Quetzalcoatl detestaba la humedad. Llevaba un traje de tres piezas de lana que había comprado en Londres hacía cosa de un siglo y se había abrigado con una chaqueta de cuero negro con las solapas hacia arriba. Una bufanda térmica le tapaba el cuello y le cubría parte de la boca. Además, llevaba un sombrero negro con unas plumas muy vistosas que se había arrancado de su propia cola. También tenía las manos tapadas con guantes forrados de piel y, aun así, estaba congelado. Odiaba este Mundo de Sombras en particular.
La Serpiente Emplumada se dio media vuelta en el mismo instante en que un gigantesco Cadillac negro con las ventanas ahumadas estacionaba en el aparcamiento vacío de Vista Point. La carrocería, de un negro resplandeciente, titilaba por las diminutas gotas de lluvia que cubrían el automóvil.
Quetzalcoatl levantó la mano y, tras darse cuenta de que seguramente sería invisible tras aquella penumbra que creaba la niebla, la dejó caer. Estaba empezando a arrepentirse de la decisión tan impulsiva que había tomado. Había sobrevivido todo este tiempo porque era una criatura solitaria; apenas se mezclaba con los de su propia especie. Ni siquiera podía recordar la última vez que se había encontrado a alguien de su lejano pasado. Siempre le había resultado más sencillo tratar con criados humanos; a ellos sí podía controlarlos.
Un chófer ataviado con un elegante traje y una gorra con visera se apeó del impresionante vehículo. Quetzalcoatl enseguida se percató de que había algo que no encajaba, pues aquel hombre, aunque también podría ser una mujer, caminaba de una forma extraña y, cuando el conductor volvió la cabeza, el Inmemorial creyó distinguir una mirada negra y sólida. El chófer se quitó el sombrero, dejando así al descubierto una cabeza calva y unas orejas de murciélago, antes de abrir la puerta trasera del automóvil.
Y entonces salió una figura.
Se trataba de una criatura esbelta y elegante, enfundada en un abrigo de pieles que alcanzaba el suelo y que se había tejido con los pelajes de animales que hacía eones que no pisaban esta tierra. Y tenía la cabeza de un felino. Era Bastet.
Quetzalcoatl observó a la Inmemorial cruzar el aparcamiento, acercándose lentamente a él, y no pudo evitar notar una extraña sensación, algo que no había sentido en milenios: miedo. La cola de la serpiente, que hasta entonces había permanecido oculta, se deslizó por debajo de su abrigo y el Inmemorial empezó a golpearla contra el suelo con nerviosismo. Puede que contactar con la diosa de cabeza gatuna hubiese sido un tremendo error.
—Ha pasado mucho tiempo, Quetzalcoatl —saludó utilizando la antigua lengua de Danu Talis.
La Serpiente Emplumada se quitó el sombrero para realizar una respetuosa reverencia.
—Mucho.
Bastet inclinó su cabeza felina hacia un lado mientras observaba con atención al Inmemorial. Le era imposible leer su expresión, pero a Quetzalcoatl le dio la impresión de que Bastet estaba disfrutando de su encuentro.
—Gracias por venir —continuó—. Estaba seguro de que…
—Oh, nosotros, los Inmemoriales, debemos permanecer unidos —interrumpió Bastet entre siseos—, sobre todo ahora, en estos tiempos tan interesantes —puntualizó. Los tacones de las botas de la Inmemorial resonaban contra el suelo a medida que avanzaba por el aparcamiento, acercándose así a la Serpiente—. Tu llamada fue una alegría. Una sorpresa también, debo admitirlo. Pero una alegría al fin y al cabo.
Quetzalcoatl se preguntaba si la Inmemorial con cabeza de gato estaba siendo sarcástica; la frialdad con la que hablaba le confundía sobremanera.
—He intentado ponerme en contacto contigo en más de una ocasión —murmuró—, pero ya sabes que el tiempo pasa volando.
—Deberíamos vernos más a menudo; de hecho, somos casi vecinos —ronroneó ella.
Ahora ya no le cabía la menor duda: estaba siendo sarcástica. Le despreciaba por lo ocurrido en Danu Talis hacía ya más de diez mil años.
—Así pues, ¿necesitas mi ayuda?
—Sí. Pensé que podrías echarme una mano —reconoció—. Estamos muy cerca. La victoria está casi en nuestras manos. Y no quiero dejar nada al azar.
—Muy inteligente —opinó Bastet ondeando la mano derecha, rasgando la cortina de niebla con las zarpas—. ¿Esto es obra tuya? Debo admitir que es un detalle impresionante.
—Gracias. Creí que darías tu consentimiento.
