Los gritos eran desgarradores.
Una bandada de loros y guacamayos con el cuerpo verde y la cabeza carmesí planeaban sobre el Embarcadero de San Francisco. Pasaron volando junto a tres hombres y una mujer que estaban apoyados sobre la barandilla de madera, a orillas de la bahía. Aquellos alaridos tan estridentes y agudos retumbaban en la atmósfera vespertina. Uno de los hombres, más corpulento y musculoso que el resto, se tapó los oídos con las manos.
—Odio los loros —gruñó Prometeo—. Hacen ruido, son asquerosos…
—Pobrecitos; están asustados —dijo Nicolas Flamel, impidiendo que Prometeo acabara su queja. Abrió las ventanas de la nariz e inspiró hondamente—. Perciben las auras en el aire.
Prometeo dejó caer una pesada mano sobre el hombro del Alquimista.
—Un monstruo marino de siete cabezas ha estado a punto de comerme. Yo también estoy un poquito asustado, pero no me has oído gritar como un loco, ¿verdad?
El tercer hombre, esbelto y vestido con un traje negro, tenía los rasgos delicados de un japonés y observaba el rostro arrugado de Prometeo.
—No, pero sin duda estarás refunfuñando por ese incidente durante todo el día.
—Eso si sobrevivimos a este día —murmuró Prometeo.
Un loro pasó volando lo bastante cerca como para alborotar el cabello grisáceo del Inmemorial y una mancha de líquido blanco cayó sobre el hombro de su chaqueta a cuadros. Su rostro se convirtió en una mueca de repugnancia e indignación.
—Oh, genial. ¡Lo que faltaba! ¿Podría empeorar este maldito día?
—¡Callaos de una vez los tres! —espetó la mujer. Deslizó una moneda en la ranura que había bajo los binoculares azules antes de guiarlos hasta la isla de Alcatraz, que yacía justo delante de ellos, al otro lado de la bahía. Giró el volante para enfocar los edificios que se alzaban sobre la isla.
—¿Qué ves? —preguntó Nicolas.
—Paciencia, paciencia.
Perenelle sacudió la cabeza. Se le había deshecho la trenza y ahora su cabellera negra y plateada ondeaba sobre su espalda.
—Nada fuera de lo habitual. No hay movimiento sobre la isla y no veo nada en el agua. No hay ningún pájaro sobrevolando Alcatraz —informó antes de apartarse de los binoculares para que su marido echara un vistazo. Se quedó quieta durante un instante, cavilando con el ceño fruncido, y después añadió—: Está demasiado tranquila.
—Calma después de la tormenta —murmuró Nicolas.
Prometeo apoyó sus gigantescos antebrazos sobre la barandilla de madera y miró al otro lado de la bahía.
—Y sin embargo sabemos que esas celdas están repletas de monstruos. Además, Maquiavelo, Billy, Dee y Dare también están allí. A estas alturas, Marte, Odín y Hel ya habrán llegado…
—Esperad —dijo Nicolas de repente—. Veo un barco…
—¿Quién lo lleva? —preguntó Prometeo.
Nicolas giró los enormes binoculares y se centró en la pequeña embarcación que había aparecido tras la isla, dejando tras de sí un rastro de espuma blanca.
El inmortal japonés se subió a la barandilla inferior y se inclinó hacia delante, protegiéndose los ojos de la luz del atardecer.
—Veo a una persona sobre el barco. Es Black Hawk. Y está solo…
—Entonces, ¿dónde está todo el mundo? —se preguntó Prometeo en voz alta—. ¿Está huyendo?
—No, estamos hablando de Black Hawk… —cortó Niten, impidiendo así que el Inmemorial pudiera acabar su discurso—. No deshonres su nombre —añadió meneando la cabeza con convencimiento—. Ma-ka-tei-meshe-kia-kiak es uno de los guerreros más valientes con quien me he enfrentado.
Los tres humanos inmortales y el Inmemorial contemplaron el barco meciéndose sobre las olas, dirigiéndose hacia la orilla de la bahía.
—Esperad… —dijo el Alquimista de forma abrupta.
—¿Hay algo en el agua? —quiso saber Niten.
A través de los binoculares, Nicolas avistó una docena de cabezas de foca emergiendo del oleaje que rodeaba el barco. Entornó los ojos para enfocar un poco más. A pesar de que su agudeza visual había envejecido en los últimos días, resultaba evidente que aquellas cabezas pertenecían a las jovencitas con el cabello verde que eran hermosas hasta que abrían la boca y dejaban al descubierto una dentadura de piraña.
—¿Focas? —tanteó Prometeo.
—Hay Nereidas en el agua —anunció Nicolas—. Y vienen más.
El barco enseguida se acercó lo bastante a la orilla como para que todo el grupo pudiera distinguir a las criaturas que lo rodeaban. Observaban en silencio cuando, de pronto, una Nereida emergió del océano y trató de subirse a bordo. El inmortal de tez cobriza ladeó la embarcación y el casco golpeó a la criatura con cola de pez, enviándola de nuevo al agua. Black Hawk giró el barco formando un círculo, casi volcándolo, para colocarse frente al banco de Nereidas, y avanzó peligrosamente hacia ellas. Al apartarse, las criaturas formaron nubes de espuma.
—Está intentando atraer a las Nereidas de forma deliberada —opinó Niten—. Está alejándolas de la isla.
—Lo cual significa que Marte y los demás deben tener problemas —adivinó Prometeo. El gigantesco Inmemorial se volvió hacia Nicolas—. Tenemos que ayudarles.
Nicolas miró a su esposa.
—¿Qué crees que deberíamos hacer?
El rostro de la Hechicera se iluminó con una temeraria sonrisa.
—Creo que deberíamos atacar la isla.
—¿Solo los cuatro? —murmuró su marido.
Perenelle se inclinó hacia delante hasta que su frente rozó la de su marido y le lanzó una mirada penetrante.
—Este es el último día de nuestras vidas, Nicolas —susurró—. Siempre hemos vivido en el silencio, ocultándonos en las sombras, atesorando nuestra energía, sin utilizar apenas nuestras auras. No tenemos que hacerlo más. Creo que ha llegado el momento de recordar a esos Oscuros Inmemoriales por qué hubo un tiempo en que nos temían.