La vímana Rukma se sacudía con violencia mientras el motor rugía. La gigantesca nave triangular había recibido varios impactos durante la refriega en la terraza de la torre de cristal de Abraham. Un costado de la nave estaba repleto de rasguños, las portillas estaban echas añicos y la puerta había dejado de encajar en el marco. Un aire gélido soplaba y siseaba por la apertura de la nave. Las pantallas y los diversos paneles de control estaban apagados y la mayor parte de los que funcionaban solo mostraban un símbolo circular de color rojo.
Scathach la Sombra estaba detrás de Prometeo. Le había conocido como su tío, pero él no tenía la menor idea de quién era aquella jovencita. En ese hilo del tiempo, Scathach aún no había nacido y, de hecho, no lo haría hasta que la isla se derrumbara. El Inmemorial hacía todo lo que podía por controlar la aeronave. La Sombra estaba agarrada fuertemente al asiento delantero, donde pilotaba Prometeo. Desesperada, trataba de no vomitar.
—¿Puedo ayudarte? —se ofreció.
Prometeo gruñó.
—¿Alguna vez antes has pilotado una vímana Rukma?
—He volado una nave más pequeña… aunque hace mucho tiempo de eso —admitió Scathach.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó su tío.
—No sabría decirte. Diez mil años, siglo arriba, siglo abajo.
—Entonces no puedes ayudarme.
—¿Por qué? ¿Tanto ha cambiado la tecnología? —inquirió.
William Shakespeare estaba sentado a la derecha de la nave, al lado del corpulento Caballero Sarraceno, Palamedes. El inmortal inglés miró a Scathach, con los ojos vidriosos y enormes tras sus gigantescas gafas.
—Ya sabes que soy una persona curiosa —dijo—; entrometida, dirían algunos.
Ella asintió.
—Siempre ha sido mi mayor defecto… y mi mejor virtud —añadió con una sonrisa que dejó al descubierto su dentadura desigual—. En mi opinión, creo que se aprende mucho haciendo preguntas.
—Haz la pregunta de una vez —murmuró Palamedes.
Shakespeare ignoró por completo la recomendación de su amigo.
—La experiencia me ha enseñado que hay ciertas preguntas que uno jamás debería hacer —continuó señalando hacia el símbolo circular rojo que no dejaba de parpadear en algunas de las pantallas—. Pero creo que quiero saber qué significa eso.
Palamedes no se contuvo una carcajada.
—Yo puedo responderte a eso, William. No soy un experto en lenguas antiguas pero, por mi experiencia, cuando algo es rojo y parpadea solo tiene un significado: problemas.
—¿Qué tipo de problemas? —insistió Shakespeare.
—Significa abandonar la nave —informó Prometeo—. Pero no prestéis demasiada atención a eso. Estas viejas naves están siempre lanzando ese tipo de alarmas.
El ala izquierda se hundió y todos los ocupantes escucharon un fuerte impacto y un rasguño en la parte inferior de la nave.
Juana de Arco se removió en su asiento para asomar la cabeza por una de las portillas rotas del costado izquierdo. La vímana estaba sobrevolando, casi rozando, copas de gigantescos árboles, dejando un rastro de hojas y ramas rotas a su paso. Miró de reojo a su marido y alzó las cejas a modo de pregunta silenciosa. El conde de Saint-Germain se encogió de hombros.
—Soy partidario de solo preocuparnos por aquellas cosas que sí podemos controlar —respondió en francés—. Y no tenemos absolutamente ningún control sobre esta aeronave; así que no deberíamos inquietarnos.
—Muy filosófico —murmuró Juana.
—Muy pragmático —rectificó Saint-Germain con elegancia—. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir?
—Que choquemos, que muramos —sugirió la guerrera.
—Y moriríamos juntos —replicó él con una sonrisa—. Preferiría eso a seguir viviendo en este mundo, o en cualquier otro mundo, da lo mismo, sin ti.
Juana alargó el brazo para estrechar la mano de su marido.
—¿Por qué tardé tanto en casarme contigo?
—Porque creías que era un idiota arrogante, ignorante, fanfarrón y peligroso.
—¿Quién te ha dicho tal cosa? —exigió saber Juana.
—Tú.
—Y tenía toda la razón, y lo sabes.
—Lo sé —admitió con una amplia sonrisa.
Se produjo otro golpe y la nave entera se tambaleó. Una colección de hojas verdes y brillantes se colaron por la puerta mal encajada de la vímana.
—Tenemos que aterrizar —dijo la Sombra.
—¿Dónde? —preguntó Prometeo.
Scathach se bamboleó para llegar a una de las portillas y mirar a través del agujero. Estaban sobrevolando un bosque espeso y primigenio. Unos gigantescos lagartos alados volaban en espiral por el cielo mientras unos pájaros con plumas multicolores emergían de las copas de los árboles creando un sinfín de arcoíris. Unas criaturas humanoides, con cierto parecido a los simios pero cubiertas de plumaje en vez de pelo, se esparcían por la corona del bosque, gritando, graznando. Y, tras las sombras de las hojas y las ramas, unos enormes ojos contemplaban con detenimiento la vímana.
