Colores…
Colores vivos y brillantes…
Hilos resplandecientes de iridiscencia…
Cintas palpitantes de luz…
Nicolas alzó el vuelo en el muelle y se fue elevando cada vez más alto mientras notaba unas corrientes de aire casi invisibles que giraban y se retorcían bajo su cuerpo. Miró hacia el embarcadero y avistó un grupo de gente apiñada junto a la barandilla que enseguida reconoció.
Estaba volando.
Y la sensación era extraordinaria.
Hubo una época en que casi cada día alzaba el vuelo y contemplaba el mundo a través de los ojos de Pedro. Nunca comprendió el atractivo de volar hasta que consiguió planear sobre las junglas de las islas del Pacífico, las calles en ruinas de la ciudad de Roma y la extensión de campos verdes de Irlanda. Fue entonces cuando Nicolas entendió por qué Leonardo da Vinci había invertido tantísimo tiempo en crear máquinas para que el ser humano pudiera volar. Quizá los rumores eran ciertos; puede que Leonardo hubiera sido inmortal y con toda probabilidad hubiera aprendido a ver el mundo a través de los ojos de un pájaro.
Aunque estaba anocheciendo y la luz del día empezaba a perder su intensidad, el mundo visto a través de los ojos de un loro permanecía igual de vivo, con colores brillantes y fogosos. El Embarcadero irradiaba destellos amarillos y dorados que se reflejaban sobre la superficie de la bahía.
Nicolas podía sentir la brisa soplando contra su cuerpo, el murmullo de las plumas rozándose entre sí. Tras muchos años de vuelo con Pedro, el Alquimista había aprendido que no debía pensar, sino concentrarse en un destino y permitir que la naturaleza del loro le guiara hasta allí. Bajo sus pies, el agua no se veía cristalina, sino repleta de burbujas fosforescentes y reflejos de corrientes de agua fría y caliente.
Alcatraz estaba a menos de dos kilómetros de la orilla, lo cual no era gran distancia para un loro salvaje, pero Flamel sabía que Pedro no estaba cómodo sobrevolando el océano. La idea de que había tierra firme muy cerca hizo que el guacamayo se diera media vuelta y se dirigiera hacia el Embarcadero. El loro graznó y todos los pájaros de la orilla que se alineaban sobre los tejados respondieron con un graznido de bienvenida.
Nicolas visualizó la inconfundible silueta de Alcatraz una vez más y el pájaro, a regañadientes, se alejó de tierra firme. Pedro se elevó aún más esta vez, distanciándose así de la brisa salada y permitiendo que el Alquimista pudiera ver la isla con más claridad: una figura horrenda y alargada permanecía en lo más alto del edificio carcelario. De color blanco y encima de esa horripilante piedra, el faro de Alcatraz. Tras Nicolas, y a su derecha, el puente de la Bahía no era más que un cordón rojo y blanco y, mucho más lejos, el puente Golden Gate se distinguía por una línea difuminada horizontal iluminada por las corrientes de aire cálido. En contraste, Alcatraz estaba sumida en una oscuridad absoluta, y ni un ápice de calidez irradiaba del suelo.
A medida que se acercaba a la isla, el Alquimista se dio cuenta de que Perenelle tenía toda la razón. No había ningún pájaro sobrevolando las orillas de la isla. Las gaviotas que se habían instalado en la isla y que frecuentaban las rocas, manchándolas de blanco, habían desaparecido. Cuando estuvo lo bastante cerca de la costa, Nicolas se percató de que no había movimiento alguno en la isla. No había cormoranes, ni palomas. Sin embargo, Alcatraz era un santuario de pájaros; centenares de aves anidaban allí cada año.
Nicolas se estremeció y ese escalofrío sacudió la diminuta figura del loro. Algún monstruo se había dado un banquete.
Cuando Pedro llegó a la costa de rocas, el guacamayo se dejó llevar por las corrientes de aire hasta descender en picado sobre el muelle y aterrizar sobre la base que sostenía el mapa y la guía de la isla. Nicolas dejó que el pájaro descansara un rato. Saltando con ambas patas, Pedro se giró formando un círculo completo para que Nicolas pudiera tener una vista panorámica de los muelles de Alcatraz. Estaban desiertos. Tampoco había rastro del barco de Black Hawk. Al comprobar que no había restos de ningún naufragio, se tranquilizó y esperó que el inmortal no hubiera caído en manos de las Nereidas.
