Nicolas y Perenelle se sentaron sobre las sillas metálicas de la terraza del Hard Rock Café, en la entrada del Embarcadero 39. Aunque eran las siete de la tarde algo pasadas y en esta época del año no anochecía hasta las nueve de la noche, la densidad de la niebla había provocado que la noche llegara de forma prematura. Una penumbra fría, húmeda y grisácea cubría toda la ciudad y nadie podía ver más allá de unos cuantos centímetros. El tráfico había disminuido considerablemente y las calles estaban casi vacías. Incluso varios restaurantes y tiendas del Embarcadero habían cerrado sus puertas.
Nicolas tomó aire.
—Debo decir que nunca pensé que pasaría mi última noche con vida en la terraza de un restaurante. Y menos aún que sería en una noche de niebla en San Francisco. Siempre deseé morir en París.
Perenelle alargó el brazo para acariciar la mano de su marido.
—Piensa en las alternativas —dijo utilizando el francés antiguo de su juventud.
—Tienes razón —contestó él en tono cariñoso—. Podría estar solo.
—O yo —replicó Perenelle—. Después de todos estos años… me alegro de que todavía sigamos juntos.
—Y todo gracias a ti —dijo el Alquimista.
Se giró para contemplar a su esposa y acarició el antiguo escarabajo que la Hechicera llevaba colgado de un collar bajo la camisa. Habían pasado tantas cosas en las últimas horas que daba la sensación de que hubieran pasado años. Sin embargo, hacía tan solo unas horas que Perenelle había utilizado el poder de las auras de Tsagaglalal y Sophie para transferirle una porción de su aura a través del escarabajo. Le había regalado veinticuatro horas más de vida. A cambio, su esposa había sacrificado un día de su propia vida. Ninguno de los dos necesitaba un reloj para saber que les quedaban unas diecinueve horas de vida. No tenían intención alguna de dormir aquella noche.
Perenelle alargó el brazo y rozó la mejilla de su marido con la palma de su mano izquierda.
—Te lo dije una vez: no quiero vivir en un mundo sin ti.
—Yo tampoco —susurró Nicolas.
El Alquimista era consciente del terrible coste que su esposa había tenido que pagar para regalarle un día más de vida. Distinguió nuevas líneas de expresión en sus ojos y arrugas alrededor de la boca.
La Hechicera había pasado siglos junto a Nicolas, así que le resultaba muy sencillo leer su expresión.
—Sí, he envejecido —admitió—. Cada hora que pasa me crecen más canas —dijo peinándose el cabello—. Siempre te avisé de que me saldrían canas por tu culpa —bromeó mientras pasaba una mano sobre la cabeza rapada de Nicolas. El Alquimista apenas tenía canas y lucía una barba y un bigote aún oscuros—. En cambio tú… Sigues pareciendo joven.
—No tan joven —puntualizó Nicolas.
—No tan joven —acordó Perenelle—. Pero bastante joven. Nadie adivinaría que en unos meses cumplirás seiscientos setenta y siete años.
El Alquimista le apretó la mano.
—Es un cumpleaños que no podré celebrar. Pero aun así —dijo con una sonrisa—, seiscientos setenta y seis no están nada mal.
—Recuerda que cada vez que utilices tu aura estarás agotando la energía que queda en el escarabajo.
La Hechicera palpó la piedra que llevaba alrededor del cuello y una chispa blanca saltó de sus dedos, crepitando bajo el algodón de la camisa.
—Lo entiendo. Trataré de guardarla hasta que la necesite.
—La vas a necesitar pronto. Ese truco con el loro podría haberte costado un par de horas de vida.
Nicolas negó con la cabeza.
—Treinta minutos a lo sumo. Y mereció la pena. Había olvidado qué divertido era volar. Además, gracias a mi ardid, ahora sabemos muchas cosas. Hemos descubierto que Maquiavelo y Billy el Niño son ahora nuestros aliados.
—No confío en él.
—¿En cuál de ellos?
—En ninguno de los dos. Pero sobre todo no me fío de Maquiavelo. Al menos con Dee ya sabíamos de qué lado estaba.
—Siempre he sentido un poco de lástima por el Mago inglés —reconoció Nicolas—. Y debo admitir que admiro al italiano. Creo que, en otras y muy distintas circunstancias, podríamos haber sido grandes amigos.
La Hechicera hizo una mueca.
—Recuerda el episodio del monte Etna —dijo.
—Le venciste. Eso le debió doler, y mucho, en su orgullo.
—Te envenenó. ¡Y causó la erupción del volcán!
—Francamente, no creo que aquello fuera su culpa. Eso fue consecuencia de tu aura, que encendió al volcán. Pero da lo mismo, estos son tiempos muy extraños. Están ocurriendo multitud de cosas que ignoro por completo. Llevemos a nuestros aliados a un lugar donde podamos encontrarles. De todas formas —añadió con una amplia sonrisa—, ¡estaremos muertos por la mañana, y ya no será problema nuestro!
—¡Eres imposible! —exclamó Perenelle soltando la mano de su marido y cruzándose de brazos—. No digas eso.
