El pequeño espejo de cristal era un objeto ancestral.
Más antiguo que la raza humana, era anterior a los Inmemoriales, a los Arcontes e incluso a los seres más primitivos. Se trataba de un objeto fabricado por los Señores de la Tierra que fue arrastrado a este reino cuando la isla de Danu Talis fue arrancada del fondo del mar.
Durante milenios, ese espejo había permanecido colgado en una pared de una habitación del Palacio del Sol, en Danu Talis. Generaciones de Grandes Inmemoriales y sus herederos, los Inmemoriales, cavilaron y dieron mil vueltas a aquel pequeño rectángulo de cristal con marco negro y liso. Todos se quedaban desconcertados al tocar aquel material, pues no era madera, ni metal, ni piedra. Aunque tenía la apariencia de un espejo, no era un cristal reflejante: la superficie del objeto tan solo mostraba sombras, aunque aquellos que osaron acercarse afirmaban haber distinguido la silueta de sus cráneos, la marca de los huesos bajo su piel. En alguna ocasión hubo quien aseguró haber apreciado una fugaz visión de paisajes lejanos, glaciares polares, desiertos infinitos o selvas humeantes.
En épocas muy puntuales del año, precisamente durante los equinoccios de otoño y primavera, y durante los eclipses lunares y solares, el vidrio parecía temblar e irradiaba escenas de una época y lugar más allá de la comprensión y el entendimiento humanos: reinos exóticos de metal y quitina, mundos donde en los cielos no brillaba estrella alguna y donde un sol negro permanecía inmóvil. Generaciones de eruditos invirtieron toda su vida en tratar de interpretar esas escenas, pero ni siquiera el legendario Abraham el Mago fue capaz de descifrar tales misterios.
Y un día, mientras el Inmemorial Quetzalcoatl colocaba derecho el marco del espejo, vislumbró el reflejo de su mano en la esquina del cristal. Notó un repentino escozor y apartó la mano enseguida, sorprendido. Una única gota de sangre salpicó el cristal y, de inmediato, la superficie se diluyó, empezó a mecerse bajo el minúsculo hilo de sangre. En ese preciso instante, Quetzalcoatl vio maravillas:
… la isla de Danu Talis en el corazón de un vasto imperio que se extendía sin fronteras por todo el globo…
… la isla de Danu Talis en llamas y destruida, arrasada por terremotos, las grandes avenidas y los majestuosos edificios tragados por el océano…
… la isla de Danu Talis visible bajo una gruesa capa de hielo, rodeada de ballenas con nariz puntiaguda que se amontonaban sobre la ciudad sepultada…
… Danu Talis alzándose pura y dorada en el centro de un desierto sin límites…
Ese mismo día, el Inmemorial robó el espejo y jamás lo devolvió.
Ahora, más esbelto y con la barba blanca, Quetzalcoatl extendía una tela de terciopelo azul sobre una mesa de madera. Alisó cada arruga de la tela con la mano y quitó todo rastro de hilos y motas de polvo. Después, colocó el rectángulo de cristal de marco oscuro sobre el centro de la tela y, con sumo cuidado, limpió la superficie con la manga de su camisa de lino blanco. El espejo no reflejó la nariz de halcón del Inmemorial: la superficie brillante empezó a retorcerse y desprendió un humillo gris.
Quetzalcoatl se inclinó sobre el cristal, extrajo un alfiler de la manga de la camisa y presionó la punta del alfiler en la yema de su pulgar.
—Esta quemazón en mi pulgar… —murmuró en el antiguo idioma de los Toltecas antes de que una gota rubí de sangre emergiera de su piel—… me dice que algo malo va a pasar.
Sosteniendo la mano sobre el objeto, el Inmemorial dejó que la gota cayera sobre el espejo. Al instante la superficie empezó a titilar y el ancestral cristal se tiñó de un arcoíris de colores. Un vapor rojizo empezó a humear sobre el extraño objeto y, en un abrir y cerrar de ojos, los colores formaron imágenes.