Nicolas alentó al pájaro a ascender y Pedro obedeció volando en lentos círculos sobre la librería y el Edificio 64. Ascendió un poco más hasta llegar al edificio del carcelario y, por primera vez desde que alcanzó la isla, vislumbró una tenue luz. El loro aterrizó sobre una de las vigas metálicas que sostenían la casa en ruinas y después se deslizó por la superficie, clavando las garras en el metal y asomándose. En una esquina, cubierta por los escombros, distinguió una gigantesca masa. Parecía una pelota de barro seco. Gracias a la visión realzada del loro, Nicolas pudo apreciar una figura bajo el fango: una criatura inmensa, enroscada en una pelota y envuelta de demasiadas patas. Era una serpiente. En su interior latía una luz lenta pero regular: Areop-Enap seguía viva.
Pero ¿dónde estaba todo el mundo?
Black Hawk había dejado a Marte, Odín y Hel en la isla. No podían estar muertos, ¿verdad? ¿Y dónde se hallaban los monstruos? Perenelle aseguraba haber visto boggarts, troles y duendes en las celdas. Incluso había visto a un retoño de minotauro, un wendigo y un oni. Otro pasillo de la cárcel contenía dragones, lagartos heráldicos y monstruos que escupían fuego.
Pedro empezaba a cansarse y Nicolas sabía que tendría que regresar a tierra firme pronto. Pero antes de que anocheciera, quería echar un rápido vistazo al resto de la isla. Rodeó el faro y, tras avistar un repentino destello de luz, planeó sobre el edificio que albergaba la cárcel y descendió hacia el patio de recreo.
El patio rebosaba de energía.
Los restos fantasmagóricos de auras increíblemente poderosas serpenteaban entre las losas del patio, retorciéndose como culebras. Nicolas adivinó la presencia de un aura dorada y otra plateada y distinguió la apestosa aura amarilla de azufre y un hilo de color verde pálido recorriendo el suelo. Y, justo en el centro del patio, la marca de un rectángulo que resplandecía con los vestigios de energías ancestrales. La silueta de cuatro espadas estaba ligeramente marcada sobre las losas.
De pronto alguien abrió una puerta. El loro alzó la mirada, pues una luz brillante irradiaba por el marco. En ese instante el Alquimista vio a Odín atravesando el umbral a toda prisa para después bajar una escalera de piedra. El Inmemorial tuerto se detuvo al pie de la escalera y se dio media vuelta con una espada corta en cada mano.
Marte se asomó por la puerta y la mantuvo abierta. Un segundo más tarde aparecieron corriendo Maquiavelo y Billy el Niño, sosteniendo a Hel entre ambos. Los brazos de la Inmemorial rodeaban a los inmortales. Arrastraba las piernas por el suelo y, a su paso, dejaba un rastro de líquido oscuro difícil de reconocer. Marte cerró de golpe la puerta metálica y apoyó la espalda sobre ella. La chaqueta negra de cuero del guerrero estaba hecha trizas y la espada que empuñaba en su mano derecha goteaba un líquido azul muy brillante. Incluso en aquella penumbra, Nicolas vio que le resplandecían los ojos por la emoción. La puerta que mantenía cerrada Marte no dejaba de temblar, pero el Inmemorial hizo acopio de su fuerza y la sostuvo cerrada hasta que Maquiavelo y Billy alcanzaron el pie de las escaleras y Odín se colocó delante para protegerles.
El Inmemorial tuerto le hizo un gesto a Marte y este se apartó de la puerta. En ese preciso instante, un colmillo puntiagudo y afilado se clavó en el metal y lo rasgó como si fuera una hoja de papel.
Marte y Odín tomaron posiciones en el pie de la escalera, protegiendo así a Maquiavelo y Billy, que trataban desesperados de curar las heridas de Hel sobre la escalinata del patio de entrenamiento. Billy se había quitado el cinturón para atarlo alrededor de las piernas de la Inmemorial y tenía las manos manchadas de sangre oscura.
Silencioso e invisible, el loro sobrevolaba dando círculos. Nicolas trató de dar sentido a lo que estaba presenciando: Marte y Odín trabajando codo con codo con Billy y Maquiavelo, protegiéndolos mientras el inmortal americano se ocupaba de las heridas de Hel. El Alquimista estaba confundido: el italiano no guardaba cariño alguno a los Flamel ni apreciaba su causa y había decidido luchar del lado de los Oscuros Inmemoriales toda su larga vida. ¿Quizá Maquiavelo se las había ingeniado para engañar a los demás? El Alquimista sacudió la cabeza y el loro imitó el movimiento. Engañar a Marte era una posibilidad; quizá también había burlado a Hel. Pero nadie podía mentir a Odín. Quizá Maquiavelo y Billy por fin habían elegido posicionarse en el bando correcto. ¿Qué había dicho Shakespeare sobre que la miseria creaba extrañas parejas?
