A la tía Agnes le había llegado el momento de morir.
La anciana se puso delante del espejo del cuarto de baño y observó su propio reflejo. Una mujer la contemplaba desde el cristal, un rostro anguloso, con los pómulos marcados, una barbilla que sobresalía demasiado y una nariz un tanto aguileña. Tenía la cabellera grisácea atada en un moño prieto, justo por encima de la nuca. Sus ojos, de un gris pizarra, parecían estar hundidos en las cuencas. Tenía el mismo aspecto que una anciana de ochenta y cuatro años. Pero era Tsagaglalal, Aquella que Todo lo Ve, cuya edad sobrepasaba todos los límites.
Tsagaglalal había adoptado el disfraz de la tía Agnes durante casi todo el siglo XX. Había llegado a apreciar mucho ese cuerpo, y sería una lástima dejarlo marchar así como así. Sin embargo, había vestido muchos disfraces a lo largo de los milenios. El truco estaba en saber cuándo morir.
Tsagaglalal había vivido épocas de la historia en que cualquiera que fuera diferente, de cualquier modo, era sospechoso. Los humanos tenían virtudes maravillosas, pero siempre habían sido y seguirían siendo criaturas que sospechaban y temían a todos aquellos que destacaran de entre la multitud. Incluso en tiempos buenos, los humanos parecían estar en alerta constante, buscando a alguien que saliera un poco de los cánones habituales. Y cuando una persona permanecía joven durante mucho tiempo, siempre levantaba sospechas.
Tsagaglalal había vivido las décadas en que hombres y mujeres eran condenados a morir en la hoguera porque parecían extraños o eran de carácter franco e independiente. Pero mucho antes de esos terribles años en Europa y después en Norteamérica había aprendido que, si quería sobrevivir, no tenía más remedio que integrarse en la sociedad para hacerse invisible.
Tsagaglalal aprendió a envejecer.
Cada siglo de la historia humana poseía una percepción distinta de lo que estaba bien y era apropiado. En ciertas épocas, una persona no vivía más de treinta o cuarenta años y, por lo tanto, se consideraba anciana. En algunas de las culturas más primitivas y aisladas, donde la vejez se veneraba como signo de sabiduría, la misma persona cumpliría sesenta o setenta años antes de «morir».
Y cuando envejecía, lo hacía por completo, alterando la textura de su tez, su postura e incluso su masa muscular para imitar el paso del tiempo. Hacía generaciones que, en Egipto, ¿o era en Babilonia?, había perfeccionado la técnica de hinchar las articulaciones, muñecas y rodillas para indicar artritis. Más tarde, aprendió a ajustar su piel para que las venas azules se trasparentaran. Había llegado a dominar una fórmula que debilitaba la piel de su cuello, tornándola más floja y suave, e incluso se las arregló para amarillear los dientes. Para completar la ilusión, dejó que el oído y la vista perdieran su agudeza habitual. Envejecía y, por lo tanto, no tenía que estar fingiendo todo el tiempo. Era más seguro así.
Contemplando su reflejo en el espejo del lavabo, Tsagaglalal alzó las manos, se quitó las antiguas horquillas que sujetaban el moño en su lugar y se soltó la cabellera plateada.
La segunda mitad del siglo XX había sido la época más sencilla. Era la era de los cosméticos y la cirugía plástica. La época en que la población trabajaba para retrasar al máximo posible el envejecimiento, en que las estrellas de música y cine parecían más jóvenes con el paso de los años.
Tsagaglalal se quitó la peluca. Dejó caer la masa de cabello gris en la bañera y se frotó el suave cráneo con los dedos. Detestaba llevar peluca: siempre le picaba.