Milenios de experimentación y grandes cantidades de sangre, casi siempre ajena, le habían enseñado a Quetzalcoatl a controlar las imágenes del cristal. Había alimentado al objeto con tanta sangre que incluso creía que, de alguna forma, poseía conciencia y estaba vivo. Sin apartar la vista del cristal, susurró:
—Llévame hasta San Francisco.
El espejo mostró varias imágenes borrosas y, tras un destello de luz blanca y grisácea, Quetzalcoatl se halló sobrevolando la ciudad, justo por encima de la bahía.
—¿Por qué no está ardiendo? —se preguntó en voz alta—. ¿Por qué no hay monstruos merodeando por las calles?
Había dejado que el humano inmortal Maquiavelo y Billy el Niño regresaran a San Francisco para liberar a las criaturas de la isla de Alcatraz en la ciudad. ¿Habían fracasado en su misión? ¿O acaso había llegado demasiado pronto?
La imagen del cristal cambió una vez más y se retorció hasta mostrar Alcatraz. En ese momento, el Inmemorial avistó una línea de movimiento bajo las aguas. Una sombra avanzaba por la bahía, dejando atrás Alcatraz y dirigiéndose hacia la ciudad. Quetzalcoatl se frotó las manos. No, no había llegado tarde: había llegado justo a tiempo para ver en vivo y en directo un poco de caos. Hacía mucho tiempo que no veía una ciudad arrasada, y le encantaba el espectáculo.
De repente, la imagen parpadeó a medida que perdía intensidad. El Inmemorial volvió a clavarse el alfiler en el pulgar varias veces para alimentar el cristal. Segundos más tarde el espejo cobró vida otra vez y recreó de nuevo la imagen de la ciudad, aunque esta vez en tres dimensiones. Quetzalcoatl se concentró para poder ver más de cerca lo que estaba sucediendo. El Inmemorial entornó los ojos. Le costaba sobremanera perfilar cualquier detalle pero, por lo visto, la criatura tenía más de una cabeza. Asintió a modo de aprobación; estaba satisfecho. Era un toque con estilo. La opción de enviar a las criaturas marinas primero era sensata. Sonrió, dejando al descubierto una dentadura salvaje, al imaginarse a aquel monstruo vagando por las calles y devorando todo lo que se encontraba.
Quetzalcoatl observó a la serpiente marina arrastrándose por la bahía hasta rodear uno de los embarcaderos que daban al mar. Frunció el ceño y, al entender el movimiento, asintió con la cabeza. La criatura aparecería en el Embarcadero. Excelente: un montón de turistas alrededor, qué elegancia.
De repente un resplandor brilló sobre el mar y el Inmemorial avistó el débil temblor de una mancha aceitosa de color azul y rojo sobre el agua. Fue entonces cuando se percató de que la culebra se dirigía directamente hacia allí.
Sin darse apenas cuenta, Quetzalcoatl se acercó aún más al espejo. Su nariz de halcón a punto estuvo de tocar la superficie. Ahora podía percibir el olor del mar, salado pero con una pizca de tufo a pescado podrido y algas marinas… y algo más. Cerró los ojos e inspiró hondo. Una metrópolis como San Francisco debería oler a metal y tráfico, comida quemada y cuerpos sudorosos. Pero los hedores que distinguía ahora no tenían lugar en ciudad alguna: la acidez de la menta, el dulzor del anís y la esencia floral del té verde.
En ese instante comprendió lo que estaba ocurriendo frente a sus ojos y, de repente, la monstruosa criatura, el Lotan, emergió del fondo marino y sus siete cabezas apuntaron hacia la mancha bermeja y azul del agua. Quetzalcoatl reconoció enseguida las auras y los colores: el rojo era Prometeo y el azul era el humano inmortal Niten. Y esa peste enfermiza a menta solo podía pertenecer a un hombre: al Alquimista, Nicolas Flamel.
