Virginia Dare y los mellizos corrían a toda prisa por las calles de Danu Talis. Iban vestidos con ropa blanca que habían robado de algunas cuerdas de tender para ocultar su vestimenta y llevaban unos sombreros cónicos de paja que habían sustraído a hurtadillas de un tenderete del mercado. Se movían por callejones oscuros, avanzando lentamente hacia la aguja con el banderín ondeante.
—¿Sabes una cosa? —dijo Josh—. Se supone que Danu Talis es la ciudad más poderosa y hermosa del mundo, pero me da la sensación de que está un poco destartalada y en mal estado.
Sophie asintió.
—Sin embargo, cuando la sobrevolábamos parecía maravillosa.
—La distancia hace que todo parezca hermoso —murmuró la inmortal.
Virginia se detuvo en la boca de una estrecha callejuela y observó con atención los tejados, tratando así de orientarse y encontrar la bandera situada sobre la casa de Isis y Osiris.
Sophie se dio media vuelta y echó un vistazo al callejón para comprobar si alguien les estaba siguiendo. El único movimiento provenía de un perro delgaducho y pulgoso que hurgaba entre una montaña de basura. Sacó lo que parecía ser un pedazo de carne y miró a Sophie con detenimiento. La mirada roja del perro resplandecía en la penumbra del callejón, pero tras unos segundos se dio la vuelta y se marchó.
Desde que dejaron atrás la plaza del mercado habían recorrido una docena de laberínticos callejones idénticos al que estaban ahora. Flanqueado en ambos lados por unos muros lisos y sin ornamentos, se trataba de un pasaje estrecho y oscuro que apestaba a fruta podrida y por donde zumbaban cientos de moscas. Sophie vislumbró una rata que se escurría por la alcantarilla y la vio desaparecer por un agujero de la pared. Supuso que era habitual que hubiera ratas y moscas. Josh y ella habían viajado por todo el mundo con sus padres, visitando los países donde, en aquel momento, estuvieran trabajando Richard y Sarah Newman. Había visto callejones como ese en Sudamérica y en Oriente Medio, en el sur de Europa y por toda Asia, aunque, a diferencia de estos, el callejón donde ahora se hallaba no tenía papeles tirados, ni plásticos, ni trozos de madera o latas de aluminio esparcidas por el suelo.
Sophie se volvió y miró por encima del hombro de su hermano. El contraste era asombroso. Tras ella, un rastro de suciedad y pobreza; y, ante sus ojos, se alzaba la riqueza y la magia de la legendaria Danu Talis. El callejón daba a un amplio bulevar. Al otro lado de la calle fluía uno de los canales que la muchacha había avistado desde el aire. Cruzando el canal se extendían más calles repletas de árboles y flores, con fuentes intercaladas y con estatuas de hombres, bestias y criaturas que no eran ni lo uno ni lo otro. Unos edificios muy vistosos pintados de color dorado y plateado yacían tras muros rematados con púas afiladas y puertas de piedra tallada. Cada edificación seguía un estilo arquitectónico distinto, y Sophie vislumbró fugazmente pirámides con la cima plana, cubos sin ventanas ni balcones, delicadas espirales que se enroscaban hacia el cielo y círculos recubiertos de cristal.
—¿Los reconoces? —preguntó Josh.
Y así era. De repente la joven se dio cuenta de que aquellos edificios guardaban cierto parecido con las ruinas que había visitado junto con sus padres: aquí se habían construido réplicas de Egipto, el Cañón del Chaco, Angkor Wat y Escocia.
Josh enseguida se percató de que su hermana había reconocido aquellos edificios.
—Supongo que estos son los originales. Los humanos copiaron el diseño.
—¿Por qué las formas son tan diferentes entre sí? —preguntó Sophie.
—¿Clanes distintos? —apuntó Josh.
—Cuando los Inmemoriales envejecen, mutan —dijo Virginia—. A veces de una forma muy extraña e inusual. De modo que necesitan edificios extraños e inusuales donde vivir.
Algunos de aquellos edificios lucían esculturas o murales en su exterior; otros estaban embadurnados con pintura y mostraban banderines y banderas. Unos pocos, sobre todo las pirámides con cima plana, no tenían ornamentación alguna.
—Creo que estamos ante la mejor parte de la ciudad —adivinó Virginia con una sonrisa adusta—. Y, como todas las comunidades ricas, está llena de puertas y guardias. Hay cosas que nunca cambian.
