Capítulo 26

Estaba muerto. No había forma de escapar de la cocina, no me daba tiempo a utilizar una evocación explosiva de cerca y los escorpiones mortales me romperían en mil pedazos antes de que Victor me hiciera volar por los aires con la magia explosiva o uno de los Beckitt, enloquecido por la sangre, pudiera hacer funcionar su pistola durante el tiempo suficiente para que me alcanzaran unas cuantas balas. La cadera empezaba a dolerme muchísimo, lo que supuse que era mejor que el adormecimiento embotado y funesto de heridas más serias y una conmoción, pero por el momento, era la menor de mis preocupaciones. Agarré con fuerza la escoba, mi única y triste arma, aunque ni siquiera era capaz de moverme para usarla.

Entonces, se me ocurrió algo tan infantil que casi me reí. Arranqué una astillita del palo de la escoba y empecé a recitar un ensalmo en voz baja y de forma constante, mientras los dedos que lo sostenían se movían en el aire. Busqué y me apoderé de la gran cantidad de energía sin explotar que corría galopante por el aire y la atraje hasta el hechizo.

¡Pulitas! —grité para llevar el ensalmo hacia el punto culminante—. ¡Pulitas!

La escoba se giró, se sacudió y salió de mis manos disparada hacia arriba. Luego atravesó la cocina por el suelo, con el cepillo agitándose de un modo amenazador, hasta encontrarse con el avance de los escorpiones. Cuando tuve que aprender trabajosamente el hechizo para la limpieza, la última cosa que se me hubiera ocurrido era que iba a utilizarlo contra una corriente de monstruosos escorpiones venenosos, pero en tiempos de guerra cualquier hoyo es trinchera. La escoba barrió hacia ellos con una energía feroz y los sacudió por la cocina hacia el resto del balcón con movimientos eficientes y pulcros. Cada vez que uno de los escorpiones intentaba esquivarla, la escoba arremetía contra la bestia y la cogía antes de que lo consiguiera, la lanzaba con habilidad hacia atrás y continuaba con su trabajo.

Estoy segurísimo de que también se llevó la suciedad al pasar. Cuando hago algo, lo hago bien.

Victor pegó un alarido de rabia al ver que sus mascotas, demasiado pequeñas todavía como para llevar mucha masa, eran acorraladas con tanto ingenio y ayudadas a salir del balcón. Los Beckitt levantaron sus pistolas y dispararon a la escoba, mientras yo me agachaba bajo la encimera. Debían de saber cómo se usaba un revólver, ya que disparaban con soltura y a un ritmo ordenado. Las balas dieron en las paredes y a los muebles del fondo de la cocina, pero ninguna alcanzó la parte inferior del que me protegía.

Aguanté la respiración mientras presionaba con la mano la herida de la cadera. Me dolía horrores. Pensé que la bala se había atascado en algún sitio cercano al hueso. No podía mover la pierna. Había mucha sangre, pero no tanta como en el charco sobre el que estaba sentado. En el balcón, el fuego empezaba a propagarse, se extendía por el techo. Dentro de poco todo el lugar iba a derrumbarse.

—¡Alto el fuego, alto el fuego, idiotas! —gritó Victor y las pistolas dejaron de disparar.

Me asomé por la encimera. Mi escoba había barrido los escorpiones fuera del balcón y los había tirado al piso de abajo. Mientras observaba, Victor la cogió por el mango, la rompió y con un gruñido, la arrojó por la barandilla. La astilla que todavía sujetaba entre los dedos se partió acompañada de un agudo sonidillo de vibración y noté cómo se desvanecía la energía del hechizo.

Victor, la sombra, resopló.

—Un truco muy efectista, Dresden —opinó—, pero patético. No saldrás vivo de esta. Ríndete. Dejaré que te marches.

Los Beckitt estaban recargando. Agaché la cabeza antes de que se les ocurriera cualquier idea rara y esperé que no tuvieran artillería pesada que pudiera penetrar en los muebles de la cocina detrás de los que me escondía y me matara.

