Llovía a cántaros a mi alrededor, una tromba de agua de esas que solo se dan en primavera. El aire cada vez era más denso, más caliente, incluso con el aguacero. Tenía que pensar rápido, usar la cabeza, estar calmado, darme prisa. Las esposas de Murphy todavía me mantenían atado a su muñeca. Ambos estábamos cubiertos de polvo pegado al pringue fétido e incoloro, el ectoplasma que la magia atraía desde algún sitio cuando se conjuraba la masa genérica en un hechizo. Aquella porquería no duraría mucho tiempo. En unos pocos minutos se desvanecería, desaparecería en el aire, volvería al lugar de donde vino al principio. De momento, era tan solo una molestia bastante repugnante y pegajosa.
Sin embargo, todavía podía utilizarla.
Mis manos eran demasiado anchas, pero las de Murphy eran pequeñas y delicadas como las de una dama, salvo por los callos que le había dejado el uso de las armas y el entrenamiento de las artes marciales. Si se hubiera enterado de lo que pensaba y hubiera estado consciente, me hubiera pegado un puñetazo en toda la boca por ser un cerdo machista.
Uno de los médicos del servicio de emergencias murmuraba a un auricular, mientras que el otro estaba al otro lado de Murphy y la sujetaba conmigo; era la única oportunidad que iba a tener. Me incliné por detrás del diminuto cuerpo de Murphy y traté de ocultar lo que estaba haciendo con los oscuros pliegues de mi guardapolvos negro. Le cogí la mano, le apreté los dedos flácidos y pegajosos e intenté deslizar hacia afuera el aro de acero de las esposas.
Le desgarré un poco la piel y se quejó mucho, pero me las arreglé para liberarme de su muñeca justo cuando el médico y yo la sentamos en el bordillo cerca de la ambulancia. El otro médico corrió hasta la parte trasera, abrió la puerta y revolvió por allí dentro. Se oían sirenas, tanto de coches de policía como de bomberos, que se acercaban por todas direcciones.
Nada es sencillo cuando estoy cerca.
—La han envenenado —le dije al médico de emergencias—. La herida está en la parte superior de su brazo derecho o en el hombro. Creo que es una dosis masiva de veneno de escorpión marrón. Deberían haber un antídoto disponible por algún sitio. Le hará falta un torniquete y…
—Amigo —protestó el médico molesto—, sé hacer mi trabajo. ¿Qué demonios ha ocurrido ahí?
—No pregunte —contesté, mirando atrás hacia el edificio.
La lluvia iba cayendo poco a poco con más fuerza. ¿Era ya demasiado tarde? ¿Estaría muerto antes de llegar a la casa del lago?
—Está sangrando —me advirtió el médico, sin quitar el ojo de encima a Murphy.
Bajé la mirada hacia la pierna, pero no me empezó a doler hasta que vi bien la herida y recordé lo que había sucedido. La pinza del escorpión me había hecho un buen desgarro, una abertura de unos quince centímetros en los pantalones de chándal y un tajo equiparable en la pierna, un corte desigual y doloroso.
—Siéntese —me dijo el médico—. Lo atenderé en un segundo. —Arrugó la cara—. ¿Qué narices es esta mierda apestosa que lleva encima?
Me quité las gotas de lluvia del pelo y me lo alisé hacia atrás. Su compañero vino corriendo con una botella de oxígeno y una camilla y se pusieron a trabajar con Murphy. Tenía la cara descolorida, pálida por algunos sitios y muy roja por otros. Estaba tan flácida como un dólar mojado, salvo por los temblores o estremecimientos esporádicos, espasmos de los músculos que venían de ninguna parte, le causaban dolor durante un instante y luego, al parecer, desaparecían.
Yo tenía la culpa de que Murphy estuviera allí. Había decidido ocultarle información, lo que le había obligado a tomar una acción directa: registrar mi oficina. Si hubiera sido más abierto, más honesto, tal vez no estaría allí tirada, muriéndose. No quería alejarme de ella, no quería darle la espalda otra vez y dejarla allí sola.
