Prometeo alzó la mano, cubierta con un guante metálico.
—Agarraos fuerte. Estamos a punto de alcanzar el cénit de nuestro vuelo.
La tullida vímana Rukma se quedó suspendida en el aire durante un momento. Entonces se produjo un repentino bandazo. Al mismo tiempo, todas las pantallas de la nave se resquebrajaron hasta hacerse añicos; las placas de metal que cubrían el suelo se despegaron, tornillos y pernos se desplomaron de las paredes y un diminuto fuego empezó a arder en los controles, bajo los pies de Prometeo. El Inmemorial pisó las llamas en un intento de extinguirlas.
—Y ahora nos caemos.
La vímana Rukma se sumergió en el aire. William Shakespeare empezó a gritar con un tono sorprendentemente agudo que acabó siendo una tos áspera. El Caballero Sarraceno le asestó una suave patada en el brazo.
—Estoy convencido de que el hombre que escribió tanto sobre la muerte ha debido reflexionar mucho sobre ella. Has escrito miles de historias basadas en la muerte, Will —reprochó Palamedes.
—Muchísimas —respondió Shakespeare con voz aguda—. Pero no he pensado mucho en caer en picado, dar varias volteretas en un aeroplano y estrellarme en una bola de fuego.
—Dudo que haya fuego —puntualizó Prometeo.
—Eso me alivia. Así pues, solo nos caeremos en picado, daremos volteretas y nos estrellaremos.
Juana de Arco se inclinó hacia delante.
—Siempre me ha gustado tu verso «Ya que en ese sueño de muerte, qué sueños podrán venir»… Muy poético. Es un sentimiento muy francés. Me sorprendió saber que lo había escrito un bardo inglés —añadió con una sonrisita.
—Hamlet —desveló Will—. Una de mis obras favoritas.
Palamedes sonrió de oreja a oreja, dejando al descubierto una dentadura prístina que contrastaba con su tez bronceada.
—Y qué hay de: «Lamento, ruina y destrucción: clamo contra decadencia y muerte, y muerte tendrá consumación».
—De Ricardo II —adivinó el inmortal inglés—. Sabía que no te olvidarías de ese verso. A pesar de haberlo escrito yo, debo reconocer que es un gran verso.
Saint-Germain cruzó las piernas.
—Debo admitir que siempre he admirado al rey Juan: «Muerte, muerte. ¡Oh, queridísima muerte!… Ven y sonríeme que ya vendrán tiempos peores» —citó mirando de reojo a su esposa—. Otro sentimiento muy francés, ¿no te parece?
—Toda la razón. Will, tienes que tener sangre francesa —insistió.
El Bardo se entrelazó las manos sobre el regazo y asintió con afabilidad. Al igual que la mayoría de los escritores, le encantaba charlar de sus obras y, tras aquellos comentarios, se había animado un poco.
—Bueno, es cierto que viví con una familia de hugonotes franceses en Cripplegate, en Londres, durante una época.
—Una influencia francesa. ¡Lo sabía! —exclamó Juana dando palmas.
—¿Ya habéis terminado con las citas sobre la muerte? —espetó Scathach.
—Oh, tengo algunas más —ofreció el Bardo.
—¡Basta ya! —gritó Scathach.
La Guerrera cerró los ojos y respiró hondamente. Una vez, hacía ya mucho tiempo, le habían revelado que moriría en un lugar exótico. Ahora se preguntaba qué podía haber más exótico que una vímana sobrevolando la legendaria isla de Danu Talis.
No le daba miedo morir, pues se había pasado toda la vida luchando. Siempre existía la opción de fallecer en cualquier batalla y, a decir verdad, a lo largo de los milenios había estado al borde de la muerte en más de una ocasión. Solo se lamentaba de una cosa: de no volver a ver a su hermana una última vez. Aoife había sacrificado su vida para mantener a la espantosa Coatlicue lejos de este Mundo de Sombras y de Scathach.
Y ahora Aoife estaba atrapada en el oscuro reino de Coatlicue, condenada a una eternidad de sufrimiento. A menos que alguien la rescatara. Pero ¿quién la salvaría? ¿Quién sería tan insensato, o valiente, como para aventurarse al reino de Coatlicue? Scathach había jurado que ella misma rescataría a su hermana, pero todo apuntaba que no sería capaz de mantener esa promesa.
—Tío, no pareces muy preocupado por nuestra inminente muerte —le dijo a Prometeo.
—Por última vez, jovencita, no soy tu tío —espetó el Inmemorial pelirrojo.
—Todavía no —replicó la Sombra—. Pero, por centésima vez, lo serás. A ver: ¿vamos a estrellarnos y morir?