—Sí, Vic —le contesté con la voz tan calmada como pude—. Eres famoso por tu misericordia y sentido del juego limpio, ¿no?

—Lo único que debo hacer es tenerte ahí dentro hasta que el fuego se extienda lo bastante para acabar contigo —dijo Victor.

—Sí. Muramos todos juntos, Vic. Aunque es una lástima que esté ahí abajo todo ese inventario, ¿no?

Victor resopló y lanzó más llamas hacia la cocina. Esta vez fue mucho más fácil cubrirme, medio protegido como ya estaba por los muebles.

—¡Ay, qué bien! —exclamé con desdén—. El fuego es lo más sencillo que puedes hacer. Todos los magos auténticos lo aprenden en las primeras semanas y luego ya avanzan.

Eché un vistazo a lo cocina. Tenía que haber algo que pudiera utilizar, alguna manera de escapar, pero no veía nada.

—¡Cállate! —me ordenó Victor—. ¿Quién es aquí el mago de verdad, eh? ¿Quién es el que tiene toda la baraja y quién está desangrándose en el suelo de la cocina? No eres nada, Dresden, nada. Eres un perdedor. ¿Y sabes por qué?

—A ver… déjame pensar…

Se rió con dureza.

—Porque eres un idiota. Eres un idealista. Abre los ojos, hombre. Ahora estás en la jungla, aquí sobrevive el más fuerte y has demostrado ser débil. Los que valen son los que mandan y los que no, son pisoteados. Cuando esto acabe, te limpiaré de la suela de mi zapato y haré como si nunca hubieras existido.

—Demasiado tarde —le contesté. Me apetecía contar una mentira piadosa—. La policía lo sabe todo de ti, Vic. Se lo dije yo mismo. Y al Consejo Blanco también. ¿Ni siquiera has oído hablar de ellos, verdad, Vic? Son como los superhéroes y la Inquisición todo en uno. Te van a encantar. Te tratarán como a una basura. Dios, estás hecho un cabrón ignorante.

Por un momento se hizo el silencio.

—No —dijo—, estás mintiendo. Me estás mintiendo, Dresden.

—¡Qué me muera si miento! —exclamé. Mierda, si ya estaba muerto—. Ah, y también Johnny Marcone. Me aseguré de que supiera quién eras y dónde estabas.

—Hijo de puta —me insultó—. Estúpido hijo de perra. ¿Quién te metió en todo esto, eh? ¿Marcone? Por eso te asaltó en la calle.

Tuve que reírme por lo bajo. Un trozo de armario en llamas cayó de una estantería de arriba sobre las baldosas que estaban a mis pies. Empezaba a hacer calor allí, el fuego se estaba extendiendo.

—¿Nunca llegaste a imaginártelo, eh, Vic?

—¿Quién fue? —vociferó Victor—. ¿Quién fue, maldita sea? ¿Esa puta, Linda? ¿La puta de su amiga Jennifer?

—Segundo intento, tercero, el otro equipo aún tiene una oportunidad —dije.

Dios, al menos si podía conseguir que siguiera hablando, haría que se quedara en la casa el tiempo suficiente para que cayera conmigo. Y si le volvía lo bastante loco, tal vez cometería un error.

—Para de hablar con él —dijo Beckitt—. No está armado. Matémosle y salgamos de aquí antes de que muramos todos.

—Venga —dije en tono alegre—. Joder, si no tengo nada que perder. Convertiré esta casa en una bola de fuego que hará que Hiroshima parezca un hibachi. Alégrame el día.

—Cállate —gritó Victor—. ¿Quién fue, Dresden? ¿Quién, joder?

Si le decía que había sido Mónica, todavía podría alcanzarla si salía de allí. No tenía sentido arriesgarse, así que lo único que dije fue:

—Vete al Infierno, Vic.

—Arranca el coche —gruñó Victor—. Salid por la puerta de la terraza. Los escorpiones matarán cualquier cosa que haya en el primer piso.

Oí un movimiento en la habitación, alguien que salía por las puertas hacia la terraza elevada en la parte trasera de la casa. El fuego seguía extendiéndose y el humo había formado en el aire una espesa neblina.