Desde luego, ese siglo también tenía sus peligros. Era la época de la cámara: cámaras personales, cámaras callejeras, cámaras de seguridad y, por si fuera poco, ahora la mayor parte de los teléfonos móviles también tenían cámaras fotográficas. Además, era la era de la identificación por fotografía: pasaportes, carnés de conducir, tarjetas de identificación personal. Todos los documentos contenían una instantánea y la inmortal que aparecía en ellos tenía que cambiar y envejecer sutilmente. Un error llamaría la atención de las autoridades y, a decir verdad, los inmortales eran en especial vulnerables a cualquier investigación que cuestionara su pasado. Tsagaglalal no había salido del país en décadas y su pasaporte estadounidense había caducado. Sin embargo, un humano inmortal que trabajaba en Nueva York se había especializado en la falsificación de obras de arte del Renacimiento. Tenía un negocio paralelo que consistía en falsificar pasaportes y carnés de conducir. Sin duda, cuando todo esto acabara tendría que hacerle una visita. Eso si sobrevivía, por supuesto.
Tsagaglalal abrió el grifo de agua caliente, después el de agua fría y llenó la bañera. Se mojó las manos y se lavó la cara con el jabón de manteca de karité de L’Occitane para quitarse el maquillaje que se había puesto para la pequeña reunión de inmortales e Inmemoriales que habían venido a merendar a su patio trasero ese mismo día.
Morir siempre era la parte más complicada. Durante las semanas y meses previos tenía que encargarse de un montón de cosas: asegurarse de que todas las facturas estuvieran pagadas y que el seguro de vida estuviera al día, cancelar cualquier suscripción a periódicos y revistas y, por supuesto, redactar un testamento para que un «familiar» lo heredara todo. Los hombres inmortales solían legar todas sus posesiones a un sobrino y, las mujeres, a una sobrina. Otros, como el doctor John Dee, decidieron dejar todo a una serie de empresas y Tsagaglalal sabía de buena tinta que Maquiavelo había legado todos sus bienes a su «hijo». Los Flamel, en cambio, heredaban del uno al otro, aunque en su testamento aparecía el nombre de un sobrino, Perrier, que Tsagaglalal dudaba mucho que jamás hubiera existido.
Tsagaglalal miró otra vez al espejo. Sin pelo y con la cara lavada, sin una pizca de maquillaje, pensó que parecía incluso más anciana de lo habitual. Se acercó un poco más al espejo y permitió que un ápice de su aura envolviera su pecho. Un suave aroma a jazmín cubrió el pequeño cuarto de baño, entremezclándose con la rica esencia de manteca de karité. Sintió una oleada de calor que le recorrió el cuerpo, desde los pies hasta la cabeza. Se quedó mirando fijamente su mirada grisácea. La esclera, el blanco de los ojos, estaba amarillenta, cubierta de venas, y en el ojo derecho empezaban a formarse cataratas. Siempre había creído que ese era un toque de estilo.
El olor a jazmín se intensificó. El calor quemó la garganta y la boca de Tsagaglalal, le enrojeció las mejillas y alcanzó los ojos: y en ese instante la esclera empalideció.
La mujer tomó aliento hondamente para llenar los pulmones y después mantuvo la respiración. La piel de su rostro se tensó, suavizando todas las arrugas, y su cara huesuda se fue llenando lentamente, desde las mejillas hasta la barbilla, pasando por la nariz. Todas las líneas de expresión desaparecieron, las patas de gallo se desvanecieron y las ojeras amoratadas perdieron su color.
Tsagaglalal era inmortal, pero no era humana. Era una mujer de arcilla. Había nacido en la Ciudad sin Nombre, situada en el lindero del mundo, cuando el aura fogosa de Prometeo imbuyó a antiguas estatuas de barro de vida y conciencia propia. En lo más profundo de su ser llevaba una diminuta porción del aura del Inmemorial: y esa llama la mantenía viva. Ella y su hermano, Gilgamés, fueron los primeros seres que nacieron y consiguieron alcanzar conciencia. Cada vez que se renovaba, recordaba con absoluta claridad el instante en que había abierto los ojos y había respirado por primera vez.
La mujer soltó una carcajada. Empezó como la tos áspera de una anciana y acabó con el sonido agudo de la risa de alguien mucho más joven.
Avivada por su aura, la transformación continuó. La carne se volvió más tersa, los huesos se estiraron, la dentadura emblanqueció y sus cinco sentidos volvieron a ser afilados como el primer día. Una delgada pelusa de cabello negro azabache empezó a crecer hasta volverse más gruesa y alcanzar la altura de sus hombros. Abrió y cerró varias veces las manos, hizo crujir los nudillos y giró las muñecas. Tras colocar ambas manos sobre las caderas, movió el tronco a un lado y a otro y, sin doblar las piernas, se agachó hasta colocar las palmas sobre el suelo.