—Al ser humano siempre le ha aterrorizado la noche. En especial las noches de niebla. En lo más profundo de sus recuerdos genéticos deben recordar qué se siente al ser perseguido y acorralado —dijo la diosa mostrando sus afilados dientes tras una salvaje sonrisa.
Quetzalcoatl alzó la mano para señalar hacia la derecha.
Entre la espesa nube de bruma se lograba distinguir una figura metálica. El Inmemorial parpadeó y, acto seguido, las pupilas cambiaron de forma. De repente, la Serpiente Emplumada empezó a ver el mundo a través de una visión roja y negra.
—El puente Golden Gate está aquí —dijo apuntando hacia la izquierda—. No sé si puedes verla, pero allí está Alcatraz…
—Claro que veo la isla. ¿Acaso te has olvidado de qué soy, en qué me convertí? —siseó con tono molesto.
—La Mutación nos cambió a todos —dijo Quetzalcoatl con sumo cuidado.
—A unos más que a otros.
—Así es —continuó la Serpiente Emplumada—. Más allá de Alcatraz se encuentra la isla del Tesoro y, justo detrás del islote, el puente de la Bahía.
Bastet se levantó las solapas de su abrigo de pieles.
—No he venido hasta aquí para que me des una clase de geografía.
—Esta niebla ha invadido todo lo que está a cien kilómetros a la redonda. Nada se mueve, ni por tierra ni por mar. Me he asegurado de que se produzcan multitud de accidentes. Las autoridades están desplegadas por toda la ciudad. Todos los puentes están cerrados, incluyendo el Golden Gate —informó antes de consultar un gigantesco reloj que llevaba en la muñeca—. En breve, un barco petrolero atravesará la bahía a la altura del puente Dumbarton y estallará.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bastet.
—Porque no quiero dejar nada al azar —respondió comprobando otra vez el reloj—. En cuestión de cinco minutos habrá una serie de percances en las barreras de peajes del puente de San Mateo y, de esta forma, todos los puentes estarán sellados. Y en diez minutos, la compañía de gas y electricidad, que abastece de energía a casi toda esta parte del país, va a sufrir varios fallos informáticos —añadió Quetzalcoatl con una aterradora sonrisa—. La costa entera se quedará a oscuras.
—¿Puedes hacer eso?
—Por supuesto. Ya lo probé hace un par de años en la Costa Este. El apagón fue todo un éxito.
—Todo esto es muy admirable. Bueno, ¿y para qué me necesitas? —quiso saber Bastet.
—¿Estás al corriente de que tenemos criaturas atrapadas en Alcatraz?
—Sí, algo he oído.
—Y sabes que Dee nos ha traicionado, ¿cierto?
—Sé que ha sido declarado utlaga.
—Supuestamente, él debía ocuparse de liberar a las bestias de la isla, pero no lo hizo y ahora ha desaparecido sin dejar rastro.
—¿No tienes a algún humano que puedas utilizar? —siseó Bastet—. No me quedan criados en esta parte del continente.
—Encargué el trabajo a dos de mis mejores sirvientes: Billy el Niño y Black Hawk —dijo. Después hizo una pausa y tosió—. Les acompañaba el inmortal italiano, Nicolas Maquiavelo.
Bastet bufó como un felino.
—Hay ciertos humanos que deberíamos haber matado y habernos comido hace mucho tiempo. Los Flamel, por ejemplo, y Dee. Y, desde luego, Maquiavelo. Sabes que adoro la comida italiana.
Quetzalcoatl suspiró.
—Estoy completamente de acuerdo contigo. Maquiavelo y Billy fueron a la isla para despertar a los monstruos y soltarlos en la ciudad.
—¿Y? —preguntó Bastet volviéndose hacia San Francisco, inclinando la cabeza hacia un lado para fingir prestar atención—. No oigo gritos.
—Fracasaron —confesó Quetzalcoatl en voz baja—. No sé cómo. Vi con mis propios ojos al Lotan nadar en dirección al Embarcadero, pero el matrimonio Flamel se deshizo de la criatura. He perdido el contacto con Billy y Maquiavelo, y Black Hawk ha desaparecido como por arte de magia. Supongo que ahora están todos muertos —dijo haciendo rechinar los dientes—. Estábamos cerca, señora. Muy cerca. Teníamos, y seguimos teniendo, una isla repleta de monstruos a menos de dos kilómetros de las calles de la ciudad y cuando por fin conseguimos que una de las bestias alcance la orilla, un par de inmortales nos vencen.
—¿Cuántos inmortales?
—A decir verdad, un puñado. Flamel, su peligrosa esposa, el guerrero japonés y, por desgracia, nuestro Prometeo.