Pero lo hice. Antes de que llegaran los refuerzos, antes de que la policía empezara a hacer preguntas, antes de que los médicos del servicio de emergencias comenzaran a examinarme y a darle mi descripción a los agentes, di la vuelta y me marché.
Con cada paso que daba me odiaba más a mí mismo. Detestaba marcharme antes de saber si Murphy sobreviviría a la picadura venenosa del escorpión. No soportaba que mi oficina y mi apartamento estuvieran destrozados, que los demonios, los insectos gigantes y mi propia torpeza los hubieran reducido a escombros. Me repugnaba cerrar los ojos y ver los cuerpos retorcidos y destrozados de Jennifer Stanton, Tommy Tomm y Linda Randall. Me daba rabia el enfermizo temor que sentía en mi interior cuando me imaginaba mi propio cuerpo partido en dos a manos de las mismas fuerzas.
Y, sobre todo, odiaba al responsable de todo aquello, Victor, el que iba a matarme en cuanto la tormenta empeorara. Podía estar muerto en cinco minutos.
No, no podía. Me emocioné un poco más mientras reflexionaba sobre el problema y alzaba la vista hacia las nubes. La tormenta había venido del oeste y acababa de llegar a la ciudad. No se movía rápido, era una lenta y pesada ola que se batiría contra aquella zona durante horas. La casa del lago de los Sells estaba hacia el este, a orillas del lago Michigan, quizá a unos 30 ó 40 kilómetros de distancia, en línea recta. Podía burlar la tormenta, si era lo bastante rápido, si conseguía un coche. Iría hasta la casa del lago y allí desafiaría a Victor directamente.
Ya no tenía el cetro ni el bastón, se me habían caído cuando el escorpión me atacó. Podía haberlos atraído desde mi oficina con los vientos, pero con lo exaltado que estaba, si lo hubiera intentado, habría volado una pared por accidente. No tenía ganas de que me aplastaran los cientos de kilos de ladrillos que, gracias a la fuerza de mi magia y mi furia, saldrían por los aires dirigidos hacia mi mano extendida. Tampoco tenía mi brazalete de protección, pues se había consumido al contrarrestar la tremenda fuerza del impacto de la caída del ascensor.
Todavía me quedaba el pentáculo de mi madre colgado al cuello, el símbolo del orden, de los modelos de poder controlado que estaban en el corazón de la magia blanca. Aún tenía la ventaja de los años de formación oficial y lo superaba en experiencia en confrontaciones mágicas. Todavía me quedaba la fe.
Pero eso era más o menos todo. Estaba cansado, magullado, fatigado, herido y había sacado más magia de la chistera en un día que la mayoría de los magos en una semana. Ya estaba tocando fondo, tanto en el sentido místico como en el físico, aunque no me importaba.
El dolor de la pierna no me hacía más débil, no me desalentaba, no me distraía mientras caminaba. Mi concentración era como una hoguera en mis pensamientos, incluso ardía con más intensidad, era más pura, perfeccionaba mi ira, mi odio y lo convertía en algo duro y afilado como el acero. Podía sentir cómo ardía y la busqué desesperado, para que, al empujar el dolor de dentro, alimentara mi rabia incandescente.
Victor, la sombra, iba a pagar por lo que le había hecho a todas aquellas personas, a mí y a mis amigos. Maldita sea, esto no se iba a acabar hasta que cogiera a aquel hombre y le enseñara lo que puede hacer un mago de verdad.
No tardé mucho en llegar caminando a McAnally’s. Atravesé la puerta con un estruendo de piernas largas, lluvia, viento, un guardapolvos que se agitaba y unos ojos llenos de rabia.