Sin moverse de delante del espejo, Tsagaglalal fue testigo de cómo la edad se desprendía de su cuerpo y vio cómo rejuvenecía hasta volverse hermosa otra vez. Había olvidado qué era sentirse joven y había pasado mucho tiempo desde la última vez que fue hermosa. De hecho, la última vez que tuvo este aspecto fue el mismo día en que Danu Talis se hundió, hacía ya más de diez mil años.
Y, si el mundo estaba destinado a acabar hoy, Tsagaglalal estaba decidida a no pasar sus últimas horas sobre la tierra como una anciana.
Tsagaglalal se dirigió hacia la diminuta habitación de invitados situada en la parte trasera de la casa, que daba a la calle Scott. Caminó por el pasillo con agilidad, disfrutando de su nueva libertad de movimiento. Dio un par de vueltas en el centro del recibidor por puro divertimento.
Casi desde el mismo instante en que compró la casa, había usado esa habitación para almacenar trastos. Estaba abarrotada de un montón de cosas: maletas, libros, revistas, muebles, un sillón roto de cuero, un escritorio decorativo y una docena de bolsas de plástico llenas de ropa vieja que cuando decidió tirar a la basura se dio cuenta de que volverían a ponerse de moda unos años después. Había una antigua bandera estadounidense con un círculo de estrellas y, junto a ella, el póster original de la película de King Kong enmarcado y firmado por Edgar Wallace. Al fondo de la habitación, apartado en una esquina y medio enterrado con pilas de revistas de National Geographic, había un armario horrendo de madera de cerezo Luis XV del siglo XVIII.
Tsagaglalal se abrió camino por la habitación y apartó pilas de revistas a un lado para poder llegar hasta el armario. La puerta estaba cerrada con llave, pero la llave no estaba puesta en el cerrojo metálico del armario. Poniéndose de puntillas, Tsagaglalal palpó la parte superior de la puerta, tras un tirabuzón de madera ornamental, y sus dedos indagadores dieron con la llave de latón, que colgaba de un clavo roto.
Al deslizar la llave por encima de la madera, la mujer experimentó una repentina oleada de recuerdos: la última vez que había abierto aquel armario fue cuando regresó de Berlín, a finales de la Segunda Guerra Mundial. De pronto, notó los ojos húmedos, como si estuviera a punto de llorar, y una quemazón en la garganta. De vuelta a Nueva York, había hecho una pequeña parada en Londres para encontrarse con su hermano, Gilgamés. El rey no se podía imaginar quién era ella, pues no lograba recordar que tenía una hermana. Sin embargo, admitió que le resultaba familiar. Tsagaglalal decidió sentarse junto a él sobre las ruinas de una casa bombardeada en la zona este de Londres y echó un vistazo a los miles de papeles que su hermano había acumulado allí. Habían pasado toda la tarde ordenando cronológicamente aquellos papeles, cambiando del papel al pergamino, después al papel de vitela hasta llegar a la corteza de árbol y a unas hojas finísimas de oro casi transparentes. Por fin Tsagaglalal encontró su nombre en una escritura y un idioma aún por descubrir para la raza humana. Los hermanos lloraron juntos mientras ella le recordaba lo que una vez ambos habían sido.
—Jamás te olvidaré —dijo Gilgamés cuando su hermana se levantó para irse.
Tsagaglalal le vio garabatear su nombre en un trozo de papel, pero sabía que sería incapaz de recordar su rostro o incluso su nombre pasada una hora. Tsagaglalal cargaba con una maldición, una memoria que no olvidaba detalle alguno; en cambio, Gilgamés estaba condenado a no recordar absolutamente nada.
Tras meter la llave en el cerrojo, abrió la puerta del armario.
Enseguida le invadió una ráfaga de aire húmedo y rancio con un toque de cuero antiguo y especias amargas, todo ello mezclado con el tufillo de bolas de naftalina podridas y jazmín.
