La visión de la casa del lago de Victor permanecería conmigo para siempre. Era una abominación. Desde el punto de vista físico, parecía bastante inocua, pero si se miraba más allá, era repugnante, horrible. Era un hervidero de energía negativa, ira, orgullo y ansiedad; sobre todo, ansiedad. Más que deseo físico, era ansia de riqueza, ansia de poder.
Los espíritus sombríos que no eran del todo reales, sino solo manifestaciones de la energía negativa del lugar que se aferraban a las paredes, a los canalones, al porche y a los alféizares y se atracaban de la energía negativa que iba dejando el sortilegio de Victor. Suponía que había mucha, pues no me parecía que fuera alguien que se asegurara de que sus hechizos eran de bajo consumo energético.
Subí cojeando los peldaños de la entrada. Mi don no me reveló ningún peligro, tampoco cables trampa embrujados. Puede que estuviera sobrevalorando a Victor, la sombra. Tenía el mismo poder que un auténtico mago, pero no tenía formación. Músculos sin cerebro, eso era Victor, la sombra; debía tenerlo presente.
Intenté abrir la puerta principal a ver si por casualidad se abría.
Lo hizo.
Me sorprendió, pero no cuestioné la buena suerte o el exceso de confianza que parecía tener Victor al dejar la puerta de delante abierta. Respiré hondo, reuní todo el poder que tenía y la empujé para entrar.
Olvidé cómo estaba amueblada o decorada la casa. Todo lo que recuerdo es lo que el tercer ojo me mostró. Más de lo mismo que en el exterior, pero más concentrado, más nocivo. Aquellas cosas estaban aferradas a cualquier sitio, en silencio, con ojos brillantes y expresión voraz. Algunos eran como reptiles, otros se parecían más a las ratas, otros a insectos. Todos eran desagradables, hostiles, y me rehuyeron cuando entré, cuando el aura de energía que había preparado a mi alrededor les tocó. Hacían ruidos suaves, sonidos que nunca había oído antes, pero bien es verdad que el don provoca todo eso.
Me encontré con un largo pasillo oscuro cubierto de aquellas criaturas. Avancé despacio, en silencio, mientras éstas rezumaban, se arrastraban y se deslizaban por mi camino. La luz lila de la magia, que había visto desde fuera, estaba delante de mí y era cada vez más brillante. Oí música y me di cuenta de que era la misma pieza que sonaba en el reproductor de CD en el Madison, en la suite de Tommy Tomm cuando Murphy me pidió que acudiera allí el jueves. Una música lenta, sensual, un ritmo constante.
Durante un instante cerré los ojos y escuché. Oí ruidos, un susurro suave que se repetía una y otra vez. La voz de un hombre recitaba un conjuro, que contenía un hechizo listo para lanzarlo. Debía de ser Victor. Oí los dulces suspiros de placer de una mujer. ¿Los Beckitt? Suponía que sí.
Acompañado de un estruendo que sentí a través de las suelas de mis botas, oí tronar por el lago. Aquella voz que cantaba en voz baja adquirió un toque despiadado, una satisfacción malsana y continuó el conjuro.
Reuní toda la energía que tenía y doblé la esquina, dejé el pasillo y entré en una sala espaciosa que se extendía cuan era de alta la casa, sin interrupción, con metros y metros de aire libre. La habitación de abajo era un salón. Una escalera de caracol conectaba con lo que parecía una cocina y un comedor sobre una especie de plataforma o balcón sobre el resto de la sala. Seguro que se podía acceder al otro nivel del fondo de la casa desde la plataforma.
No había nadie en la sala principal. El canto y los suspiros esporádicos provenían de la plataforma de arriba. El reproductor de CD estaba colocado en la habitación de abajo y fluía una música de los altavoces cubiertos por una imagen de fuego y miles de desagradables criaturas abotargadas que se alimentaban de ella. Pude ver la influencia de la música como una débil niebla violeta a juego con la luz que procedía de la plataforma de arriba. Era un ritual complejo que implicaba muchos elementos base coordinados por un mago principal, Victor. Difícil. No era de extrañar que fuera tan efectivo. Victor debió de realizar muchas pruebas y cosechar muchos fracasos antes de conseguirlo.
