Tengo entendido que se ha producido una… situación un tanto incómoda antes —dijo Osiris.
—No —espetó Virginia sin alterar la voz.
La inmortal observaba a los criados que rodeaban la mesa redonda de oro y plata ubicada en el centro del jardín trasero de la casa circular. Ninguno de aquellos sirvientes era humano. Todos tenían un cuerpo humano pero sus rasgos eran salvajes y tenían cierto aire animal. Las criaturas femeninas parecían tener genes felinos, mientras que las masculinas se asemejaban bastante a perros y puercos. Y no había dos bestias idénticas.
Un trío de mujeres-gato apareció por la puerta. Una tenía la piel cubierta de suave pelaje, otra lucía una larga cola felina y la tercera tenía el rostro y los hombros cubiertos del estampado típico de leopardo. Y todas ellas tenían bigotes. Dejaron sobre la mesa gigantescas cestas de fruta y se alejaron del jardín sin producir sonido alguno, apoyándose sobre las cuatro patas.
—¿Manipulación genética? —preguntó Virginia.
—Algo parecido —contestó Osiris—. Una combinación de pericia de los Señores de la Tierra, los Arcontes y, cómo no, de los Grandes Inmemoriales, avivada por nuestras auras. Isis y yo estamos creando infinidad de Mundos de Sombras y necesitamos poblarlos. Y el ser humano no puede adaptarse a todos los reinos. El humano medio a duras penas consigue sobrevivir en este mundo. Así que modificamos algún aspecto y les otorgamos ciertas ventajas o virtudes. Las mujeres-gato, por ejemplo, son idóneas para un mundo selvático y pondremos a prueba a los perros y cerdos como cazadores y rastreadores. Son lo bastante flexibles como para adaptarse a multitud de entornos distintos.
—¿Es ciencia o magia? —preguntó Virginia.
—¿Quién dijo que la tecnología avanzada apenas puede distinguirse de la magia? ¿Einstein? ¿Newton?
—Clarke —respondió la inmortal en voz baja.
—En esencia, los humanos son una raza muy vulnerable. Nosotros les concedemos algunas virtudes que la naturaleza por sí sola olvidó.
—El ser humano ha sido capaz de extenderse por todo el globo terrestre, de vivir en multitud de entornos, y todo sin ninguna de vuestras virtudes —rebatió Virginia—. Se adaptan, siempre lo han hecho y siempre lo harán. Lo que estáis haciendo está mal.
—Estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo.
—Odio esa frase.
Osiris y Virginia Dare estaban sentados frente a frente. Les separaba un estanque redondo que decoraba un pequeño jardín. Sobre ellos, un toldo de seda estampado les protegía de la luz del sol. El jardín estaba repleto de flores distintas y la atmósfera desprendía un aroma floral delicioso. Virginia se había criado en el bosque y había recibido clases de botánica y horticultura. Aun así, no era capaz de reconocer más que un puñado de plantas. Unos gigantescos nenúfares cubrían la superficie del estanque y unas diminutas ranas transparentes saltaban de hoja en hoja, siguiendo el rastro del sol. Las ranas siseaban como gatos.
Osiris se había cambiado de ropa y ahora llevaba una camisa de lino blanca y unos pantalones del mismo color hasta los tobillos. Iba descalzo y Virginia Dare no pudo evitar fijarse en que llevaba las uñas de los pies pintadas de negro.
—¿Qué ha pasado con los anpu? —preguntó Osiris.
La mirada grisácea de Virginia se tornó dorada tras un parpadeo.
—Oh, eso —dijo como si nada—. Se cruzaron en mi camino.
—Se habrían apartado y os habrían dejado pasar si os hubierais identificado. Fue un error —reprendió Osiris con una sonrisa apenas perceptible y, sin duda, falsa.
—Su error fue intentar detenerme.
—¿Siempre juzgas con tanta dureza a todos los que se cruzan en tu camino?
—Sí —respondió con la misma sonrisa del Inmemorial—. No me gusta que nadie o nada intente privarme de mi libertad.
—Lo recordaré.
—Hazlo. Crecí sin nada. Sin ropa, sin comida, sin dinero, sin posesiones. Lo único que tenía era mi libertad. Aprendí a apreciarla.
Osiris entrelazó los dedos.
—Eres una persona interesante, Virginia Dare.
—No te creas. En realidad soy muy sencilla y mi regla es igual de simple: quédate fuera de mi camino y yo no me cruzaré en el tuyo.