Un uniforme de enfermera colgaba de una percha frente a Tsagaglalal. La mujer alargó el brazo para recorrer la suave tela con las manos. Los recuerdos que evocó aquel uniforme la estremecieron. Había trabajado de enfermera en las dos guerras mundiales y en todo combate que se había sucedido durante el siglo anterior. Había sido una de las treinta y ocho voluntarias que habían trabajado junto a Florence Nightingale en las barracas de Scutari, en Crimea. Tsagaglalal había visto, y provocado, muchas muertes a lo largo de los siglos; de modo que trabajar como enfermera había sido su pequeña contribución para intentar reparar todo el daño que había causado.
Tras el uniforme había ropa de media docena de siglos: trajes de cuero y lino, de seda y fibra sintética, piel y madera. En aquel armario estaban los zapatos que María Antonieta le había regalado, el vestido con perlas bordadas que ella misma había cosido para Catalina la Grande de Rusia, el corpiño que Ana Bolena había llevado el día en que se casó con Enrique… Había una vida entera de recuerdos. Tsagaglalal sonrió, dejando así al descubierto una mandíbula perfecta. Incontables museos y coleccio nistas estarían dispuestos a pagar una fortuna por la ropa que albergaba aquel armario.
En el fondo del ropero colgaba una bolsa de arpillera. Sin esfuerzo alguno, Tsagaglalal sacó el saco del armario y lo arrastró hasta su habitación. Lo colocó sobre la cama y jaló el cordón de cuero. Al principio, el nudo pareció resistirse pero poco después el viejo cuero se partió en dos y el saco se abrió.
Tsagaglalal sacó una armadura de cerámica blanca que, con sumo cuidado, dejó sobre la cama. Elegante a pesar de no lucir ornamentación alguna, había sido diseñada para amoldarse a su cuerpo como si fuera una segunda piel. Acarició la suave coraza de pecho con los dedos. La armadura estaba prístina y brillaba como si fuera nueva. La última vez que la había llevado, la superficie había quedado completamente rasgada y arañada por metal y garras, pero aquella protección era capaz de cicatrizar y repararse por sí sola.
—¿Magia? —había preguntado a su marido, Abraham.
—Tecnología de los Señores de la Tierra —había explicado este—. No volveremos a ver algo así en milenios o, con un poco de suerte, jamás.
En el fondo del saco halló dos vainas, una de madera y la otra de cuero. Cada una guardaba en su interior un kopesh metálico, la espada con forma de hoz diseñada por los egipcios, aunque su origen era mucho más antiguo. Desenvainó una de las kopesh de su funda. El filo era tan afilado que incluso siseaba cuando Tsagaglalal lo movía en el aire, como si la espada pudiera cortarlo.
Tsagaglalal recorrió la superficie de la armadura impecable con los dedos. Hacía más de diez mil años, su marido, Abraham el Mago, le había hecho entrega de aquellas armas junto con la armadura.
—Para que estés a salvo —había dicho entre murmullos—. Ahora y siempre. Cuando te pongas la armadura, piensa en mí.
—Pensaré en ti incluso cuando no la lleve —había prometido Tsagaglalal, y desde entonces no había pasado un día en que no pensara en el hombre que tanto había trabajado y sacrificado para salvar el mundo.
El recuerdo de su marido era vívido.
Abraham permanecía de pie, alto y esbelto, como siempre, en una habitación sumida en la penumbra. Estaba en lo más alto de la torre de cristal, la Tor Ri. Estaba envuelto por una sombra espeluznante y le daba la espalda para impedir que su esposa pudiera verle. La Mutación le había transformado toda la piel hasta convertirla en una capa de oro sólido. Tsagaglalal recordó haberle girado para poderle ver por última vez. Le estrechó entre sus brazos, sintiendo su piel metálica contra su rostro y no pudo contener las lágrimas. Y cuando miró a su esposo a la cara, una sola lágrima, una gota de oro puro, recorrió su mejilla. Se puso de puntillas para besarle la lágrima. Tsagaglalal se llevó las manos al estómago. Todavía podía sentir esa gota de oro en sus entrañas.
Aquella que Todo lo Ve había llevado la armadura blanca el día en que Danu Talis se hundió. Había llegado el momento de volvérsela a poner.