El Alquimista tuvo que realizar un tremendo esfuerzo para animar a Pedro a descender unos metros. Cada instinto del pájaro le indicaba que huyera de aquel lugar. Ahora, el patio rebosaba de auras brillantes y vivas y la atmósfera estaba cargada del hedor de la sangre del Inmemorial mezclado con la peste a zoológico que desprendían las bestias.
La criatura que apareció por la puerta era enorme. Parecía un jabalí, pero era del tamaño de un toro y sus colmillos eran tan largos como un brazo humano.
—Hus Krommyon —anunció Marte—. El Jabalí Cromañón. No es el original, por supuesto. Teseo lo mató.
El único ojo de Odín pestañeó.
—Es grande —murmuró—. Fuerte.
La bestia bajó lentamente los peldaños de la escalera. Era tan ancha que los costados rozaban la pared de ambos lados, y su áspero pelaje raspaba las piedras.
—Se abalanzará sobre nosotros —advirtió Marte.
—Y no podremos parar a esa bestia —añadió Odín—. He cazado jabalíes. Esos animales atacan con la cabeza agachada y después la levantan. Los músculos que rodean su cuello y hombros son muy gruesos. Dudo que nuestras espadas y lanzas puedan atravesarlos.
—Y si utilizamos nuestras auras, llamaremos la atención de la esfinge y la criatura se dará un festín con nuestra energía —dijo Marte, antes de apartar con sumo cuidado a Odín hacia un lado—. No tenemos que morir los dos. Deja que cargue contra mí. Agarraré la cabeza de la criatura e intentaré sostenerla. Tú encárgate de clavarle tus lanzas en el costado. Si puedes, colócate bajo la bestia. La piel no es tan rígida ni los músculos tan fuertes.
Odín asintió con la cabeza.
—Es un buen plan, excepto…
—¿Excepto?
—No podrás sostener la cabeza de ese jabalí. Te corneará hasta arrancarte las manos.
—Sí. Eso es lo más probable. Entonces es cuando tú intervienes y lo apuñalas.
—¿Has visto lo que ha hecho con la puerta metálica? —preguntó Odín en voz baja.
—Soy resistente —sonrió Marte.
—Estás disfrutando, ¿me equivoco?
—He pasado milenios atrapado en el interior de una concha de hueso, incapaz de moverme —dijo mientras movía la muñeca y hacía girar la espada—. No me divertía tanto desde… bueno… no lo recuerdo.
Las pezuñas del Hus Krommyon rechinaban sobre las losas de la escalera y, de repente, cargó contra el grupo.
Se produjo un abrupto destello de color verde y rojo y lo que parecía ser un pequeño e inofensivo loro fue disparado hacia la bestia, arañando su hocico con las garras y mordiéndole las orejas. El jabalí chilló y alzó la cabeza mientras de sus quijadas resbalaban hilos de saliva. El pájaro descendió en picado una vez más sobre la criatura y arrancó de un mordisco un pedazo de la oreja peluda del jabalí. El Hus Krommyon bramó y se alzó sobre sus patas traseras para atacar al colorido loro.
En ese instante, la lanza de Odín se clavó en la garganta del animal. El cuerpo sin vida de la criatura se derrumbó sobre el suelo.
—¡Así se hace! —voceó Billy.
—Billy, por qué no gritas un poco más. Estoy seguro de que despertarás a unos cuantos monstruos más y los traerás hasta aquí —murmuró Maquiavelo.
El inmortal americano le asestó un suave golpe en el hombro.
—A veces tienes que soltarte y celebrar los éxitos —recomendó antes de desviar la mirada hacia Hel—. ¡Has visto el tamaño de esa cosa!
—He visto criaturas más grandes —ceceó.
El loro agitó las alas hasta aterrizar sobre la cabeza de Hus Krommyon. El pajarito ladeó su diminuta cabeza roja para mirar a Marte y a Odín.
—¿Quién eres, lorito? —preguntó Marte y entonces abrió las aletas de la nariz—. Menta —dijo atónito—. ¿Nicolas?
El guacamayo abrió el pico y graznó:
—Flamel.
Marte hizo una pequeña reverencia al pájaro con su espada.
—Alquimista. Me alegro de… ejem… de verte. Estamos vivos, como puedes ver. Somos dos más que cuando llegamos, pero estamos en apuros. Hay demasiados monstruos, incontables, y la esfinge ronda por aquí —informó. Tras una pausa, añadió—: No puedo creer que esté dando un informe a un loro.
—Areop-Enap —canturreó el loro.
Marte miró al Inmemorial tuerto.
—¿Acaba de decir «Areop-Enap»?
El loro bailaba moviendo los pies.