—Me tengo que ir, Dresden —me avisó Victor. Su voz era muy amable, casi un ronroneo—, pero antes quiero que conozcas a alguien.

Tuve esa sensación enfermiza y retorcida en el fondo de mi estómago.

Kalshazzak —susurró Victor.

El poder repiqueteó. El aire resplandeció y empezó a arremolinarse en una espiral.

Kalshazzak —susurró de nuevo Victor, esta vez más alto, más imperioso.

Oí algo, un silbido gorjeador que parecía venir de una gran distancia, pero que se acercaba deprisa. El brujo invocó el nombre por tercera y última vez, con la voz más fuerte hasta que se convirtió en un grito:

—¡Kalshazzak!

Se agrietó la casa con un estruendo y un leve hedor sulfuroso. Estiré el cuello para mirar por encima del mueble de la cocina y echar un vistazo.

Victor estaba de pie junto a la puerta de cristal corredera que daba a la terraza de madera. Las llamas, de un color rojo anaranjado, adornaban el techo en aquella parte de la casa y el humo estaba inundando la habitación de abajo y proyectaba un resplandor infernal por todos sitios.

Agachado en el suelo enfrente de Victor estaba el demonio con aspecto de sapo que había desterrado la noche anterior. Sabía que no lo había matado. No se puede matar a un demonio, solo destruir la forma física que él se crea para sí mismo cuando visita el mundo mortal. Si se le invoca otra vez, puede crear una nueva forma sin problema.

Lo observé lleno de fascinación, atónito. Solo había visto antes a una persona invocar un demonio, y había matado a mi maestro poco después. La criatura en cuclillas delante de Victor, de luminosos ojos azules con tonos escarlatas de odio, miraba hacia el brujo vestido de negro y temblaba por el deseo de abalanzarse sobre él, de desgarrar y destruir al ser mortal que se había atrevido a invocarlo.

Los ojos de Victor se abrieron más, llenos de locura y de una intensidad calenturienta. El sudor le chorreó por la cara e inclinó la cabeza a un lado, como si su visión se desviara por el horizontal y con el movimiento lo compensara. Di las gracias por haber cerrado mi tercer ojo cuando lo hice. No quería ver cómo era aquella cosa en realidad y tampoco quería saber cómo era el auténtico Victor Sells.

Finalmente, el demonio emitió un silbido de frustración y se volvió hacia mí croando. Victor echó hacia atrás la cabeza y rió, pues su voluntad había triunfado sobre el ser que había invocado del más allá.

—Ahí lo tienes, Dresden. ¿Lo ves? El fuerte sobrevive y a los débiles se les parte en mil pedazos. —Agitó la mano hacia mí y le ordenó al demonio—: Mátalo.

Hice un esfuerzo para levantarme, apoyando el cuerpo en la encimera, y enfrentarme al demonio, pues ya se había puesto en marcha lentamente hacia mí.

—Dios mío, Victor —le dije—. No puedo creerme lo torpe que eres.

De repente, la sonrisa de Victor se transformó de nuevo en una expresión desdeñosa. Vi que el miedo rozaba la comisura de sus ojos, la incertidumbre aunque estuviera ganando, y noté que una sonrisa asomaba en mis labios. Fijé la vista en la criatura.

—No deberías darle a nadie más el nombre de un demonio —le recordé.

Entonces cogí aire y grité con voz autoritaria:

¡Kalshazzak!

El demonio se detuvo y dio un aullido de furia y agonía mientras yo invocaba su nombre y concentraba mi voluntad para lanzarla contra él.

—Kalshazzak —gruñí otra vez.

De pronto el demonio estaba allí presente, en mi cabeza, furioso, escurridizo, y pegajoso. Se retorcía como un renacuajo venenoso. Ejercía presión, una horrible presión en las sienes que me hizo ver las estrellas y amenazó con robarme tanto equilibrio como para tirarme al suelo.