Bastet se estremeció.
—Tenía entendido que jamás abandonaba su Mundo de Sombras.
—Su reino ha dejado de existir. Ahora no es más que sombras y polvo.
—Qué curioso. ¿Y qué hay de los supuestos mellizos de la leyenda? Los Flamel y Dee estaban convencidos de que los tenían. Una vez más.
Quetzalcoatl dejó escapar una pícara sonrisa.
—Se han esfumado. No han dejado rastro, y eso que les he buscado en todo el continente americano.
—Es un consuelo, al menos.
—Sin duda los Flamel habrán pedido ayuda. Cuanto más tardemos, más tiempo les estamos concediendo para que lleguen sus refuerzos.
—También tenemos a unos cuantos amigos que vienen hacia aquí, ¿no?
—Algunos. En este instante, criaturas y monstruos estarán reuniéndose para tomar una decisión. Pero ¿acaso no sabes que todos los héroes humanos inmortales y todos los dioses de mitología y leyenda apoyan al matrimonio Flamel en su causa? No me cabe la menor duda de que están de camino.
—Entonces no perdamos más tiempo. Debemos conseguir que los monstruos lleguen a la costa para poner en marcha la fiesta.
—Según el plan original, Maquiavelo y Billy tenían que despertar a las criaturas y sacarlas de las celdas donde estaban encerradas. Se suponía que Black Hawk debía pilotar un barco turístico hacia el espigón, cargar las criaturas y acercarlas a la ciudad. Después, regresaría a la isla a por más bestias.
—Pero ahora este tal Black Hawk ha desaparecido.
—Me temo que las Nereidas se lo han zampado.
—Pero ¿tienes un segundo plan?
—Siempre.
—No lo dudaba.
—Ahora mismo hay un barco turístico amarrado al muelle de la isla. El capitán está tratando de reunir a los monstruos más grandes, horrendos, hambrientos y aterradores que pueda encontrar. Los traerá a tierra firme y los liberará en las calles de San Francisco. Después irá a por un segundo lote.
—¿Y puedes confiar plenamente en este capitán?
—Es mi hermano.
—No sabía que tenías un hermano.
—Abandonó la isla de Danu Talis mucho antes del hundimiento. La Mutación fue muy cruel con él. Pero cuando me di cuenta de que necesitaba alguien de quien pudiera fiarme supe que podía contar con él. Se alegró, incluso diría que se entusiasmó, al saber que podía ayudarme —explicó con una sonrisa de desagrado—. Después de todo, si no puedes fiarte de tu propia familia, ¿en quién confiar?
—Entonces, ¿por qué me necesitas? —preguntó Bastet, ignorando la burla. Su hijo Aten le había traicionado—. Intuyo que hay un «pero» en todo este asunto…
—Los Flamel y compañía harán todo lo que esté en su mano para desbaratar nuestro plan.
—De modo que no tenemos otra alternativa que eliminar al matrimonio, Prometeo y Niten, ¿verdad?
—Así es, y tenemos muy poco tiempo, así que debemos atacarles antes de que lleguen sus refuerzos.
Bastet miró a la Serpiente Emplumada con los ojos entrecerrados.
—¿Y estás seguro de que no tienen más aliados en la ciudad?
—Todos están en la isla —dijo con una amplia sonrisa—. Con suerte, servirán como aperitivo para alguna criatura espeluznante.
Bastet se frotó las manos haciendo rechinar las zarpas.
—Sencillo, entonces. Dividimos sus fuerzas. Enviamos algo que mantenga ocupados a los guerreros, a Prometeo y Niten. Sin su ayuda, Nicolas y Perenelle no son más que una pareja de humanos inmortales que envejecerán si usan su energía. Sé de buena tinta que el poder de sus auras ha menguado con el paso de los días.
—¿Qué podemos enviarles? No me quedan recursos.
—Ah, pero yo tengo unos cuantos —dijo mientras metía la mano en el bolsillo y buscaba una funda de cuero. Cuando la sacudió, el interior produjo el ruido de un sonajero—. ¿Te acuerdas? ¿Los dientes de Drakon?
—Los espartoi —dijo Quetzalcoatl.
Bastet asintió con la cabeza.
—Guerreros indestructibles.
—Perfecto. Sencilla y llanamente perfecto.
Quetzalcoatl comprobó su reloj por tercera vez y la pantalla iluminó su rostro de color verde.
—En cinco… cuatro… tres… dos… uno.
Y toda la ciudad se sumergió en una oscuridad absoluta.
Las alarmas antirrobo empezaron a bramar, pero en aquella niebla tan envolvente, el sonido parecía el quejido de un diminuto e inofensivo ratón.