—Eso también lo recordaré.
Una repentina carcajada de Sophie captó su atención y tanto Virginia como Osiris se volvieron hacia la joven. A través de una pared de cristal, vislumbraron a los dos mellizos explorando la inmensa casa circular.
—Es la primera vez que la oigo reír —recalcó la inmortal antes de darse la vuelta hacia el Inmemorial—. Su llegada aquí no ha sido una sorpresa. Me da la sensación de que estamos cerca de la última parte de un plan que se tramó hace mucho tiempo.
Osiris se recostó sobre un sillón que había sido tallado de un bloque de oro sólido y se frotó las manos.
—Eres muy astuta.
—Subestímame por tu cuenta y riesgo —respondió con una pícara sonrisa—. Mi maestro Inmemorial lo hizo, y sabes de sobra qué le ocurrió.
—Me pregunto si serías tan valiente sin tu flauta —opinó Osiris.
Virginia buscó bajo su camisa la sencilla flauta de madera. La extrajo de su funda de tela y los rayos de sol iluminaron las florituras talladas en la madera. De pronto, Osiris se puso tenso y la inmortal se percató de que había dejado caer los brazos de ambos lados del sillón. Supuso que había un arma oculta bajo uno de los apoyabrazos, un puñal o una estrella. De forma abrupta, lanzó la flauta hacia el Inmemorial.
Osiris cogió el instrumento al vuelo y, con tan solo rozarlo, la piel de la palma de su mano chisporroteó y empezó a humear. Acto seguido, arrojó la flauta hacia el estanque, pero Virginia la interceptó y la hizo girar una sola vez para producir una nota. Después, la volvió a guardar en la funda con un movimiento ágil y suave.
El Inmemorial se derrumbó sobre las rodillas y sumergió la mano en el agua.
—Podrías haberme avisado —comentó.
—Si te hubiera dicho que no podrías tocarla, ¿me habrías creído?
—Seguramente no —admitió.
—Una imagen vale más que mil palabras.
—Ya me he encontrado con artefactos como esos antes —comentó Osiris—. La mayoría fueron creados por los Señores de la Tierra y los Arcontes. Nunca he comprendido por qué los Inmemoriales no podemos ni siquiera acercarnos a ellos. ¿Tú lo sabes?
—Sí, lo sé —respondió Virginia Dare.
—¿Y no piensas decírmelo?
—No, de ningún modo.
Osiris giró el sillón dorado y volvió a sentarse sin secarse la mano.
—Señorita Dare, menuda revelación —murmuró—. Ahora me doy cuenta de que, durante siglos, he estado tratando con el agente humano equivocado. Dee era un idiota, una herramienta inútil, no nos engañemos. Deberíamos haber contratado tus servicios.
Virginia Dare negó con la cabeza.
—Siempre pudisteis tener el control sobre el doctor. Jamás habríais podido controlarme.
Osiris asintió.
—Puede que tengas razón. Pero quizá te habríamos tratado de una forma distinta.
—¿Con honestidad, por ejemplo?
—Siempre fuimos honestos con el Mago —confesó el Inmemorial con sinceridad—. Sin embargo, Dee casi nunca fue honesto con nosotros; y tú debes saberlo.
—¿Para qué necesitáis a los mellizos?
Osiris se llevó su mano quemada a los labios y se lamió la herida. El Inmemorial observaba con detenimiento a la inmortal y, de forma repentina, sonrió de oreja a oreja.
—Podría decírtelo, pero entonces tendría que matarte.
—Si no me lo cuentas, quizá sea yo quien te mate a ti —replicó Virginia con la misma sonrisa.
—Podrías intentarlo.
—Así es. Pero en realidad no quieres ponerme a prueba —dijo Virginia.
De repente, las voces de Sophie y Josh retumbaron en toda la casa, y el Inmemorial y Virginia se volvieron hacia el sonido. Instantes más tarde, los mellizos se acercaron al jardín.
—Te diré lo que pienso —susurró Virginia—. Necesitas sus auras. Necesitas el poder del Oro y la Plata para algo. Para algo espectacular. ¿Tengo razón?
—No andas equivocada —siseó Osiris.
—Pero hay algo que me inquieta —añadió.
El Inmemorial continuó lamiéndose la herida.
—¿De veras sois sus padres?
—Son nuestros hijos —dijo tras meditar la respuesta—. Llevamos toda la vida preparándoles para esto.