Intenté volver a hablar, pero las palabras se me atascaron en la garganta. El demonio silbó anticipándose. La presión en mi cabeza se intensificó y me debilitó para que dejara de luchar, pero a aquellas alturas el demonio sería libre para actuar. Los rayos azules en sus ojos se hicieron más brillantes, tanto que resultaba doloroso mirarlos.

Por extraño que parezca, me acordé de la pequeña Jenny Sells y también de Murphy, tumbada pálida e inconsciente sobre una camilla bajo la lluvia; de Susan, agachada a mi lado, enferma y sin poder correr.

Había derrotado a esa rana una vez y podía volver a hacerlo.

Llamé al demonio por su nombre por tercera y última vez, con la garganta ardiendo y al rojo vivo. La palabra sonó confusa e imperfecta y en un momento de decaimiento me temí lo peor, pero Kalshazzak lanzó otro alarido, se tiró al suelo y sacudió sus extremidades como un bicho envenenado, mientras arrancaba grandes trozos de la alfombra. Flaqueé y me inundó una debilidad que amenazaba con hacerme perder el conocimiento.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Victor, con la voz cada vez más fuerte hasta que acabó en un chillido—. ¿Qué estás haciendo? —Miró lleno de terror al demonio—. ¡Mátalo! ¡Yo soy tu amo! ¡Mátalo, mátalo!

El demonio lanzó un alarido de rabia, me miró con sus ojos ardientes y luego se volvió hacia Victor, como si estuviera decidiendo a quién comerse primero. Fijó la vista en Victor, quien se puso pálido y empezó a correr hacia la puerta.

—Oh, no, tú no —mascullé y pronuncié el último hechizo que pude.

Una vez más, con lo que quedaba de mis poderes, el viento se alzó y me levantó del suelo. Me lancé hacia Victor como una torpe bala de cañón para apartarle de la puerta, pasé al demonio mientras arremetía con violencia hacia nosotros y acabé en la barandilla.

Caímos desplomados y confundidos en el borde del balcón con vistas a la habitación de abajo, llena de un humo oscuro y del brillo rojo de las llamas. Apenas se podía respirar con aquel aire tan caliente. El dolor de la cadera me golpeó, más fuerte y atroz que nada que pudiera imaginar, y aguanté la respiración. El aire ahumado quemaba, me asfixiaba y me hacía respirar con dificultad.

Alcé la vista. El fuego se estaba extendiendo por todos sitios. El demonio estaba en cuclillas entre nosotros y la única salida. Más allá del borde del balcón solo había caos, llamas y humo, un humo extraño y oscuro que debería haberse elevado, pero en su lugar se había quedado sobre el suelo como la niebla de Londres. Me dolía muchísimo, no me podía mover. Ni siquiera pude coger aire suficiente para gritar.

—¡Maldito seas! —vociferó Victor.

Se puso de pie y me arrastró hasta su cara con una fuerza de loco.

—¡Maldito seas! —repitió—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué has hecho?

—La cuarta ley de la magia prohíbe retener cualquier ser contra su voluntad —chirrié. Me dolía la garganta y me costaba pronunciar las palabras—. Así que me metí por medio y corté el control que ejercías sobre él. Y no estabilicé el mío propio.

Los ojos de Victor se abrieron de par en par.

—Quieres decir…

—Está libre —confirmé. Le eché un vistazo al demonio—. Parece hambriento.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Victor. Le temblaba la voz y empezó a zarandearme—. ¿Qué vamos a hacer?

—Morir —contesté—. Joder, me iba a morir de todas formas, pero al menos de este modo te llevo conmigo.

Vi que miraba al demonio y después a mí, con los ojos aterrorizados y calculando.

—Trabajemos juntos —propuso—. Ya le has detenido antes, puedes hacerlo otra vez. Podemos vencerle juntos y marcharnos.

Le estudié durante un rato. No podía matarle con magia, no quería, y de todas maneras, solo habría llevado una sentencia de muerte sobre mi cabeza. Pero podía quedarme de brazos cruzados, sin hacer nada. Y fue exactamente lo que hice. Le sonreí, cerré los ojos y no hice nada.

