propia Medea me instruyó —dijo la Hechicera.
En ese instante, el aura nívea de Perenelle formó un guante de seda blanca alrededor de su mano.
—No me asustas —empezó a contestar Bastet, pero de repente se escuchó un grito de dolor y la conversación se cortó.
—¿Qué has hecho? —preguntó Nicolas.
Perenelle se encogió de hombros.
—Es posible que el teléfono se haya derretido en la mano de la diosa.
La Hechicera lanzó el móvil al Hombre del Saco que, de manera inmediata, se replegó en la oscuridad nocturna. Perenelle se volvió hacia Prometeo y Niten.
—Los espartoi están en el puente Golden Gate y se dirigen hacia aquí.
—El Espadachín y yo iremos al puente —anunció Prometeo—. Intentaremos retener al ejército de guerreros allí para poder ganar algo de tiempo… pero daros prisa. Ya sabéis cómo son los espartoi.
Con los ojos llenos de lágrimas, Perenelle asintió.
—¿Cuántos hay? —preguntó Niten.
—Treinta y dos de los guerreros más mortíferos del mundo —contestó mirando al inmortal japonés—. ¡Y no hace falta que te pongas tan contento!