—Areop-Enap, Areop-Enap, Areop-Enap.
Odín asintió.
—Ha dicho «Areop-Enap».
—¿Dónde? ¿Aquí? —preguntó Marte.
El pájaro alzó el vuelo y planeó sobre los dos Inmemoriales.
—Aquí, aquí, aquí.
—Eso es un sí —dijo Odín—. Menuda aliada si la Araña está dispuesta a luchar con nosotros —comentó dando una suave palmada en la espalda de Marte—. Tenemos que encontrarla. No será muy difícil. Yo me encargaré de las heridas de Hel.
El Inmemorial agarró a Hus Krommyon por el descomunal colmillo y lo arrastró por los peldaños de la escalera.
—¿Qué piensas hacer con eso?
—Hel no es vegetariana —sonrió Odín—, y le encanta la carne de cerdo.
—¿Cruda?
—Sobre todo cruda.
El guacamayo de pelaje vistoso descendió en picado del cielo vespertino hacia el Embarcadero, agitando las alas exhausto, hasta aterrizar sobre la cabeza del Alquimista. Posó su cabeza bermeja sobre el hombro de Nicolas y se refregó contra la tela de su camiseta.
El cuerpo de Nicolas empezó a tiritar y, tras inspirar profundamente, Prometeo le sujetó para evitar que se desplomara sobre el suelo. El Alquimista tenía los dedos dormidos, como si infinitud de diminutas agujas se le estuvieran clavando en la yema. Después alzó la mano derecha y el pájaro se posó sobre sus dedos.
—Gracias —susurró. Una bruma del mismo verde que la menta fresca emergió de entre el plumaje rubí y esmeralda del loro.
Pedro se estremeció y alzó el vuelo graznando:
—Areop-Enap, Areop-Enap, Areop-Enap.
Flamel siguió el recorrido del ave por un cielo cada vez más estrellado.
—En un par de días, todos los loros del Embarcadero gritarán esa frase —dijo el Alquimista.
—¿Has visto algo interesante? —preguntó Perenelle.
Nicolas afirmó con un gesto de cabeza.
—Los monstruos están en el bloque principal. He visto a Marte, Odín y Hel. No había rastro de Black Hawk por ningún sitio y Hel está malherida. Pero por lo visto contamos con dos nuevos aliados: Maquiavelo y Billy el Niño estaban ayudando a la Inmemorial a curar sus heridas.
Perenelle pestañeó, mostrando así su asombro.
—Maquiavelo jamás se ha puesto de nuestro lado.
—Ya lo sé. Pero es un oportunista. Quizá por fin se haya dado cuenta de que lo más apropiado es estar en el bando ganador.
—O puede que simplemente haya vuelto a descubrir su humanidad —añadió Niten en voz baja—. Quizás alguien le haya recordado que antes de inmortal es un ser humano.
—Da la sensación de que hablas por experiencia propia —opinó Perenelle.
—Y así es —contestó el inmortal—. Hubo un tiempo en que era… salvaje.
—¿Qué ocurrió?
El japonés no pudo ocultar una sonrisa.
—Conocí a una guerrera irlandesa pelirroja.
—¿Y te enamoraste? —se burló la Hechicera.
—Yo no he dicho eso.
—No hacía falta —comentó volviéndose hacia su marido—. ¿Y qué hay de Dee?
—Eso es lo más extraño de todo: he olido su aura, pero su presencia se desvanecía. La peste a azufre se mezclaba con el aroma a vainilla de Sophie y a naranjas de Josh. También he podido distinguir un suave olor a salvia…
—Virginia Dare —adivinó Perenelle.
—Las cuatro auras estaban mezcladas, junto con las energías de las cuatro Espadas de Poder. Pero creo que Dee ya no está en la isla.
—¿Y entonces dónde? —preguntó el japonés.
El Alquimista empezó a menear la cabeza y, de repente, se quedó inmóvil.
—Había la marca del cuadrado de las cuatro Espadas de Poder sobre las losas del patio —explicó mientras describía el cuadrado con las manos—. Parecía que las hubieran colocado juntas, para formar un rectángulo sobre el suelo.
—Ha creado una puerta telúrica —intervino Prometeo—. No lo he presenciado jamás, pero sé que es posible.
—¿Una puerta que conduzca a dónde? —preguntó Nicolas.
Al mirar a su esposa, descubrió que Perenelle sacudía la cabeza.
—A ningún rincón de este mundo, de eso puedes estar seguro —dijo Prometeo—. De hecho, puedo garantizarte que esa puerta telúrica conducía a algún lugar de Danu Talis. Dee ha llevado a los mellizos a un viaje en el tiempo.