Niten —llamó Nicolas volviéndose hacia el japonés—. Tú eres un experto en estrategia. ¿Qué sugieres?
El inmortal ladeó los binoculares y escudriñó la isla que se alzaba al otro lado de la bahía, fijándose en cada esquina, en cada recoveco.
—¿Alguna vez has leído mi libro? —preguntó como si nada. Y entonces, sin esperar una respuesta, continuó—: Hay tres formas de enfrentarse a un enemigo. La primera llamada Tai No Sen, cuando uno espera a que el oponente ataque para contraatacar. También está la técnica Tai Tai No Sen, cuando uno hace coincidir el ataque con el del enemigo, y así se entra en guerra a la vez. Y, desde luego, también tenemos…
—Ken No Sen —finalizó Prometeo—. Atacar uno primero.
Niten miró de reojo al Inmemorial.
—Has leído mi libro. Me siento halagado.
Prometeo sonrió.
—No tienes por qué. Lo cierto es que hallé varios errores. Y, por supuesto, Marte discrepó con casi todo lo que decías.
—Cómo no —murmuró Niten antes de volver a centrar su atención en los binoculares—. Ken No Sen. Creo que deberíamos atacar primero, pero deberíamos saber la disposición de nuestro enemigo antes de realizar cualquier movimiento. Necesitamos unos ojos en la isla.
—¿Debo recordarte que solo estamos nosotros cuatro? —farfulló Prometeo.
—Ah —suspiró Niten mientras giraba los binoculares para echar un vistazo al grupo—. Pero supongo que nuestros enemigos no tienen esa información —añadió con una sonrisa—. Podremos animarles a creer que somos muchos más.
—El fantasma de Juan Manuel de Ayala está atrapado en la isla —informó Perenelle—, porque está anclado para siempre a ese lugar. Pero más espíritus habitan la isla de Alcatraz. Me ayudaron a escapar de allí y no me cabe la menor duda de que nos echarían una mano. Juan Manuel haría todo lo posible para proteger su isla.
Niten esbozó una sonrisa.
—Los fantasmas y espíritus siempre son una distracción muy útil. Pero para combatir las bestias necesitaremos algo un poco más tangible. Preferiblemente algo con dientes y zarpas.
Poco a poco los labios de Perenelle formaron una sonrisa que era aterradora.
—Bueno, Areop-Enap está en Alcatraz.
Prometeo se dio media vuelta.
—¡La Vieja Araña! Pensé que había muerto.
—La última vez que la vi, millones de moscas la habían envenenado con sus mordiscos. Se había protegido en un cascarón para poder curarse. Pero está viva.
—Si pudiéramos despertarla… —murmuró Prometeo—. La Araña es… —Hizo una pausa, sacudiendo la cabeza y finalizó—: La Araña es aterradora en la batalla.
—Cuando dices Vieja Araña… —dijo Niten—, ¿te estás refiriendo a una araña grande?
—Grande —respondieron Nicolas y Perenelle a la vez.
—Muy grande —puntualizó Perenelle—. E increíblemente poderosa.
Prometeo sacudió la cabeza.
—La conocí cuando era hermosa, antes de que la Mutación se apoderara de ella. El cambio no suele ser positivo, pero en mi opinión fue especialmente cruel con ella.
Un grupo muy numeroso de turistas japoneses se reunió junto al embarcadero y empezó a fotografiar la isla, mientras la bandada de loros y guacamayos planeaba sobre sus cabezas. Los inmortales y el Inmemorial se tomaron esa imagen como una señal para avanzar por el muelle.
—Necesitamos contener a los monstruos sobre la isla —dijo Nicolas en voz baja mientras caminaban—. Si están en un mismo lugar resultará más fácil defender la ciudad.
Prometeo negó con la cabeza.
—Esto va más allá de proteger la ciudad, Nicolas. Debemos destruir esa colección de monstruos. Y el tiempo no juega a nuestro favor. Te garantizo que cualquier bestia y criatura malvada que viva en la Costa Oeste de América se está dirigiendo hacia aquí en este momento. Todo Oscuro Inmemorial y sus siervos están de camino. No podemos luchar contra todos.
—Y no tenemos por qué hacerlo —replicó Niten con confianza—. Deberíamos centrarnos en un solo enemigo. Abordemos lo que tenemos frente a nosotros primero —recomendó señalando la isla con la barbilla—. La intención de los Oscuros Inmemoriales es liberar a esas criaturas para extender el terror y la confusión por la ciudad. Si podemos prevenirlo, entonces ya habremos conseguido destruir sus planes. Y sí, estoy convencido de que muchos otros vienen hacia aquí, pero podremos encargarnos de ellos, no me cabe la menor duda.
—Y no tenemos por qué ser solo cuatro —añadió Perenelle—. Hay inmortales como nosotros, leales y fieles a los Inmemoriales o a criaturas de la Última Generación, que no dudarían en ponerse de nuestro lado. Deberíamos contactar con ellos.
—¿Cómo? —preguntó Prometeo.
—Tengo sus números de teléfono —contestó Perenelle.
—Tsagaglalal luchará con nosotros —continuó Nicolas— y nadie sobre la faz de este reino conoce el alcance de sus poderes.