—Que te jodan, Dresden —protestó Victor—. Solo puede comerse de una vez a uno de nosotros y yo no voy a ser al que se coma hoy.

Me cogió y me empujó hacia el demonio. Me opuse con una frágil tenacidad. Forcejeamos. Las llamas se avivaron y el humo aumentó. El demonio se acercó con los ojos luminosos brillando a través de penumbra como luces del Infierno. Victor era más bajo que yo, más fornido, se le daba mejor la lucha y no había recibido un disparo en la cadera. Me levantó y casi me tira, pero me moví más rápido, le di con el brazo derecho en la cabeza, lo cogí con el extremo suelto de las esposas de Murphy y lo inmovilicé. Intentó soltarse, pero lo sujeté y lo arrastré en círculos para lanzarlo contra la barandilla del balcón. Ambos perdimos el equilibrio.

La desesperación otorga recursos extraordinarios. Me agité, me sujeté en la base de la barandilla y así evité caer en el humo turbio de abajo. Eché un vistazo al piso inferior y vi la brillante piel marrón de uno de los escorpiones y la cola con el aguijón que se alzaba como el mástil de un barco de al menos un metro de largo abriéndose camino entre el humo.

La habitación estaba llena de chasquidos y ruidos de furiosos pasitos rápidos. Incluso en un vistazo desesperado, vislumbré un sofá que hacían pedazos dos escorpiones en un abrir y cerrar de ojos. Se abalanzaron encima, con las colas agitándose en el aire como banderas de la parte trasera de un carro de golf. ¡Madre mía!

Victor se había agarrado a la barandilla un poco más arriba que yo, a la izquierda, y se quedó mirando al demonio que venía en nuestra dirección con la cara retorcida por el odio. Vi que cogía aire e intentaba poner un pie en el suelo con la firmeza suficiente para liberar una mano, apuntar al demonio y lanzarle algún tipo de ataque mágico o defensa.

No podía permitir que saliera de esta. Todavía estaba entero. Si vencía al demonio, aún se escaparía. Así que debía decirle algo que le volviera tan loco que intentara arrancarme la cabeza.

—Eh, Vic —le llamé—. Fue tu mujer. Fue Mónica la que se chivó.

Las palabras lo alcanzaron como un golpe físico y giró la cabeza hacia mí con la cara contorsionada de ira. Empezó a decirme algo, a lo mejor un hechizo para partirme en mil pedazos, pero el demonio sapo lo interrumpió. Se puso a dos patas al tiempo que lanzaba un silbido de rabia, y cerró sus fauces sobre la clavícula y la garganta de Victor. Los huesos se rompieron con chasquidos audibles y Victor gritó de dolor, con las piernas y los brazos dando bandazos. Intentó volver hacia abajo, apartarse del demonio, y la criatura se tambaleó.

Apreté los dientes e intenté aguantar. Un escorpión saltó hacia mí, marrón y brillante, y levanté las piernas, pero por poco no evité que me alcanzara con la pinzas.

—¡Cabrón! —gritó Victor mientras forcejeaba en vano bajo las fauces del demonio.

Le chorreaba la sangre por el cuerpo, caliente y rápida. El demonio había dado con una arteria y solo lo sujetaba, colgando en el borde del balcón mientras Victor forcejeaba y empezaba a darme patadas en la mano más próxima. Me dio una vez, dos veces, perdí un poco el equilibrio y me resbalé. Cuando eché otro vistazo abajo vi que otro escorpión se preparaba para saltar hacia mí, este desde más cerca.

Murphy, pensé, debí haberte escuchado. Si los escorpiones no me mataban, lo haría el demonio, y si el demonio no lo hacía, el fuego ya se encargaría. Iba a morir.

Sentí cierto alivio al pensar eso, al saber que todo se iba a acabar. Iba a morir, así de sencillo. Había luchado tanto como había podido, hecho todo lo que se me había ocurrido, y se había acabado. En mis últimos segundos, me sorprendí deseando haber tenido tiempo para pedirle disculpas a Murphy, de pedirle perdón a Jenny Sells por matar a su papá, a Linda Randall por no ver antes lo que estaba ocurriendo y salvarle la vida. Las esposas de Murphy estaban apretadas y frías contra mi antebrazo como los monstruos, los demonios, los brujos y el humo que me rodeaban. Cerré los ojos.

