Así que esto era lo que se sentía cuando uno moría.
El doctor John Dee recostó la espalda sobre la hierba sedosa de aquella colina y se abrigó con la chaqueta que Sophie le había prestado. Tenía frío, muchísimo frío, una sensación tan gélida que le adormecía los dedos y le hacía arder el estómago. Sentía un pinchazo en la frente, como si hubiera comido demasiado helado, e incluso notaba que el corazón le latía con más lentitud. De hecho, los latidos eran cada vez más débiles e irregulares.
Aunque tenía la visión borrosa, todavía podía apreciar el azul brillante del cielo, tan resplandeciente que incluso parecía imposible, y por el rabillo del ojo observaba una hierba de un verde asombroso.
Había maneras mucho peores de morir, supuso.
El doctor John Dee había tenido una vida apoteósica en momentos muy peligrosos de la historia humana. Había sobrevivido a guerras, plagas, conspiraciones en la corte y traición tras traición. Había viajado por todo el mundo, había visitado casi cada país del mundo, excepto Dinamarca, un lugar al que siempre había querido ir, y había explorado muchos de la extensa red de Mundos de Sombras.
Había creado y perdido fortunas y conocido en persona a casi cada líder, inventor, héroe y villano que había caminado sobre la faz de la tierra. Había sido el consejero personal de monarcas, había fomentado guerras y traído la paz y había sido una de las pocas personas que había empujado a los humanos hacia la civilización actual. Él había moldeado el planeta, primero en la era isabelina y después en el siglo XXI. Y se sentía orgulloso de todo ello.
Había vivido casi quinientos años en el Mundo de Sombras de la tierra y había pasado al menos una vida en algunos de los demás reinos. Así que, en realidad, no tenía mucho de qué quejarse. Sin embargo, todavía había muchas cosas que deseaba hacer, multitud de lugares que ansiaba visitar e infinidad de mundos que quería explorar.
Intentó levantar los brazos, pero apenas los sentía. También había perdido la sensibilidad en las piernas y su visión empezaba a oscurecerse. Sus maestros Inmemoriales sin duda le habrían hecho envejecer el cuerpo, pero habrían procurado que su cerebro estuviera tan alerta y despierto como siempre. Quizá esa era su mayor crueldad. Le habían dejado despierto en esa cáscara inútil. De repente se acordó de Marte Ultor, quien estuvo encerrado durante milenios en su propia aura en lo más profundo de las catacumbas de París, con el cuerpo inerte pero el cerebro despierto y, por primera vez en siglos, el Mago inglés experimentó la ajena emoción de lástima.
Ahora, Dee se preguntaba cuánto tiempo sobreviviría.
La noche estaba a punto de caer, y se encontraba en una colina de Danu Talis, un mundo donde las criaturas que en el reino humano se extinguieron hacía milenios merodeaban libremente y los monstruos de una miríada de Mundos de Sombras campaban a sus anchas.
No quería que ningún monstruo se lo zampara.
Cuando se imaginaba su muerte, lo cual era bastante habitual teniendo en cuenta el carácter caprichoso de sus maestros, siempre había tenido la esperanza de que fuera un momento glorioso. Deseaba que su desaparición fuera significativa. Le irritaba sobremanera pensar que, con todo el trabajo que había hecho en secreto, el mundo ignorara la existencia de tal genio. Durante la era isabelina, todo el mundo conocía su nombre. Incluso la mismísima Reina le había temido y respetado. Cuando le concedieron el don de la inmortalidad, decidió esfumarse entre las sombras y, desde entonces, había permanecido allí oculto.
No resultaba muy significativo morir tumbado sobre una colina de Danu Talis.
De pronto percibió un movimiento y escuchó un golpe seco. Algo se acercaba. Justo a su derecha.
Dee trató de volver la cabeza, pero ya no podía moverse.
Entonces distinguió una sombra.
Sería un monstruo, que venía a por su cena.
Así pues, este era su destino: solo y sin amigos mientras una criatura lo devoraba todavía vivo… Trató de invocar su aura. Si pudiera reunir un poco de fuerza, quizá podría espantar a la criatura. O su cuerpo se incendiaría en el intento. Eso no estaría del todo mal. Al menos de ese modo evitaría ser zampado por una bestia.
La sombra se aproximó un poco más. Pero ¿para qué querría espantarla? De todas formas regresaría a por él. Únicamente estaría retrasando lo inevitable. Lo más acertado era rendirse y recordar todas las cosas buenas que había hecho a lo largo de su vida… aunque no había muchas.
La sombra se oscureció aún más.
Y ahora el fin estaba muy cerca. Los antiguos miedos y las dudas le abrumaron. Y entonces se descubrió a sí mismo tarareando la estrofa de una canción.
—Tengo algún que otro remordimiento…
Bueno, en realidad tenía más que unos pocos. Podría haber sido o, mejor dicho, debería haber sido un mejor padre para sus hijos y un marido más atento para sus esposas. Quizá no debería haber sido tan avaricioso, no solo por el dinero, sino también por la sabiduría y, por supuesto, jamás debería haber aceptado el don, la maldición, de la inmortalidad.
Esa idea le golpeó como un puñetazo en el estómago y se quedó casi sin aliento. La inmortalidad le había condenado.
La sombra se agachó junto a él y el Mago vislumbró algo de metal.
Así pues, no se trataba de un animal. Era un humano. Un bandido, quizá. Se preguntó si en Danu Talis había caníbales.
—Hazlo rápido —susurró—. Ten clemencia.
—¿Qué clemencia has otorgado tú a los demás? —preguntó mientras unos brazos fuertes y musculosos le levantaban del suelo—. No te mataré, todavía, doctor Dee. Tengo una misión para ti.
—¿Quién eres? —jadeó Dee, mientras intentaba desesperadamente ver el rostro del hombre que se alzaba junto a él.
—Soy Marethyu. Soy la Muerte. Pero hoy, doctor, soy tu salvador.