La noche había caído sobre la ciudad de San Francisco y una espesa niebla había empezado a invadir la ciudad.
Unos zarcillos de bruma merodeaban por la bahía, enroscándose por la superficie del agua como hilos de vaho antes de esfumarse. Unos minutos más tarde, la niebla volvió a aparecer, esta vez más densa, y unas cintas blanquecinas se arrastraban por entre las olas.
La niebla se volvió aún más espesa.
La sirena que indicaba alerta de niebla empezó a sonar.
Un banco de nubes casi opacas se había congregado sobre el Pacífico; la parte inferior era oscura, casi negra, y daba la sensación de que se iba a abalanzar sobre la ciudad como un muro sólido de neblina. La nube de niebla se inmiscuyó por debajo del puente Golden Gate, pero segundos más tarde la bruma se tragó la edificación, alzándose cada vez más, hasta que las luces ámbar de los postes se difuminaron en diminutos puntos de color.
Los faros rojos, que hasta entonces no habían dejado de parpadear en lo más alto de las torres, a casi cuatrocientos metros de altura sobre el agua, iluminaron la niebla con destellos carmesí, pero instantes más tarde los enormes faros también desaparecieron tras la nube. Y, a medida que la bruma se volvía más espesa, las luces se fundían por completo.
De repente, muchos hogares encendieron las luces. Durante un breve periodo de tiempo, las luces blancas y rojas de los coches iluminaron la niebla y muchos edificios se iluminaron por completo. La niebla continuaba creciendo, volviéndose cada vez más oscura, difuminando las luces, ocultándolas, robándoles todo el brillo. En menos de treinta minutos, desde los primeros zarcillos que merodeaban por la bahía hasta la llegada del impenetrable banco de niebla, la visibilidad se había vuelto nula y ningún ser humano podía ver más allá de unos centímetros.
Los sonidos de San Francisco se fueron amortiguando poco a poco, hasta que toda la ciudad quedó sumida en un silencio absoluto. Tan solo se escuchaba el gemido de la sirena de alarma. Era una voz triste y de abandono.
La bruma no olía a mar y sal, sino que apestaba a podrido.