—Es una criatura anciana —opinó Niten, meneando la cabeza.
—Tsagaglalal es muchas cosas —rectificó Perenelle—, pero sería un error considerarla solo una criatura anciana.
—Si tienes contactos, llámalos —ordenó Niten con decisión—. Diles que vengan hacia aquí —añadió. Después se volvió hacia el Inmemorial—: Prometeo, eres un Maestro del Fuego. ¿Podrías crear una lluvia de fuego sobre la isla?
Con aire triste, el descomunal Inmemorial negó con la cabeza.
—Podría, pero sería una lluvia débil y acabaría destruyéndome. Soy viejo, Niten, y me estoy muriendo. He perdido mi Mundo de Sombras y he consumido la mayor parte de mi aura… Puede que solo me quede lo bastante como para librar una última batalla —explicó con una melancólica sonrisa—. Y preferiría guardar mi energía hasta ese momento.
El inmortal japonés asintió con la cabeza.
—Lo entiendo.
—Así que centremos nuestros esfuerzos en la isla —anunció Nicolas—. Pero antes de hacerlo, debemos saber qué está sucediendo por allí.
—Podríamos probar con la adivinación —sugirió Perenelle.
Nicolas negó con la cabeza.
—Demasiado limitado y exige mucho tiempo. Solo podríamos ver lo que está reflejado en cristal o en charcos de agua. Necesitamos tener una visión más amplia. —De repente se detuvo y esbozó una gran sonrisa—. ¿Te acuerdas de Pedro? —preguntó.
Perenelle le miró inexpresiva y, un segundo más tarde, su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Pedro. Desde luego que me acuerdo de él.
—¿Quién es Pedro? —quiso saber Niten.
—Era. Pedro ya no está entre nosotros. Murió hace casi un siglo —informó Perenelle.
—¿Os referís al rey Pedro de Brasil? —preguntó Prometeo—. ¿A Pedro de Portugal? ¿El explorador, el inventor?
—El loro —contestó Perenelle—, llamado Pedro en honor a nuestro gran amigo Periquillo Sarniento. Durante décadas tuvimos una cacatúa galerita. Y digo «tuvimos», pero en realidad estaba muy unida a Nicolas; a mí solo me toleraba. La encontramos abandonada cuando buscábamos las ruinas de Nan Madol, por allí en el mil ochocientos. Estuvo con nosotros durante casi ochenta años.
Prometeo sacudió la cabeza.
—De verdad, no veo cómo… —empezó.
—Los loros son los pájaros más excepcionales —continuó Nicolas haciendo caso omiso al Inmemorial.
Extendió el brazo izquierdo y un suave olor a menta inundó el aire salado. Movió los labios y siseó unas palabras inaudibles. De repente se escuchó el batir de unas alas y un espectacular loro con cabeza rubí y cuerpo esmeralda se posó sobre su mano. El pájaro ladeó la cabeza y un gigantesco ojo plateado y dorado le miró con curiosidad; después, con lentitud, el animal empezó a andar con cierta timidez por el brazo del Alquimista. Nicolas acarició el pecho del loro con el dedo.
—Los loros son muy inteligentes. Y su visión es maravillosa. Existen algunas especies cuyos ojos pesan más que su cerebro. Pueden ver incluso a través de espectros infrarrojos y ultravioletas; ven las olas de luz.
—Alquimista… —dijo Prometeo.
Nicolas se concentró en el loro, atusando con sumo cuidado su plumaje iridiscente. El pájaro acarició la frente de Flamel con la cabeza y, de pronto, empezó a arreglarle las cejas, que las llevaba alborotadas.
—Alquimista —repitió Prometeo con una nota de irritación en su voz.
—John Dee y los de su calaña utilizan ratas y ratones como espías —explicó Perenelle—, pero con los años Nicolas ha aprendido a ver a través de los ojos de Pedro. Es un sencillo proceso de transferencia. Envuelves a la criatura en tu aura y puedes controlarla, guiarla.
—Pedro nos salvó la vida en más de una ocasión —dijo Nicolas en voz baja—. Cada vez que intuía la peste a azufre de Dee, gritaba como un loco —explicó mientras acercaba la cara al guacamayo con cabeza carmesí y este respondía con un gesto igual de cariñoso—. Prometeo, ¿te importaría sostenerme? —continuó—. Voy a marearme un poco.
—¿Por qué? —preguntó Niten, desconcertado.
—Voy a volar —susurró el Alquimista. Ladeó la cabeza y el loro imitó el movimiento. Durante un breve instante, los ojos de Nicolas y del ave casi se rozaron. La brisa salada se cubrió del olor a menta y el pájaro se estremeció. Sin dejar de acariciar el plumaje del loro, los dedos de Nicolas dejaban un rastro brillante de color verde que se confundía con el esmeralda de sus plumas. El Alquimista cerró los ojos… y los ojos amarillos del loro empalidecieron, perdiendo así todo el brillo.
Y entonces, con un repentino aleteo, el pájaro alzó el vuelo y Prometeo evitó que el cuerpo del Alquimista se desplomara sobre el suelo.