Quién eres? —resolló el doctor John Dee.
Era consciente de que yacía sobre el suelo metálico de una vímana, pues la vibración del motor le hacía temblar todo el cuerpo. Con la visión afectada y envejecida, todo le parecía borroso, y la figura que estaba sentada en los controles de la aeronave, justo delante de él, era poco más que una sombra.
—Ya te lo he dicho, me llamo Marethyu.
En ese instante, una media luna metálica brilló ante la atenta mirada del Mago.
—A veces me llaman el hombre con el gancho en la mano. Aunque, en realidad, es más bien una hoz en vez de un gancho.
Dee se percató de que seguía abrigado con la sudadera que Josh le había ofrecido. Sin dejar de tiritar, trató, sin conseguirlo, de ponerse en pie.
—Me da la sensación de que debería conocerte —susurró.
—Deberías. Nos hemos visto varias veces, de hecho.
—No es cierto —rebatió Dee—. Jamás me olvidaría de ese gancho.
—Supongo que no —contestó Marethyu con aire misterioso.
—Jovencito —empezó Dee, pero el comentario hizo desternillarse de risa a su acompañante—. ¿Qué te parece tan divertido?
—Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba así.
—A mi parecer eres bastante joven. Tu voz suena juvenil y eres lo bastante fuerte como para cargar con mi peso. Soy viejo; tengo casi quinientos años. ¿Cuánto tiempo has vivido en la Tierra? —preguntó el inmortal.
Pero el tipo con el gancho se quedó callado mientras la vímana zumbaba por un cielo añil y despejado. Un momento más tarde, justo cuando Dee empezaba a sospechar que no obtendría una respuesta, el hombre habló, pero esta vez su voz desprendía una profunda tristeza.
—Mago: he vivido en este mundo durante más de diez mil años. Y he pasado largos milenios recorriendo los distintos reinos. Ni siquiera yo soy capaz de calcular mi edad.
—Entonces eres… ¿un Inmemorial?… ¿Un Gran Inmemorial?… ¿Un Arconte? No eres un Señor de la Tierra. ¿Es posible que seas un Ancestral?
—No. No soy ninguna de esas criaturas —respondió Marethyu—. Soy humano. Algo distinto a un humano normal y corriente. Pero nací como cualquier otro ser humano.
El motor de la vímana dejó de aullar y la aeronave comenzó a descender.
—¿Quién es tu maestro?
—No tengo maestro. Solo respondo ante mí mismo.
—Entonces, ¿quién te hizo inmortal? —preguntó Dee, que cada vez estaba más confundido.
—Bueno, supongo que tú. Es una forma de hablar, doctor Dee —se rio Marethyu.
—No lo entiendo.
—Ya lo entenderás. Paciencia, doctor, paciencia. Todo será revelado a su debido tiempo.
—No me queda mucho tiempo. Osiris se encargó de eso.
La vímana descendió un poco más.
—¿Adónde vamos? —quiso saber el Mago.
—Quiero que conozcas a alguien. Lleva esperándote mucho, mucho tiempo.
—¿Sabías que vendría?
—Doctor, siempre supe que llegarías hasta aquí. He seguido tu progreso desde el día de tu nacimiento.
Dee estaba exhausto; un cansancio plomizo amenazaba con abrumarle, pero sabía que, si cerraba los ojos, quizá no conseguiría volver a abrirlos nunca. Reunió la fuerza suficiente para preguntar:
—¿Por qué?
—Porque tenías un papel que cumplir. A lo largo de mi vida he descubierto que las coincidencias no existen. Siempre hay un patrón. El truco es adivinar el patrón, pero esa habilidad es un don, una maldición quizá, que se otorga a muy pocos.
—¿Y tú puedes distinguir ese patrón?
—Es mi maldición.
De repente, la vímana aterrizó sobre el suelo. La parte superior de la aeronave se deslizó y Dee no pudo evitar temblar cuando una oleada de aire fresco y húmedo se coló por la portilla. Incluso con el oído apagado, el Mago logró apreciar el rugido de un mar y las olas rompiendo contra las rocas. Atisbó los brazos de Marethyu cuando este se acercó para incorporarle, pero el doctor decidió apartarlos.
—Espera un minuto… —protestó.
—Tal y como has apuntado antes: no tenemos mucho tiempo.
Dee alargó la mano y agarró a Marethyu por el brazo.
—No siento tu aura.
—Porque no tengo.
—Todo el mundo tiene aura —murmuró Dee, otra vez confundido.
—Todo el mundo que esté vivo —recalcó el hombre.
—¿Estás muerto?
—Soy la Muerte.
—Pero ¿tienes poderes?
—Sí, poderes astronómicos.
—¿Podrías devolverme mi juventud?
Se produjo un momento de silencio y, a pesar de su visión miope, Dee pudo distinguir a Marethyu observándole con atención.
—Podría —dijo por fin—, pero no lo haré.
El Mago no se explicaba por qué ese tipo no estaba dispuesto a rescatarle, sino a abandonarle a su muerte.
—¿Por qué no?