—Es la verdad.
Perenelle se giró en la silla metálica para echar un vistazo al Embarcadero.
—¿Dónde están los chicos? —preguntó.
—Estás cambiando de tema deliberadamente, ¿verdad?
—Sí.
Y en ese preciso instante, dos figuras, una esbelta y la otra corpulenta, aparecieron de entre la densidad de la niebla. Eran Niten y Prometeo. El gigantesco Inmemorial llevaba una bandeja de plástico con tres vasos de cartón blanco y el japonés llevaba una taza más pequeña y una bolsa de papel marrón con un pastelito dentro.
Prometeo se sentó junto a la pareja y ofreció a Nicolas y Perenelle los vasos de café humeante.
—Hemos pensado que, como sois franceses, preferiríais café en vez de té —dijo mirando de reojo a Niten—. De hecho, ha sido idea de Niten.
—Yo he pedido té —comentó el inmortal.
—No hay leche, pero hay sobres de azúcar en la bolsa.
—Gracias —dijo Perenelle.
La Hechicera cogió el vaso blanco con ambas manos y sorbió con cautela. Después, bajó la cabeza para que el Inmemorial no se diera cuenta de la expresión de asco y repugnancia en su rostro.
—Necesita azúcar —murmuró.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Nicolas antes de dar un sorbo al café—. No está mal, pero necesita azúcar.
El Alquimista cogió tres sobrecitos marrones de azúcar y los vertió sobre el café.
—La ciudad está casi cerrada —dijo Prometeo pasándose la mano por el pelo. El día antes lucía una cabellera pelirroja; ahora, en cambio, se había teñido de un color grisáceo sucio—. Fijaos en vuestro alrededor: es junio y estamos en el Embarcadero número treinta y nueve. Este lugar debería estar iluminado por decenas de faros y a rebosar de gente. Y está prácticamente desierto. El restaurante tiene la televisión encendida. Por lo visto, ha habido docenas de accidentes en las carreteras, el aeropuerto está cerrado y el tráfico marino se ha detenido. Se está considerando la opción de cerrar el puente de la Bahía y el Golden Gate. El presentador de las noticias aseguraba que era la peor niebla del último siglo.
Nicolas inspiró hondamente.
—Y no es una bruma normal y corriente. ¿Qué, o debería decir a quién, podemos oler? —preguntó.
El inmortal japonés sacudió la cabeza.
—Algo muerto y podrido.
Nicolas miró a su esposa.
—¿Reconoces ese hedor?
Perenelle hizo un movimiento negativo con la cabeza. Alejó el vaso de café para poder respirar aire fresco.
—Carne putrefacta —sugirió antes de volver a acercarse el vaso para ocultar la peste con el delicioso aroma del café—. Ese olor podría corresponder a media docena de Inmemoriales. Algunos desprenden un perfume extraño y, por lo visto, muchos prefieren oler a carne putrefacta —dijo sonriendo a Prometeo—. Sin ánimo de ofender.
—No te preocupes. Nunca he estado tan orgulloso de mí mismo —respondió Prometeo. Después se acabó el café de un sorbo, hizo una bola con el vaso de cartón y lo lanzó hacia una papelera—. Hay dos posibilidades en la Costa Oeste —susurró—. Podría ser Quetzalcoatl o, peor aún, Bastet. Ambos Inmemoriales se decantan por el perfume a carne podrida.
—¿Quién crees que es? —preguntó Perenelle.
Prometeo sacudió la cabeza.
—Hace unos instantes creí que podría tratarse de Quetzalcoatl. Me pareció captar un tufillo exótico y algo picante en el aire.
Niten inspiró hondamente.
—No lo entiendo. Lo único que puedo distinguir es carne putrefacta y quizás un olorcillo a felino. Aunque también podría provenir de un gato real que merodea por la isla —agregó.
—O quizá son los dos Inmemoriales —propuso Perenelle.
Prometeo negó con la cabeza con convicción.
—No, eso es imposible que ocurra. Son enemigos acérrimos.
—¿Por qué? —quiso averiguar Niten.
—Por algo que sucedió hace mucho, mucho tiempo, antes de que Danu Talis se hundiera. Jamás unirán sus fuerzas.
Una bocina que alertaba de la niebla retumbó en el Embarcadero y todos se quedaron en silencio para escuchar el rugido.
—Algo malo va a ocurrir —susurró Nicolas. Dejó el vaso de café sobre el suelo y se frotó las manos—. ¿Has conseguido contactar con alguien?
El Inmemorial negó con la cabeza.
—Con algunos, pero no es suficiente. Las criaturas leales a la raza humana ya están al corriente de los disturbios y tengo la esperanza de que estén de camino. Por supuesto, eso mismo puede aplicarse a todos los siervos y fieles de los Oscuros Inmemoriales. Sin embargo, he podido hablar con Barbarroja…
—¿El emperador o el pirata?