Alcé la vista hacia la plataforma superior y después crucé la habitación, manteniéndome tan lejos como fuera posible del reproductor de CD. Me metí debajo sin hacer ruido y cientos y cientos de espíritus incorpóreos y viscosos se interpusieron en mi camino. Afuera, la lluvia arreció hasta adoptar un ritmo constante y monótono, sobre el tejado, la terraza de madera y contra las ventanas.
A mi alrededor había cajas amontonadas, de plástico, de cartón y de madera. Abrí la que estaba más cerca y vi que dentro había al menos cien frascos estrechos como los que había visto antes, llenos del líquido del Tercer Ojo. Bajo el efecto de mi don, parecía diferente, espeso y turbio, con la posibilidad de un desastre en potencia en cada frasco. Unas caras retorcidas por el miedo y el tormento flotaban en el líquido: eran imágenes de lo que podía ocurrir.
Miré en las otras cajas. En una había antiguas botellas de licores llenas de un líquido verde casi fluorescente. ¿Absenta? Me acerqué más, lo olisqueé y casi pude saborear la locura que flotaba latente en el líquido. Me aparté de las cajas con el estómago revuelto. Revisé rápidamente las otras: amoniaco, que me recordó a las salas de los hospitales y psiquiátricos; setas alucinógenas en tuppers, un olor que me resultó familiar; alumbre, blanco y en polvo; anticongelante; purpurina en muchos tonos diferentes en una gran bolsa de plástico. Había también otras cosas en las sombras que no tuve tiempo de mirar. Ya me había imaginado para qué eran el resto de artículos.
Pócimas.
Eran ingredientes de pócimas. Así era como Victor hacía el Tercer Ojo. Estaba haciendo lo mismo que yo cuando creaba las mías, pero a mayor escala, utilizando la energía que robaba de otros lugares, de otras personas. Usaba la absenta como base y a partir de ahí, seguía. Victor estaba produciendo en masa lo que venía a un veneno mágico, que quizá quedara inerte hasta que estuviera en el interior de alguien e interactuara con sus deseos y emociones. Eso explicaría por qué no había notado nada antes. No hubiera sido obvio en un examen superficial o si no abría del todo mi visión del tercer ojo, lo que no era demasiado frecuente.
Cerré los ojos y me estremecí. La visión me estaba enseñando demasiado. Siempre tenía ese problema. Al mirar aquellos ingredientes, los frascos con la droga acabada, me venían destellos exactos de todo el sufrimiento que podía ocasionar. Era demasiado. Empezaba a desorientarme.
Volvió a oírse un trueno, más nítido, justo encima de mí. Victor subió el tono de voz y empecé a distinguirla bien. Recitaba en una lengua antigua. ¿Egipcio? ¿Babilónico? En realidad, no importaba. Podía entender bastante el sentido de las palabras; palabras de odio, malignas, cuya intención era matar.
Mis temblores eran cada vez más acusados. ¿Se trataba solo de los efectos de la visión? ¿La presencia de tanta energía negativa me estaba afectando?
No, solo tenía miedo, me aterraba salir de mi escondite bajo la plataforma y encontrarme al señor de la horda escurridiza que lo cubría todo. Desde allí podía sentir su fuerza, la confianza que tenía en sí mismo, la fuerza de su voluntad que infundía el aire con una especie de seguridad aborrecible. Tenía el mismo miedo que siente un niño cuando se enfrenta a un perro grande y rabioso o al matón del barrio, ese tipo de pánico que te paraliza, que te hace buscar pretextos y esconderte.
Pero no tenía tiempo para ocultarme, ni tampoco para poner excusas, debía actuar. Así que cerré el tercer ojo y reuní todo el valor que pude.