Las esposas de Murphy.

Abrí los ojos de pronto.

Las esposas de Murphy.

Victor intentó darme otra vez con el pie en la mano izquierda. Pataleé y tiré de los hombros para darme un segundo impulso. Agarré la pierna del pantalón de Victor Sells con la mano izquierda y luego, con la derecha, pasé el aro suelto de las esposas alrededor de una de las barras de la barandilla. El círculo de metal unió las juntas y se quedó atrapado en aquel lugar.

Más tarde, al empezar a caerme, tiré con fuerza de la pierna de Victor. Chilló y cuando comenzó a caerse, pegó un horrible grito agudo. Finalmente, Kalshazzak perdió el equilibrio por el peso de más y el efecto palanca que yo había añadido a los esfuerzos de Victor, lo que provocó que cayera por el balcón hacia el humo del piso de abajo y se estrellara contra el suelo con Victor detrás.

Se oyó un torrente de chasquidos y pasitos rápidos, y un silbido desgarrador del demonio. Los gritos de Victor se alzaron agudos y horribles, hasta que al final parecían más lo de un animal, un cerdo en la matanza, que los de un hombre.

Me balanceé en el balcón, con los pies a poca distancia de la refriega, me quedé colgando de las esposas de Murphy de forma extremadamente dolorosa, con un aro alrededor de mi muñeca y el otro cerrado en la barandilla del balcón. Miré hacia abajo cuando empecé a perder la vista. Vi un mar de placas marrones y brillantes, de corazas divididas y quitinosas. Vi las colas con aguijones de los escorpiones que golpeaban una y otra vez hacia abajo. Vi los ojos luminosos de la forma física de Kalshazzak y vi cómo con ellos atravesaba y sacaba una de las colas de los escorpiones.

También vi a Victor Sells atacado una y otra vez por las aguijones del tamaño de un picahielos. Las heridas que le ocasionaban echaban espuma por el veneno. El demonio ignoró las tenazas y los aguijones de los escorpiones y empezó a destrozarle. Cuando ya estaba agonizando, tenía el rostro contraído de rabia y miedo.

Los fuertes sobreviven y a los débiles se los comen. Al parecer Victor había invertido en el tipo de fuerza equivocada.

No quería ver lo que estaba pasando debajo de mí. En realidad, el fuego que consumía el techo era bastante bonito, con las olas de las llamas ondeando, rojas como las cerezas y naranjas como una puesta de sol. Estaba demasiado débil para intentar salir de aquel embrollo. Todo había resultado demasiado molesto y doloroso como para plantearme más. Me quedé observando las llamas, esperé y me di cuenta, por extraño que parezca, de que me estaba muriendo de hambre; lo que era normal, pues no había comido nada decente desde…, ¿el viernes? Sí, el viernes. Dicen que se te ocurren cosas raras cuando estás en las últimas.

Y empiezas a ver cosas. Por ejemplo, vi a Morgan atravesando las puertas de cristal correderas, que daban a la terraza de afuera, con la espada de plata de la justicia del Consejo Blanco en la mano. Vi que uno de los escorpiones, ahora del tamaño de un pastor alemán, iba hacia las escaleras, se escabullía por ellas y se precipitaba hacia Morgan. La espada de plata le golpeó, zis zas, y dejó al escorpión hecho trizas en el suelo.

Después vi que Morgan venía hacia mí con una expresión adusta, haciendo temblar el balcón en llamas con su peso. Entrecerró los ojos al mirarme y alzó la espada mientras se asonaba por la barandilla. La hoja de plata brilló a la luz de las llamas cuando empezó a bajar.

Típico, fue lo último que pensé. ¡Qué típico! Sobrevivo a todo lo que los malos han hecho y me derrotan aquellos por cuya causa había estado luchando.