Capítulo 24

Conduje por mi vida.

El coche de Mac era un TransAm del 89, blanco puro, con un gran motor de ocho cilindros. El cuentakilómetros iba a doscientos por hora. A ratos, a más. La lluvia hacia peligrosa la carretera a la velocidad que iba, pero tenía razones de sobra para llevar el coche lo más rápido posible. Todavía me corría por las venas la rabia dura como el acero que me había sacado de las ruinas de mi oficina y librado de Morgan.

El cielo cada vez estaba más oscuro por los crecientes cúmulos de nubes y a la vez la caída del sol. Los relámpagos eran extraños, verdosos; a la salida de la ciudad, las hojas de los árboles destacaban demasiado, contrastaban demasiado, y la línea amarilla de la carretera apenas se distinguía. La mayoría de los coches que vi tenían los faros encendidos y las farolas empezaron a iluminarse mientras iba como un bólido por la autopista.

Por suerte, los domingos por la tarde no hay mucho tráfico; podía haberme matado cualquier otra noche. También debí de pasar por los controles de vigilancia de la policía, pero no me pararon.

Intenté sintonizar en la radio la emisora del tiempo, pero desistí. La tormenta, junto con mi propio desasosiego, estaba creando un ruido de fondo chirriante en los altavoces y no se entendía nada sobre la tormenta. Solo me quedaba rezar para llegar antes que ella a Lake Providence.

Gané. Las cortinas de la lluvia se abrieron para mí cuando pasé a toda prisa la señal de los límites de la ciudad. Frené para aminorar la marcha y girar hacia la carretera que bordeaba el lago, que llevaba a la casa de los Sells; empecé a patinar, giré con más compostura y habilidad de lo que cabría esperar y conseguí volver a poner el coche bajo control a tiempo de deslizarme hasta la carretera correcta.

Me metí en la entrada de grava de los Sells, en la pequeña península pantanosa que se extendía a lo largo del lago Michigan. Al detenerse, el TransAm derrapó acompañado de una lluvia de gravilla y el estruendo del potente motor; después, petardeó y resopló hasta quedarse en silencio. Durante un vertiginoso segundo y medio, me sentí como Mágnum, el detective privado, dejando a un lado el Escarabajo azul para coger un deportivo. Al menos había durado lo suficiente para llegar a la casa de los Sells.

—Gracias, Mac —resoplé y salí del coche.

El camino de grava que llevaba hasta la casa del lago estaba medio inundado por las últimas tormentas. Me dolía demasiado la pierna como para correr muy rápido, pero me puse a caminar a grandes zancadas y acorté rápidamente la distancia. La tormenta se avecinaba. Se movía por el lago hacia la orilla, y se veían unas columnas de lluvia débilmente resaltadas por la luz tenue que caía sobre sus aguas.

Me eché una carrera con la tormenta hasta la casa y mientras lo hacía, reuní todo resquicio de poder y actitud alerta que pude, me centré y preparé mis sentidos para percibir al máximo. Me detuve cuando faltaban veinte metros para llegar a la casa y cerré los ojos, jadeando. Podía haber trampas mágicas o alarmas por todas partes, guardianes espirituales o armados con espadas invisibles a simple vista. Podía haber hechizos esperándome, ilusiones para ocultar a Victor Sells a ojos de cualquiera que fuera a mirar. Tenía que ser capaz de percibir todo aquello, debía conocer cualquier ínfimo detalle. Así que abrí mi tercer ojo.

¿Cómo explicar lo que un mago ve? No es algo que se preste con facilidad a una descripción. Describir algo ayuda a definirlo, a concretarlo, a establecer límites de interpretación a su alrededor. Los magos han tenido ese don desde el principio de los tiempos y todavía no saben cómo funciona, por qué hace lo que hace.