El local estaba abarrotado. La gente ocupaba cada uno de las trece taburetes, cada una de las trece sillas y se apoyaban en cada una de las trece columnas. El humo de pipa se acumulaba en una nube que se dispersaba gracias a las aspas de los ventiladores de techo que rotaban lánguidamente. Había una luz tenue, las velas ardían sobre las mesas y en apliques en las paredes, a lo que se le añadía un poco de la luz gris de la tormenta que se filtraba por la ventana. Aquella iluminación hacía que las tallas de las columnas parecieran imprecisas y misteriosas y cambiaba las sombras de un modo muy sutil. Todos los tableros de ajedrez de Mac estaban sobre las mesas, pero tenía la sensación de que los que jugaban y observaban las partidas intentaban despejar sus mentes de algo que las perturbaba.
Todos se giraron para mirarme cuando entré por la puerta y bajé los escalones, goteando agua y un poco de sangre sobre el suelo. La sala se quedó en completo silencio.
Eran los desposeídos de la comunidad mágica. Ocultistas limitados sin el talento innato, la motivación o la fuerza necesarios para ser magos de verdad; personas que obtuvieron el don de nacimiento, que sabían lo que eran, pero no lo habían desarrollado. Diletantes, herbolarios, curanderos, brujas de cocina, jóvenes preocupados al alcanzar sus habilidades y no saber lo que hacer con ellas. Los conocía a todos de vista y algunos por sus nombres.
Eché un vistazo al local. A todos los que miraba apartaban los ojos, pero no me hacía falta ver más allá para darme cuenta de lo que estaba pasando. Las noticias corren rápido entre los que ejercen la magia y radio tarot funcionaba como siempre. Las noticias eran públicas. Tenía una marca en la frente y todos lo sabían. Se avecinaban problemas entre dos magos, uno que utilizaba la magia blanca y otro la negra; todos habían ido hasta allí, al refugio que ofrecían los sinuosos espacios y las configuraciones negativas de las mesas y las columnas de McAnally’s. Habían ido hasta allí para guarecerse hasta que todo hubiera acabado.
No obstante, a mí no me servía como escondite. McAnally’s no podía protegerme contra un hechizo dirigido con tanta fuerza. Era un paraguas, no un refugio antibombas. No escaparía de lo que Victor me iba a hacer a menos que huyera al mismo mundo fantástico y para mí era mucho menos peligroso, en cierto modo, que quedarme en el bar de Mac.
Me quedé allí de pie durante un rato, pero sin decir nada. Aquella gente eran colegas, amigos ocasionales, pero no podía pedirles que vinieran conmigo. Pensara Victor lo que pensara que era, tenía el poder de un mago de verdad y podía aplastar a cualquiera de aquellas personas como si fueran cucarachas. No estaban preparados para tratar con algo así.
—Mac —dije al final. Mi voz fue al silencio como un martillo sobre el cristal—. Necesito que me prestes el coche.
Mac no había dejado de sacarle brillo a la barra con un trapo blanco cuando entré. Tenía un aspecto demacrado, iba vestido con una camisa blanca y unos pantalones bombachos oscuros. Tampoco se detuvo cuando el local se quedó en silencio y no lo hizo cuando sacó las llaves de su bolsillo y me las tiró con una mano. Las cogí y dije:
—Gracias, Mac.
—Uf —contestó.
Me miró y luego dirigió la vista detrás de mí. Me tomé aquel gesto como la señal de advertencia que era y me di la vuelta.
Hubo un relámpago en el exterior. Morgan estaba allí de pie, recortado contra la entrada al principio del pequeño tramo de escaleras, con su silueta negra en contraste con el cielo gris. Bajó las escaleras hacia mí, con un trueno pisándole los talones. La lluvia no había afectado mucho a su cabello castaño canoso, excepto porque le había rizado su coleta de guerrero. Pude ver la empuñadura de la espada que llevaba debajo de su abrigo negro, sobre la que había colocado una mano musculosa y llena de cicatrices.