—Estrellarnos, sí. ¿Morir? Quizá. Todo depende de si mis cálculos son correctos.
Scathach se revolvió en el asiento y, balanceándose, se dirigió hacia una portilla resquebrajada.
Estaban precipitándose hacia el bosque. Scathach meneó la cabeza. Aquello no encajaba. Se habían elevado muchísimo hacía cuestión de segundos, ¿cómo era posible que hubiera árboles tan cerca de la aeronave?
De repente se percató de que no eran árboles, sino un árbol, un único árbol. Estaban descendiendo hacia la copa de un solo árbol.
Scathach se lanzó hacia la cabina del piloto, rebotando en ambos lados de la nave para asomarse por las distintas portillas y tener así panorámicas diferentes. Aquel árbol era inmenso. Descomunal y con el tronco retorcido, se alzaba ante ellos como un muro infranqueable. Escudriñó el paisaje y descubrió que el tronco desaparecía entre la maleza del bosque. La copa del árbol estaba rodeada de nubes, como si quisiera alcanzar el cielo. Era consciente de que, ante sus ojos, tan solo se veía una minúscula parte del árbol, pero que en sí debía ser enorme.
—Yggdrasill —suspiró.
—El Árbol de la Vida —confirmó Prometeo.
—El Yggdrasill original de Danu Talis —murmuró Scathach asombrada.
—¿El original? Es el único de su especie.
Scathach abrió la boca para responder, pero finalmente decidió que lo más apropiado era mantenerse callada. No era la primera vez que veía el Yggdrasill. Sin embargo, el árbol que había contemplado en un Mundo de Sombras que hacía frontera con Mill Valley resultaba raquítico comparado con este. Y Dee lo había destruido.
—Deberías sentarte —ordenó Prometeo—. ¡Ahora!
La Sombra se dejó caer en su asiento y agarró con fuerza los apoyabrazos. Todos los tripulantes pudieron ver el árbol, acercándose cada vez más. La luz que se adentraba por las portillas de la vímana Rukma se había vuelto oscura y verdosa. Daba la sensación de que la aeronave estuviera cayéndose sobre un bosque, pero en realidad descendía sobre el ángulo de un costado del Yggdrasill.
—¡Sujetaos! —bramó Prometeo mientras las ramas empezaron a rascar y arañar la parte lateral de la vímana. Y entonces chocaron contra el inmenso tronco del Árbol del Mundo. Y la vímana se partió en dos.
Una gigantesca grieta dividió la aeronave, y la parte delantera de la vímana, con Prometeo y Scathach, se desplomó hacia delante. Por suerte, se cayó sobre una red de lianas y gigantescas ramas que amortiguaron el golpe. Una lluvia de hojas roció a Prometeo y su futura sobrina. La mitad trasera de la aeronave, en cuyo interior estaban Juana, Saint-Germain, Will y Palamedes, se derrumbó sobre multitud de ramas, que cedieron por el peso hasta romperse, y la vímana descendió varios metros en caída libre apoyándose sobre una rama infinitamente larga. La nave se tambaleó durante un segundo y, de pronto, la rama se partió. Un segundo crujido estalló en un millón de astillas. Bajo la rama tan solo se distinguía un vacío infinito y multitud de nubes.
Scathach salió a gatas de la vímana, agarró una liana y en un abrir y cerrar de ojos diseñó una cuerda. Ató la liana alrededor de la rama sobre la que estaba apoyada y se deslizó hacia la mitad de la aeronave donde estaban sus amigos.
Prometeo se quitó los guantes metálicos con los dientes, se ató una segunda liana alrededor de la cadera y se dejó caer sobre la mitad posterior de la vímana, que yacía bajo sus pies. A punto estuvo de aterrizar sobre las manos del Caballero Sarraceno.
—¡Rápido, rápido! —gritó Scathach.
La Sombra veía que la rama sobre la cual la vímana se estaba balanceando estaba a punto de romperse.
Magullado y ensangrentado por un corte en la frente, el conde de Saint-Germain levantó a una inconsciente Juana de su asiento y la cargó sobre el hombro. Agarrando la liana que le ofrecía Scathach con una mano, Saint-Germain se arrastró ayudándose de los pies hacia arriba. La Sombra clavó los pies en la rama y tiró de la liana. Ejerció tal fuerza que los dientes empezaron a rechinar mientras los músculos se tensaban.
Palamedes alzó a un tembloroso Will Shakespeare y le sujetó mientras le ataba la liana de Prometeo alrededor de su enclenque cuerpo, ajustando un nudo bajo sus brazos. Echó un vistazo al Inmemorial pelirrojo y asintió con la cabeza.