—Llámalo consecuencias, si quieres, o quizá justicia. No eres un buen hombre, doctor Dee, y debes pagar por los crímenes tan terribles que has cometido. Sin embargo, lo que sí haré será regalarte algo de fuerza para que recuperes algo de dignidad —dijo posando la mano sobre la cabeza del doctor.
Un dolor parecido a miles de agujas clavándose por todo su cuerpo estremeció a Dee. Notó una explosión de calor en la boca del estómago que fue ascendiendo por el pecho hasta alcanzar los brazos. Al mismo tiempo, esa oleada le recorrió las piernas hasta los pies. De inmediato, el Mago sintió que había recuperado algo de fuerza.
—Y mi vista —rogó—. Devuélveme la vista y el oído.
—Un comentario codicioso, doctor, avaricioso. Siempre ha sido tu mayor defecto…
—Me has traído a este maravilloso lugar, a la ciudad más asombrosa de la historia de la Tierra. Y pretendes que no pueda verla ni escucharla. Si has seguido mi trayectoria, sabrás que ansío el conocimiento y que mi curiosidad es insaciable. Por favor. Déjame ver este sitio para que pueda recordarlo el tiempo que me queda de vida.
Marethyu se inclinó hacia delante y apoyó el dedo índice y meñique sobre los ojos de Dee, presionando ligeramente. Durante un instante, sintió dolor, un pinchazo intenso en la sien, y cuando la Muerte apartó la mano Dee abrió los ojos. Las sombras habían desaparecido y veía todo con perfecta claridad. Había recuperado la visión.
No perdió un segundo en escudriñar a su acompañante. La parte inferior de su rostro estaba oculta tras una bufanda gruesa y, sobre la tela, un par de ojos azules y brillantes contemplaban al Mago con una expresión curiosa o divertida.
—¿Satisfecho, doctor?
Dee frunció el ceño.
—Tenías razón, te conozco —dijo arrastrando las palabras—. Me resultas familiar.
—Nos hemos visto varias veces. Sencillamente, no sabías quién era. Era el rostro en el espejo, la voz en la sombra, aquella figura que aparecía por las noches. Fui el autor de esas notas anónimas que recibiste y, más tarde, quien te escribía correos electrónicos sin remitente. Soy el mismo que dejaba mensajes en tu contestador telefónico, que enviaba mensajes de texto con errores ortográficos a tu móvil.
Dee observaba a la Muerte horrorizado.
—Siempre creí que eran mis maestros Inmemoriales.
—A veces eran ellos, pero no siempre.
—Pero ¿no estás asociado con ellos?
—He invertido milenios tratando de malograr sus planes.
—Me has manipulado —acusó Dee.
—Oh, vamos, no te hagas el sorprendido. Te has pasado toda tu larga vida manipulando a todos los que te rodean.
Poco a poco, Dee se puso en pie. Seguía siendo un anciano. Parecía un tipo de ochenta años, con achaques y cabello blanco, pero con una vista y oído espectaculares. Se apeó de la vímana y miró a su alrededor.
La aeronave había aterrizado sobre una extensa plataforma, cerca de la cima de una torre de cristal. El suelo estaba repleto de desechos y pedazos de espadas y armaduras y las losas de piedra estaban mojadas por un líquido verde y negro. Sin embargo, no había cuerpos sin vida sobre el suelo. Marethyu avanzó con paso decidido hacia la entrada de la torre, con la capa negra ondeando tras él. El marco y las piedras que rodeaban la puerta estaban astillados y el suelo resbalaba por culpa de los pegajosos fluidos negros y verdes. Había gotas de lo que, a primera vista, parecía sangre humana esparcidas por el suelo y las paredes de cristal del edificio.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Dee.
—Ha habido una pelea. En realidad, una masacre. Y no hace mucho —susurró Marethyu—. Cuidado, no te resbales —comentó por encima del hombro—. Hay un buen trecho hasta abajo.
Dee se agachó y recogió un pedazo de una lanza rota. Le faltaba la punta y, a juzgar por el corte, parecía que había sido arrancada limpiamente. Utilizó ese trozo de madera como bastón y siguió a la Muerte. Atravesó el umbral de la puerta de entrada y se adentró en una habitación circular. El aposento estaba completamente vacío.
—¿Dónde estás? —preguntó el Mago, cuya voz retumbó en las paredes. Echó un vistazo a su alrededor y se percató de que había más sangre sobre el suelo. Al pisar aquellas gotas rojizas, el líquido se emborronó. Era sangre reciente.
—Aquí arriba —contestó Marethyu desde el hueco de la escalera.
—¿Dónde?
—¡Aquí!
Dee siguió el sonido de la voz y por fin encontró la escalera. Colocó la lanza rota sobre el primer peldaño y alzó la mirada hacia el oscuro hueco.
—¿Adónde vamos?
—Arriba.
El Mago hizo un tremendo esfuerzo para subir el primer escalón.
—¿Adónde? ¿Por qué?
El rostro de Marethyu apareció sobre Dee y, aunque tenía la boca tapada con la bufanda, Dee estaba convencido de que estaba sonriendo.
—Doctor, hemos venido hasta aquí para ver a Abraham el Mago. Supongo que ese nombre sí te suena de algo.
El Mago abrió la boca y la volvió a cerrar, atónito.
—Veo que sí. Quiere que le devuelvas el libro.