Quetzalcoatl detectó entonces la presencia del resto, que permanecía de pie en el borde del embarcadero. Sí, la mujer también estaba allí; Perenelle, la Hechicera, a quien conocía de sobra, y no por tener buenas experiencias con ella. De forma automática, la lengua del Inmemorial palpó un espacio vacío en su dentadura, donde antes se hallaba el molar que Perenelle le había arrancado. Aquello no pintaba bien, no pintaba bien en absoluto: un Inmemorial renegado y tres de los humanos más peligrosos y mortales en aquel Mundo de Sombras. Quetzalcoatl apretó los puños y sus afiladas uñas rasgaron la palma de su mano, lo cual hizo correr un hilo de sangre que ayudó a mantener vivas aquellas imágenes. Sus ojos oscuros contemplaban el espectáculo sin pestañear.
… el Lotan nutriéndose de las auras…
… la criatura elevándose del agua, sosteniéndose sobre su cola mientras las siete cabezas se disponían a buscar más comida…
… un destello de luz verde y el inconfundible hedor a menta.
—¡No! —siseó el Inmemorial mientras observaba cómo el Lotan se transformaba en un diminuto huevo con venas azuladas. De pronto, el huevo cayó sobre la mano extendida del Alquimista, quien no dudó en lanzarlo con ademán triunfante hacia el aire… donde una gaviota lo cazó al vuelo y se lo tragó.
—¡No! Nonononono… —aulló Quetzalcoatl con rabia y con el rostro enrojecido mientras se contorsionaba como la serpiente que tanto había aterrorizado a las civilizaciones maya y azteca. En cuestión de segundos, unos prominentes colmillos ocuparon su mandíbula superior, los ojos se le estrecharon y unas púas negras le brotaron por todo el rostro. Dio un fuerte golpe sobre la mesa y la madera ancestral crujió. Gracias a sus reflejos, rápidos como un rayo, el Inmemorial impidió que el espejo se cayera al suelo y se hiciera añicos.
Con la misma rapidez que había llegado, la rabia pasó.
Quetzalcoatl cogió aire y se pasó la mano por la cabellera, tratando de alisarla. Lo único que Billy el Niño y Maquiavelo tenían que hacer era liberar algunos monstruos en la ciudad, con tres o cuatro habría bastado. Dos no habrían estado mal; incluso uno, preferentemente con escamas y dientes, habría sido un buen inicio. Pero habían fracasado, y sin duda pagarían por ello más tarde ¡si lograban sobrevivir!
Necesitaba sacar a aquella colección de bestias de la isla, pero para hacerlo tendría que mantener ocupados a los Flamel y a sus amiguitos, incluyendo un Inmemorial y varios inmortales.
Era el momento perfecto para que Quetzalcoatl se ocupara él mismo de aquel asunto. Una repentina sonrisa dejó al descubierto los dientes de aguja del Inmemorial. Había reunido a unas cuantas mascotas en su Mundo de Sombras, mascotas que los humanos sin duda denominarían monstruos, y podía dejarlas que salieran a jugar un poco. Pero era evidente que el Alquimista hallaría un modo de acabar con ellas, del mismo modo que había conseguido destruir al Lotan. No, necesitaba algo más grande, algo más dramático que un puñado de monstruos sarnosos.
Quetzalcoatl cogió el teléfono móvil que tenía sobre la mesa de la cocina. Marcó el número de Los Ángeles de memoria. Sonó varias veces antes de que un ruido áspero respondiera la llamada.
—¿Sigues teniendo ese saco de dientes que te vendí hace miles de años? —preguntó Quetzalcoatl—. Me gustaría comprártelo. ¿Por qué? Quiero utilizarlo para enseñarles a los Flamel una buena lección… y para tenerlos ocupados un ratito mientras saco a nuestras criaturas de la isla —añadió con cierta prisa—. ¿Cuánto me va a costar? ¡Gratis! Bueno, sí. Por supuesto que puedes mirar. Reúnete conmigo en Vista Point; yo me encargaré de que no haya humanos alrededor.
»Presiento que algo malo va a pasar… —susurró Quetzalcoatl—. Te va a pasar a ti, Alquimista. A ti.