Afuera retumbaron los truenos y los relampagueó, ambas cosas casi a la vez. Las luces parpadearon y el CD se saltó una pista. Encima de mí, Victor recitó a voces el conjuro con una especie de éxtasis. La voz de la mujer, supuestamente la señora Beckitt, se alzó hasta un punto calenturiento.
—El que paga manda —me dije para mis adentros.
Focalicé mi voluntad, extendí el brazo derecho, abrí la mano hacia el equipo de música y grité:
—¡Fuego!
Una ola de calor que salió de mi mano estalló en forma de llama al otro lado de la habitación y envolvió el estéreo, que empezó a emitir un sonido más parecido a un largo grito atormentado que a música. Todavía llevaba en la muñeca las esposas de Murphy, con uno de los aros colgando.
Luego me volví, extendí los brazos y dije en voz alta:
—¡Veniche!
El viento se arremolinó a mis pies haciendo que el abrigo se inflara como si fuera la capa de Batman y me elevó directamente hacia la plataforma de arriba, sobre la baja barandilla hasta la habitación flotante.
Aunque esperara lo que me iba a encontrar, me puse nervioso. Victor llevaba, unos pantalones negros, una camisa negra y unos zapatos negros; con mucho estilo, sobre todo si lo comparamos con mis pantalones de chándal y mis botas camperas. Sus cejas peludas y los rasgos enjutos destacaban de manera extraña gracias a una luz oscura que fluía del círculo hacia él, donde tenía preparados los instrumentos del ritual para completar la ceremonia que me mataría. Tenía lo que parecía ser una cuchara con los bordes tan afilados como una navaja de afeitar, un par de velas negras y blancas, y un conejo albino cuyas patas estaban atadas con un cordel rojo. Una de las extremidades sangraba por una pequeña herida que manchaba el pelo blanco; y sujeto con una cuerda a su cabeza, estaba mi mechón de pelo liso y oscuro. Al otro lado, había otro círculo de unos cuatro metros y medio de diámetro trazado con tiza sobre las alfombras. Los Beckitt estaban dentro retorciéndose de placer y generando energía para el hechizo.
Victor se me quedó mirando fijamente, impresionado, cuando aterricé sobre el balcón, con el viento azotando a mi alrededor, rugiendo en aquella pequeña sala como un ciclón en miniatura que tiraba las plantas en macetas y los adornillos.
—¡Tú! —exclamó.
—Sí, yo —le confirmé—. Quería hablarte de algo, Vic.
Al instante, su sobresalto se transformó en ira rabiosa. Agarró la cuchara afilada, la levantó en su mano derecha y lanzó un conjuro a gritos. Arrastró delante de sí al conejo, que me representaba en la ceremonia, y se dispuso a sacarle el corazón, es decir, el mío.
No le permití que acabara. Metí la mano en el bolsillo y le arrojé a Victor, la sombra, el bote vacío de plástico del carrete de fotos.
No era gran cosa como un arma, pero era real y lo había lanzado una persona de verdad, un mortal; podía destruir la integridad de un círculo mágico.
El bote fue por el aire por encima del círculo de Victor y lo rompió justo cuando completaba el conjuro y dirigía el filo de la cuchara hacia el pobre conejo. La energía de la tormenta se acercó azotando el cilindro de enfoque creado por el círculo de Victor, que ahora tenía imperfecciones.
El poder se deshizo por la habitación, arrasando todo a su paso, sin dirección, sin color, acompañado de un sonido cortante que salía por todos sitios con la fuerza de un huracán. Los objetos salieron volando, junto a Victor y yo, y al romperse el círculo secundario donde estaban los Beckitt, les hizo rodar por el suelo y los lanzó contra una pared.
Me agarré a la barandilla y seguí sujeto a ella mientras el poder hacía estragos a mi alrededor y cargaba el aire de una magia pura y peligrosa que aumentaba como el agua bajo presión cuando busca una salida.