—¿Guardias? ¿Dónde? —preguntó Sophie.
Josh señaló con el dedo hacia una puerta.
—Justo dentro de las puertas…
La joven asintió en cuanto les descubrió. Había pequeños puestos de guardia dentro de las puertas de todas las mansiones y palacios. En el interior de esas poternas se movían figuras en las sombras.
—Creo que hay más puestos de guardia al otro lado del puente —comentó Sophie.
—No me cabe la menor duda —acordó Virginia—. Y tengo una teoría sobre eso.
La inmortal salió del callejón y cruzó el bulevar vacío dirigiéndose hacia el puente más cercano.
—Dejadme que os la demuestre.
Los mellizos se cruzaron varias miradas y se apresuraron a seguir a Virginia.
—¿Una teoría? —repitió Josh.
—Es evidente que Danu Talis es idéntica a todas las civilizaciones que he conocido hasta ahora —empezó la inmortal. Arrugó los labios al pronunciar el término «civilizaciones», como si la palabra le resultara desagradable.
Se produjo una repentina serie de movimientos en las estrechas cabañas que se alzaban a cada lado del puente y aparecieron unas siluetas. Los rayos de sol reflejaron una superficie metálica.
—Tenía razón —dijo Sophie—. Puestos de guardia.
—Con guardias —añadió Josh algo nervioso.
—Yo nací en una época más sencilla —continuó Virginia—. Corría libre por el bosque, me nutría de lo que me ofrecía la naturaleza, mataba los animales que necesitaba para sobrevivir y compartía mis alimentos con todos los que vivían en el bosque. No tenía dinero y mi única posesión era la ropa que llevaba. Vivía en las copas de los árboles y en las cuevas. Era feliz, verdaderamente feliz. No ansiaba nada más. Y entonces entré en una civilización.
La inmortal caminaba por el margen del canal, en dirección al puente. Los guardias le seguían la pista; otro grupo se había reunido en el puente y resultaba obvio que no eran humanos. Tenían la cabeza de un chacal y vestían una armadura negra semitransparente. Cuando miraron a los mellizos, su mirada se iluminó del mismo color de la sangre.
—Anpu —susurró Sophie.
Virginia se detuvo en el borde del puente.
—¿Y qué lección me tenía guardada la civilización? —prosiguió—. Aprendí que se basaba en la creación de clases para dividir a la población. Hacía creer a algunos que eran mejores que los otros.
—¿Y no ha sido siempre así? —preguntó Josh—. Toda civilización está dividida.
—No toda civilización —espetó Virginia—. Solo aquellas que tanto os gusta denominar «civilizaciones avanzadas».
Dio un paso hacia delante, situándose sobre el puente, y los anpu tomaron posiciones al otro extremo. Uno de ellos era más grande que el resto. Iba ataviado con una armadura oscura tan brillante que reflejaba la luz. La criatura avanzó varios pasos y alzó la mano derecha. Los tres humanos tardaron varios segundos en darse cuenta de que aquella bestia, en realidad, no llevaba un guante metálico. La mano del anpu había sido sustituida por un cachivache de metal y engranajes. Una espada kopesh colgaba de su mano izquierda.
—Y aquí estamos, delante de esta gran civilización de Danu Talis —continuó Virginia Dare con aire amargo—, gobernada por una colección de Grandes Inmemoriales e Inmemoriales inmortales… ¿y qué nos encontramos? —preguntó sin esperar respuesta—. Que nada es distinto. Los más pobres viven junto a los canales exteriores mientras los ricos están a salvo entre los círculos interiores, protegidos por puentes que vigilan monstruos con cabeza de perro. A los pobres ni siquiera se les permite pasear por estas calles. Supongo que están pavimentadas con oro.
—En realidad, creo que sí —murmuró Josh. Las baldosas y las aceras del otro lado del canal resplandecían con una luz dorada.
Virginia Dare ignoró al joven. Caminó hasta el centro del puente y los guardias empuñaron sus espadas con forma de hoz.
—¿Alguna duda de por qué el mundo en el que vivimos es tan desastroso? —dijo con los brazos extendidos—. Proviene de este reino. Los humanos no solo copiaron los edificios de Danu Talis. El mundo humano estaba condenado desde el inicio. Cuando tenga mi propio reino, las cosas serán muy diferentes, os lo prometo.
—Tienen espadas, Virginia —avisó Josh.
—Así que tienen espadas —ironizó la inmortal.