Lo único que puedo decir es que cuando abrí de nuevo los ojos tuve la sensación de que me habían retirado un velo de tela gruesa, y no solo de los ojos, sino de todos los sentidos. De repente podía percibir el olor a barro y pescado del lago, los árboles alrededor de la casa, la fresca fragancia de la lluvia que se avecinaba y precedía a la tormenta sobre el viento empañado de humo. Miré hacia los árboles. No los vi con los primeros tonos de la primavera, sino en el pleno esplendor del verano, la magnificencia del otoño y la desolación estéril del invierno, todo al mismo tiempo. Vi la casa y cada parte por separado como un propio componente, las vigas como partes de árboles espectrales, las ventanas como trozos de lejanas orillas arenosas. Pude sentir el calor del verano y el frío del invierno en el viento que venía del lago. Vi la casa envuelta en llamas fantasmales y supe que eran parte de su posible futuro, que el fuego se situaba en unas cuantas de las muchas posibilidades que cabían dentro de la próxima hora.

La casa en sí misma era un lugar de poder. Varios sentimientos oscuros, como la codicia, la lujuria y el odio, flotaban sobre ella como cosas palpables. El moho y la baba cubrían todo el edificio como un musgo negro con ojos malignos. Los fantasmas, los espíritus inquietos, se movían alrededor de aquel sitio, atraídos por la sensación de miedo, desesperación y furia que flotaba a su alrededor. Eran las sombras inanes que siempre se encuentran en estos lugares, como las ratas en los graneros.

La otra cosa que vi sobre la casa fue una calavera vacía con una amplia sonrisa. Las calaveras estaban por todos sitios, donde quiera que mirara, en el margen de mi visión, silenciosas, quietas y blancas como la nieve, tan sólidas y reales como si un fetichista las hubiera dispersado esperando disfrutar de unas vacaciones extrañas. La muerte. La muerte estaba presente en el futuro de la casa; tangible, sólida, inevitable.

Quizás se trataba de la mía.

Me estremecí y me deshice de aquella sensación. Por intensa que fuera la visión, el poder que la imagen hubiera obtenido gracias al don, el futuro siempre era mutable, siempre se podía cambiar. Nadie tenía que morir aquella noche. No tenía que llegar a eso, ni para ellos ni para mí.

Sin embargo, no pude separar de mí un mal presentimiento, mientras miraba aquella casa oscura, con todo su miedo y lujuria apestosa, todo aquel odio horroroso que llevaba encima y exhibía, como un manto de piel humana sobre los hombros de un chica hermosa con un cabello precioso, unos labios cautivadores, unos ojos hundidos y unos dientes putrefactos. Me repelía y me daba miedo.

Había algo, intangible, algo que no podía identificar, que me llamaba. Me hacía señas. Era el poder, el poder que una vez había rechazado en el pasado. Me había deshecho de la única familia que había conocido para apartar precisamente este poder. Era el tipo de fuerza que podía alcanzar y mover el mundo a mi voluntad, doblegarlo y moldearlo según mis deseos, podía cortar con todas las trivialidades insignificantes de las leyes y la civilización e imponer el orden allí donde no existía, garantizar mí segundad, mi posición, mi futuro.

¿Y cuál había sido mi recompensa al apartar aquel poder tan lejos? La desconfianza y el desprecio de los mismos magos a los que había apoyado y protegido, la condena por parte del Consejo Blanco a cuya ley me había aferrado cuando había tenido el mundo a mis pies.

Podía matar a la sombra antes de que supiera que estaba allí. Podía invocar la furia y el fuego sobre la casa y matar a todos los que estuvieran dentro, sin dejar piedra sobre piedra. Podría abrazar la oscura energía que él había reunido en aquel lugar, atraerla y utilizarla para cualquier fin que quisiera, sin pensar en las consecuencias.

¿Por qué no matarlo ahora? Una luz violeta, que veía gracias a mi don, vibraba y latía en el interior. Estaban llamando a las fuerzas, preparándolas y dándoles forma. La sombra estaba dentro, reuniendo su poder para lanzar un sortilegio que me mataría. ¿Qué motivo tenía para dejar que siguiera respirando?