—¡Cabrón! —gritó Victor en aquel vendaval—. ¡Por qué no te mueres!
Alzó una mano, me dijo algo a voces y un fuego caliente e instantáneo inundó el espacio que había entre los dos.
Me aproveché de un poco de todo aquel poder que había en la habitación y formé un muro alto y resistente delante de mí, mientras apretaba los ojos para concentrarme. Sin el brazalete era mil veces más difícil crear un escudo, pero bloqueé las llamas y las envié girando bien alto sobre mí, bajo una pequeña bóveda triangular de aire endurecido que no dejaría traspasar la magia de Victor. Abrí los ojos justo a tiempo para ver las llamas cuando tocaban las vigas del techo y les prendían fuego.
Cuando las llamas pasaron, el aire aún zumbaba con energía. Victor gruñó al ver que me levantaba, alzó la mano a un lado y farfulló unas palabras de evocación. Un palo torcido, que parecía una especie de hueso, voló hacia él y lo cogió con una mano; con él en la mano, se dio la vuelta hacia mí con la postura de un hombre que sostiene un arma.
El problema de muchos magos es que están demasiado acostumbrados a pensar desde un punto de vista: la magia. No creo que Victor esperara que me levantara, cruzara el suelo tambaleándome hacia él, le diera con el hombro en el pecho y lo empotrara en la pared con un satisfactorio crujido. Me incliné hacia detrás un poco y le fui a pegar con la rodilla en la barriga; pero fallé y en su lugar, le di justo entre las piernas. De pronto, se le cortó la respiración y se quedó doblado en el suelo. Para entonces ya le estaba gritando, sin sentido y falto de coherencia. Empecé a patearle la cabeza.
Oí un sonido metálico de trinquete detrás de mí y al volverme vi que Beckitt, desnudo, me apuntaba con una automática. Me tiré a un lado y sonó la breve explosión de unos disparos. Algo caliente me rasgó la pierna y me hizo rodar hasta la cocina. Oí que Beckitt soltaba una imprecación, al mismo tiempo que sonaban varios chasquidos secos; la automática se había atascado. Por Dios, con tanta magia flotando por la habitación, habíamos tenido suerte de que no hubiera explotado.
Mientras tanto, Victor agitó la punta del tubo con aspecto de hueso que sostenía en la mano y media docena de cáscaras de escorpiones marrones y disecadas cayeron sobre la alfombra. Sus dientes más que blancos destacaron en contraste con su cara morena y dijo gruñendo:
—¡Scorpis, scorpis, scorpis!
Le brillaban los ojos llenos de ansia y furia.
Una de mis piernas no me respondía, así que volví arrastrándome hacia la cocina con la ayuda de las manos y la otra pierna que me quedaba. Fuera, en la parte del comedor del balcón, los escorpiones cobraron vida y empezaron a crecer. Primero uno y después los otros, orientados hacia la cocina, comenzaron a caminar hacia mí con pasos pequeños, pero a una velocidad increíble, mientras se hacían cada vez más grandes a medida que se acercaban.
Victor aulló lleno de regocijo. Los Beckitt se levantaron, ambos desnudos, delgados y con un aspecto salvaje, armados, con los ojos vacíos de todo excepto de una especie de desenfrenada ansia de sangre.
Sentí mis hombros contra la encimera. Oí un ruido. Cayó una escoba sobre mí, y el mango me rebotó en la cabeza y resbaló hasta las baldosas a mi lado. La recogí. El corazón me latía con fuerza en algún lugar de mi garganta.
Un cuarto lleno de droga mortal, un malvado hechicero en su propio terreno, dos locos armados, una tormenta cargada de magia que buscaba algo para destruir y media docena de escorpiones como el que apenas había escapado hacía poco, que crecían a toda velocidad hasta llegar al tamaño de un monstruo de película. A menos de un minuto para acabar el partido, al quarterback no le quedaban más tiempos muertos.
En resumidas cuentas, parecía que no era la noche del equipo que jugaba en casa.