—Harry Dresden —dijo—, al final lo he averiguado. Utilizar las tormentas para matar es algo peligroso que solo se le ocurriría a un loco, pero tú eres el típico imbécil ambicioso que lo haría.
Apretó la mandíbula.
—Toma asiento —me invitó mientras señalaba una mesa. Los que estaban allí sentados se marcharon en seguida—. Vamos a quedarnos aquí, los dos. Me voy a asegurar de que no tengas ni una oportunidad de usar esta tormenta para hacer daño a nadie más. Me voy a cerciorar de que no vas a intentar recurrir a tus trucos hasta que el Consejo decida tu destino.
Aquellos ojos verdes brillaron llenos de adusta determinación y seguridad.
Me lo quedé mirando. Me tragué mi cólera, las palabras que me hubiera gustado contestarle, el hechizo que me hubiera gustado usar para sacármelo de encima, y hablé con tacto.
—Morgan, sé quién es el asesino y ahora va detrás de mí. Si no voy a por él para detenerle, estoy bien muerto.
La mirada de sus ojos se endureció y en éstos vi un brillo de fanático. Lanzó tres cortantes y pequeñas explosiones a modo de palabras:
—Que te sientes.
Sacó la espada un par de centímetros de la vaina.
Dejé caer los hombros y me giré hacia la mesa. Me recliné contra el respaldo de una de las sillas durante un momento para descansar un poco la pierna herida y aparté la silla de la mesa.
Después la cogí, di medía vuelta con ella para tomar velocidad y le di en todo el estómago al guardián. Morgan intentó retroceder, pero lo pillé desprevenido y lo golpeé con todo el pesó de una de las sillas de madera hechas a mano de Mac. En la vida real una silla no se rompe cuando golpeas a alguien con ella como en las películas. Al contrario, el que se rompe es el tío al que le has dado.
Morgan se inclinó hacia delante y cayó sobre una mano y una rodilla. No me esperé a que se recuperara, sino que aproveché el momento en que la silla rebotaba en sus costillas para dar una vuelta entera en la otra dirección, levantar muy alto la silla y darle en la espalda. El golpe le lanzó fuerte contra el suelo, donde quedó inmóvil.
Coloqué la silla al lado de la mesa y eché un vistazo al local. Todos estaban mirándome, pálidos. Sabían quién era Morgan, cuál era su relación conmigo. Sabían lo del Consejo y mi posición precaria. Sabían que había agredido a un representante del Consejo. Había cavado mi propia tumba. Ya no cabía la más remota posibilidad de que pudiera convencer al Consejo de que no era un mago granuja que escapaba a la justicia.
—Que le den —dije en voz alta, sin referirme a nadie en concreto—. No tengo tiempo para esto.
Mac salió de detrás de la barra, sin prisa, pero tampoco con su lacónica falta de preocupación habitual. Se arrodilló al lado de Morgan, le tomó el pulso, después le subió uno de los párpados y lo examinó. Me miró con los ojos entornados y con tono inexpresivo, me dijo:
—Está vivo.
Asentí a la vez que sentí un ligero alivio. Por muy imbécil que pudiera ser Morgan, tenía buenas intenciones. Los dos queríamos lo mismo, de verdad, aunque él no se diera cuenta. No quería matarlo.
Sin embargo, tenía que admitir desde un rinconcito mío lleno de alegría que la mirada horrorizada de sorpresa en su cara arrogante cuando le di con la silla era digna de recordar.
Mac se agachó y recogió las llaves de donde se me habían caído cuando levanté la silla. No me había dado cuenta de que las había tirado. Mac me las alcanzó y dijo:
—El Consejo se va a cabrear.
—Ya me encargo yo de eso.
Asintió.
—Suerte, Harry.
Mac me ofreció su mano y la acepté. La sala todavía estaba en silencio. Unos ojos llenos de miedo y preocupación me observaban.
Cogí las llaves y me fui, lejos de la luz y del refugio de McAnally’s, hacia la tormenta, para quemar las naves.