—El emperador —aclaró el Inmemorial—. Está en Chicago pero vendrá en el primer avión de la mañana. Eso si está abierto el aeropuerto de San Francisco, claro está. Ya ha corrido la voz por la Costa Este, así que todos los inmortales e Inmemoriales están informados. Traerá a todos los que pueda.
—Ya será demasiado tarde —dijo Perenelle—. Les necesitamos ahora.
—Me ha afirmado que la inmortal Zenobia y el Inmemorial Pyrgomache ya están de camino. Viajan en un autobús de la compañía Greyhound.
—No conseguirán llegar con esta niebla —intercedió Perenelle—. Y no me fío de Zenobia. Siempre he desconfiado de ella.
—He hablado con Khutulun —dijo Niten—. Ahora se dedica a la cría de caballos en Kentucky.
Los Flamel menearon la cabeza de forma simultánea.
—¿Quién es? —preguntó Nicolas.
Niten contestó con una sonrisa maliciosa.
—Probablemente la guerrera más famosa y de la que no habéis oído hablar. Es la sobrina de Kublai Khan, así que está directamente emparentada con Genghis Khan. Primero fue entrenada por Scathach y, más tarde, por su hermana, Aoife. Aoife solía llamarla Luna Reluciente y en varias ocasiones comentó que era la hija que siempre había querido tener. Khutulun me ha afirmado que saldría en una hora.
—¿Viene en coche? —preguntó la Hechicera.
—Khutulun no vuela.
—Aunque no pare para dormir, está al menos a dos días de viaje —dijo Perenelle—. Todo habrá acabado cuando llegue.
—Es consciente de ello. Me ha asegurado que vengaría nuestra muerte.
—Bueno, es un consuelo.
—Iba a hacer una pequeña parada en Wyoming para recoger a los Inmemoriales Ynaguinid y Macanduc.
Prometeo hizo un gesto de asentimiento.
—Tremendos guerreros —opinó—. Los más valientes de los valientes.
—… que están ahora mismo en Wyoming —objetó Perenelle—. Así que no nos sirven en absoluto.
—Davy Crockett ya ha salido de Seattle y viene en coche —añadió Niten.
—Pero eso está al menos a un día de viaje. No logrará llegar a tiempo —apuntó Nicolas antes de acabarse el café y dejar con sumo cuidado el vaso vacío sobre la bandeja—. Resumiendo: mucha ayuda ha decidido venir hasta aquí, pero nadie va a conseguir llegar a tiempo.
El Inmemorial y el japonés dijeron que sí con un gesto de cabeza.
—Y, al mismo tiempo —añadió Perenelle—, sabemos que varios Oscuros Inmemoriales viven cerca de la ciudad. Eris tiene una casa justo en la calle Haight-Ashbury…
Prometeo hizo un gesto despectivo con la mano.
—Podemos ignorarla. Lleva mucho tiempo quieta, sin hacer nada. Ahora invierte todo su tiempo en tejer a ganchillo.
—¿Estamos hablando de la misma Eris que provocó la Guerra de Troya porque no recibió una invitación de boda? —preguntó Perenelle, incrédula—. ¿De veras crees que se quedará sentada haciendo ganchillo mientras el resto de su asqueroso clan invade la ciudad?
—Es probable que no —decidió Prometeo.
—Así que estamos solos —resumió Nicolas.
—Ya lo he comentado antes. La isla es la clave —dijo Niten.
—Estoy preocupado por Odín y Hel —continuó el Alquimista—. Y también por Marte. Hace un rato, Hel estaba herida y apenas podía mantenerse en pie sin ayuda. Y me inquieta qué ha pasado con Black Hawk. Ha desaparecido del mapa sin dejar rastro. Temo que le haya perdido, que las Nereidas le hayan atacado.
—Debemos trasladar la batalla al corazón del enemigo —propuso Niten con decisión—. No nos queda otra opción que llevar la iniciativa. Si nos retrasamos, los Oscuros Inmemoriales llegarán y nos veremos obligados a luchar en dos frentes. Y esa es una batalla que no podemos ganar. Debemos llegar a Alcatraz.
—¿Cómo? —preguntó Prometeo—. Ningún barco se atreverá a salir a la bahía con esta niebla.
Nicolas miró a su esposa por el rabillo del ojo.
—¿Recuerdas cuando estuvimos en la isla de Man y Dee apareció por sorpresa con los devoradores de muertos que había adiestrado? ¿Te acuerdas cómo conseguimos salir de allí?
Perenelle esbozó una sonrisa de satisfacción.
—Jamás me olvidaré de la expresión del Mago —respondió. Y, de repente, la sonrisa se desvaneció—. Pero, Nicolas, entonces éramos mucho más jóvenes y mucho, muchísimo, más fuertes.
—De acuerdo, entonces utilizaremos un poco de aura —replicó encogiéndose de hombros—. No tenemos nada que perder.
La Hechicera se inclinó hacia delante para besar a su marido en la mejilla.
—Es cierto.
—¿Cómo os las arreglasteis para huir de la isla? —preguntó Niten.
—Caminando.
—¿Sobre el agua?
Nicolas y Perenelle Flamel asintieron con la cabeza.