Cerré los puños lleno de rabia. Pude oír crepitar el aire por la tensión mientras me preparaba para destruir la casa del lago, a la sombra y a cualquiera de los subordinados patéticos que estuvieran junto a él. Con aquel poder, podía desafiar al mismo Consejo, a la congregación de viejos tontos de barba blanca sin previsión, sin imaginación, sin visión. El Consejo y su triste perro guardián, Morgan, no tenían ni idea de hasta dónde llegaba en realidad mi fuerza. La energía estaba allí, llena de alegría dentro de mi furia, lista para salir y reducir a cenizas todo lo que odiaba y temía.

El pentagrama de plata que había sido de mi madre ardió frío sobre mi pecho y noté un peso repentino que me hizo respirar de manera entrecortada. Me incliné hacia delante un poco y levanté una mano. Tenía los puños tan apretados que me dolió intentar abrir los dedos. Me tembló la mano, vaciló y se cayó de nuevo.

Más tarde sucedió algo extraño. Otra mano tomó la mía. Era una mano fina, con dedos largos y delicados. Femenina. Me cubrió con suavidad la mía y la alzó, como si fuera la de un niño pequeño, hasta que mantuve agarrado el pentagrama de mi madre.

Lo sujete, sentí su fría fuerza, su ordenada geometría racional. La estrella de cinco puntas inscrita en el círculo era el símbolo antiguo de la magia blanca. El único recuerdo de mi madre. La fría fuerza del pentáculo me dio una oportunidad, un instante para pensar otra vez, para aclarar mis ideas.

Respiré hondo y me esforcé por apartar la ira, el odio y el ansia tan intensa que había dentro de mí de venganza y castigo. La magia no era para eso, no era lo que hacía. La magia provenía de la vida misma, de la interacción entre la naturaleza y los elementos, de la energía de los seres vivos, y sobre todo, de la gente. La magia de un hombre demuestra qué tipo de persona es, lo que guarda en lo más profundo de él. No hay indicador más fiable del carácter de un hombre que el modo en el que emplea su fuerza, su poder.

Yo no era un asesino, no era como Victor Sells. Yo era Harry Blackstone Copperfield Dresden. Era un mago. Los magos controlan su poder, no dejan que les controle a ellos. Y los magos no utilizan la magia para matar a gente, la usan para descubrir, proteger, reparar o ayudar. No para destruir.

De pronto la ira se desvaneció, el odio violento se me pasó y me dejó la cabeza lo bastante despejada para volver a pensar. El dolor de la pierna se convirtió en una leve molestia. Al caer las primeras gotas de lluvia y sentir el aire, me dio un escalofrío. No tenía mi bastón ni tampoco mi cetro. El resto de baratijas que llevaba conmigo se habían consumido o quemado y eran inútiles. Todo lo que tenía era lo que había dentro de mí.

Miré hacia arriba y me sentí de repente más pequeño y muy solo. No había nadie a mi lado, no me tocaba ninguna mano, nadie estaba allí. Por un momento, creí percibir un olorcillo a perfume, familiar e inolvidable. Después, se fue y el único que quedó para ayudarme fui yo mismo.

Resoplé.

—Bien, Harry —me dije—, con esto tendrá que bastar.

Y así, caminé a través de un paisaje espectral plagado de calaveras, a pesar de la tormenta que se avecinaba, hacia una casa llena de poder maligno que latía con una fuerza mística feroz y salvaje. Avancé para enfrentarme a un adversario asesino que tenía todas las ventajas, que estaba preparado y deseaba matarme desde lo más hondo de su destructivo poder, mientras que yo estaba armado con nada más que mi propia destreza, mi ingenio y mi experiencia.

¿Tengo un trabajo genial o no?