La vímana Rukma se balanceó de nuevo, se sumergió unos centímetros más en la jungla y el ala derecha arrancó una pequeña rama de un árbol. El bosque entero aulló con alaridos insufribles, demostrando así su inconformidad.
Scathach estiró el cuello y miró a todas direcciones. Aquella selva se extendía sin una rama rota hacia el horizonte, pero en un punto muy lejano unos nubarrones de humo parecían tragársela.
—No hay ningún lugar donde podamos aterrizar —informó.
—Ya lo sé —respondió Prometeo impaciente—. No es la primera vez que vuelo esta ruta.
—¿Dónde podremos tomar tierra? —gritó su sobrina.
—No muy lejos de aquí —contestó Prometeo en tono grave—. Tenemos que llegar hasta las nubes. Solo necesitamos permanecer en el aire unos minutos más.
William Shakespeare se apartó de una de las portillas.
—¿Podríamos descender sobre los árboles? —preguntó—. Muchos parecen ser lo bastante fuertes como para soportar el peso de la nave. O, quizá, si te quedaras suspendido sobre uno de ellos, podríamos utilizar cuerdas para bajar.
—Vuelve a echar un vistazo, Bardo. ¿Puedes ver el suelo del bosque? Estas secuoyas miden más de ciento cincuenta metros. Y, aunque lograras llegar al suelo ileso, dudo mucho que consiguieras sobrevivir muchos minutos antes de que algo con dientes y zarpas te comiera. Si tuvieras mala suerte, las arañas del bosque serían las primeras en dar contigo y envolverte en telaraña para poner sus huevos.
—¿Por qué sería tener mala suerte?
—Seguirías vivo cuando los huevos incubaran.
—Creo que es lo más asqueroso que he oído nunca —murmuró Shakespeare mientras sacaba un trozo de papel y un lápiz—. Tengo que tomar nota de eso.
Un trío de descomunales criaturas con aspecto de buitre alzó el vuelo desde sus desmesurados nidos sobre los árboles y se unieron a la vímana. Scathach enseguida cogió sus armas, aunque sabía perfectamente que si las criaturas atacaban, apenas podría hacer nada para sobrevivir.
—Parecen hambrientas —comentó Saint-Germain apoyándose sobre su esposa para mirar a través de la portilla.
—Siempre tienen hambre —confirmó Prometeo—. Y hay más en este lado.
—¿Son peligrosas? —preguntó la Sombra.
—Son aves carroñeras —respondió Prometeo—. Están a la espera de que perdamos el equilibrio y choquemos contra algún árbol. Así podrán darse un banquete con nuestros restos.
—Entonces, ¿creen que vamos a estrellarnos? —insistió Scathach sin apartar la mirada de aquellas aves. Parecían cóndores, aunque triplicaban el tamaño de cualquier cóndor que hubiera visto.
—Saben que, tarde o temprano, toda vímana se estrella —dijo Prometeo—. A lo largo de los años han visto muchos accidentes.
De repente, la pantalla de cristal ubicada justo delante del Inmemorial se apagó y entonces, una detrás de otra, todas las pantallas excepto una dejaron de emitir la señal roja.
—¡Agarraos! —gritó Prometeo—. ¡Poneos el cinturón!
Echó atrás el controlador y la vímana Rukma se elevó dando bandazos mientras el motor parecía ahogarse. Toda la aeronave empezó a vibrar una vez más, de modo que todo lo que no estaba atado se desplomó al fondo de la nave. A medida que la vímana ascendía en el cielo, las tenues nubes blancas se tornaban gruesas y sólidas, ensombreciendo así el interior de la nave. De repente, unos riachuelos de lluvia empezaron a recorrer el suelo y las paredes de la vímana. La temperatura bajó en picado, a niveles insospechados. La única pantalla que todavía funcionaba emitía una luz roja que parpadeaba sin parar.
Scathach se arrojó hacia un asiento que no había sido diseñado para un cuerpo humano y se agarró con firmeza al cuero ancestral.
—¡Pensé que íbamos a descender!
—Voy a elevar la vímana lo más alto que pueda —gruñó el Inmemorial. Tenía el rostro bañado en sudor y la luz roja parpadeante le teñía el rostro del mismo color de la sangre.
—¿Lo más alto? —repitió Scathach con un graznido agudo. Tragó saliva y volvió a intentarlo—: ¿Lo más alto? —volvió a repetir—. ¿Por qué?
—Para que cuando el motor se apague podamos planear —respondió Prometo.
—¿Y cuándo crees que eso…? —empezó Scathach.
De repente se produjo un fuerte impacto y el interior de la vímana Rukma se cubrió del hedor a goma quemada. Y justo en ese instante, el zumbido del motor se apagó y se quedó en silencio.
—¿Y ahora qué? —preguntó Scathach.
El Inmemorial se recostó en su asiento, que sin duda era demasiado pequeño para él, y se cruzó de brazos.
—Ahora planeamos.
—¿Y después?
—Después descendemos.
—¿Y después?
—Después nos estrellamos.
—¿Y después? —insistió desesperada Scathach.
Prometeo sonrió de oreja a oreja.
—Después ya veremos.