Más guardias de seguridad aparecieron por ambos lados del canal para respaldar a los compañeros que ya estaban en posición sobre el puente.
—Así pues, ¿cuántos guardias necesitas para proteger las preciosas calles doradas de una mujer y dos adolescentes? —preguntó Virginia.
Josh hizo un rápido cálculo mental.
—Treinta.
—Treinta y dos —corrigió Sophie.
Virginia ya había alcanzado la mitad del camino. Los anpu se habían extendido y todos tenían las armas preparadas para atacar. Tenían los hocicos abiertos, dejando así al descubierto una dentadura desigual y rasgada. Daba la sensación de que aquel puñado de criaturas estuviera sonriendo de oreja a oreja. El líder de los guardias golpeó su kopesh contra su garra de metal. El ruido sonó como una campana.
La inmortal continuó caminando hacia delante, sin acobardarse.
—¿Y sabéis qué desprecio sobre todas las cosas? —espetó—. Los matones. Sobre todo los matones que creen que una estrambótica espada y una armadura les hacen invulnerables.
Virginia Dare buscó bajo su vestido blanco la flauta de madera. La sacó de su funda de tela y se la llevó a los labios. Tocó tan solo una nota. El sonido empezó agudo y fue subiendo hasta que incluso Sophie y Josh, con el oído agudizado, no pudieron distinguirlo. El efecto sobre los anpu fue inmediato. Se quedaron agarrotados, como si estuvieran atados a unas cuerdas y alguien jalara de ellas, con los brazos y los dedos extendidos. Las espadas kopesh se desplomaron sobre las losas.
Los delicados dedos de Virginia Dare se movieron sobre los agujeros de la flauta y el ejército de anpu empezó a bailar. Las criaturas se pusieron de puntillas para balancearse de izquierda a derecha, golpeándose entre sí. Las armaduras chocaban produciendo un estrépito horrendo. La inmortal soltó una carcajada, un sonido agudo que parecía casi histérico.
—Creo que haré que se caigan al canal bailando.
—Virginia —llamó Sophie—. ¡No!
Con la flauta aún en los labios, la inmortal se dio la vuelta para mirar a la muchacha.
—¡No! —repitió Sophie.
—¿No? Es lo que normalmente hago.
—No es necesario —dijo la joven—. Si les matas, serás igual que ellos. Y tú no eres como ellos, ¿verdad?
—No tienes la menor idea de cómo soy —susurró Virginia. Pero al final cedió y apartó los dedos de la flauta.
Los anpu se derrumbaron como si alguien les hubiera golpeado, desmoronándose sobre el puente en un estruendo de armaduras y metal. La gigantesca mano metálica del líder arañó las piedras, rasgando unos surcos profundos sobre las losas y, de repente, se quedó inmóvil.
Virginia siguió caminando entre los anpu, tratando de no rozarles con los pies. Sophie y Josh siguieron su ejemplo. De cerca, aquellas criaturas eran espeluznantes. Sus cuerpos negro azabache eran humanos, pero de cuello para arriba tenían la cabeza de un chacal. Sus manos también parecían humanas, con la excepción de que, en vez de uñas, tenían unas garras curvadas y, en los pies, lucían las pezuñas de un perro. Algunos mostraban una cola peluda que se enroscaba en la espalda de su armadura y la inmensa mayoría tenía unos diminutos escarabajos verdes y dorados tatuados en la piel.
—Por aquí, o eso creo —indicó Virginia señalando con la flauta un gigantesco edificio circular en cuyo tejado se alzaba una aguja con una bandera en cuyo centro se distinguía un ojo bordado. Daba la sensación de que aquel ojo ondeante estuviera parpadeando. Las paredes no contenían ventana alguna y estaban recubiertas de placas de oro y decoradas con piedras preciosas que formaban constelaciones celestes. El edificio estaba protegido por un foso lleno de líquido burbujeante del mismo color que el césped y un par de gigantescos anpu albinos armados con lanzas más grandes que ellos protegían ambos lados del puente levadizo.
Virginia sonrió a las criaturas e hizo girar su flauta, dejando así una nota colgando en el aire. Las bestias dejaron caer la lanza, bajaron el puente levadizo, se dieron media vuelta y, sobre las cuatro patas, se dirigieron hacia una especie de conejera escondida entre la maleza. Unos ojos carmesí observaban a la inmortal con admiración cuando Virginia pasó por su lado.
—Es mejor ser temido que amado —dijo Virginia con cierta alegría—. Creo que fue Maquiavelo quien lo dijo.