—Tira de él.
Los enormes brazos de Prometeo tiraron de la liana y el Inmemorial deslizó a Shakespeare a un lugar más seguro.
La rama crujió una vez más y se partió.
Palamedes saltó y, justo en el instante en que la rama se desprendió del tronco del árbol, se agarró del pie derecho del Bardo y se quedó colgando, balanceándose de un lado a otro.
Prometeo gruñó por el peso de más que pendía de la liana. Se le resbalaba la cuerda de las manos, rasgándole la piel, dejándola al rojo vivo; y entonces empezó a desmarañarse. El Inmemorial rugió de frustración.
—Will —llamó Palamedes mirando hacia arriba—. Tengo que soltarme…
—¡No! —gritó el Bardo con lágrimas en los ojos—. No, por favor…
—Will, si no lo hago, los dos moriremos. Y no hace falta que tal cosa ocurra.
—Espera… —suspiró Shakespeare—. Espera…
—Ha sido un honor compartir contigo una amistad que ha perdurado siglos…
—¡No!
—Cuando todo esto acabe, quizá te replantees volver a escribir. Dame un papel importante y hazme verdaderamente inmortal. Adiós, Will —se despidió el Caballero Sarraceno soltándose de la liana.
Se produjo un silbido y, de repente, un lazo de lianas abrazó el pecho de Palamedes en el mismo instante en que este se dejó caer. De forma abrupta, decenas de hilos y serpentinas de lianas se desprendieron de la parte superior y envolvieron a Juana de Arco, Saint-Germain, Shakespeare y Palamedes como si de una gigantesca telaraña se tratara. Las lianas se replegaron, arrastrándoles así hacia una rama más ancha, donde fueron depositados de una forma brusca. Las cuerdas se deslizaron como serpientes y desaparecieron de nuevo tras el árbol, dejando así al grupo de inmortales agitados pero vivos.
Dos figuras aparecieron al otro extremo de la rama.
—Nos hemos metido en un buen lío —murmuró Prometeo—. Esto no le habrá gustado ni un pelo.
El Inmemorial se fijó en las palmas de la mano y empezó a extraer astillas de madera que se le habían clavado mientras tiraba de la liana.
Bajo aquella luz verdosa resultaba muy difícil distinguir algún detalle, pero una de las dos figuras era alta y corpulenta y estaba protegida bajo una armadura de metal y cristal oscuro. Una mirada azul y brillante resplandecía bajo un casco ornamentado. La segunda figura, en cambio, era una mujer de mediana edad con la tez oscura como el carbón y una cabellera blanca como el hielo que caía sobre sus hombros. La mujer lucía un vestido irisado que desprendía tonalidades verdes y doradas con cada paso.
Avanzando hacia Prometeo, la mujer posó las manos sobre las caderas y golpeó el suelo con los pies en un gesto de enfado.
—Te has estrellado contra mi árbol. Otra vez.
—Lo siento, señora. No teníamos otra opción.
—Has dañado a mi árbol. Tardará años en curarse —dijo bajando el tono de voz—. Incluso has roto algunas ramas. No ha sido muy agradable para él.
—Me disculparé. Me desharé en disculpas —añadió—. Haré una ofrenda a las raíces.
—Puede que eso funcione. Espero que sea una buena ofrenda. Algo grande. Asegúrate de que tenga huesos; le encantan los huesos —dijo la mujer mirando a su alrededor—. Así pues, aquí están. Por fin. Abraham tenía razón, una vez más. Aunque no mencionó nada de estrellarse contra mi árbol —comentó mirando a todos los presentes—. Tienen un aspecto sospechoso, furtivo. Sobre todo ella —dijo señalando con el dedo a Scathach. Después, se inclinó hacia delante y olfateó—. ¿Te conozco?
—Todavía no. Pero me conocerás.
La mujer abrió las aletas de la nariz una vez más.
—Conozco a tu madre —adivinó—. Y a tu malicioso hermano.
Juana de Arco dio un paso hacia delante y se colocó entre las dos mujeres.
—Prometeo, estás descuidando tus modales. ¿Por qué no nos presentas? —sugirió.
—Desde luego —acordó Prometeo—. Damas y caballeros, permitidme que os presente a la Inmemorial Hécate, la Diosa de las Tres Caras.
La mujer hizo una delicada reverencia y su vestido se iluminó de color esmeralda.
—Y, por supuesto, al Campeón, Huitzilopochtli.
—Marte —murmuró Scathach atónita.
—No conozco ese nombre —rebatió el guerrero.
—Lo conocerás —siseó la Sombra.