Capítulo 22

El edificio estaba cerrado en domingo. Metí la llave en la cerradura, la giré con fuerza para abrirla y la saqué. No me molesté en coger el ascensor y subí volando las escaleras lo más rápido posible.

Eran cinco pisos. Tardé menos de un minuto, pero me dolió cada segundo. Los pulmones me ardían y tenía la boca seca como la arena cuando llegué a la quinta planta y corrí por el pasillo hasta mi oficina. Todo estaba en calma, vacío, oscuro. La única luz que había provenía de los indicadores de salida y del día nublado en el exterior. Las sombras se extendían y se posaban sobre las puertas cerradas.

La puerta de mi oficina estaba entreabierta. Oí el ventilador del techo chirriando en el soporte por debajo del resuello dificultoso de mi propia respiración. Las luces no estaban encendidas, aunque sí debía de estarlo la lamparita del escritorio, porque una luz amarilla perfilaba la puerta y dejaba una franja dorada por el suelo del pasillo. Me paré en el umbral. Me temblaban tanto las manos que apenas podía sujetar el bastón y el cetro.

—¿Murphy? —la llamé—. Murphy, ¿me oyes?

Tenía la voz ronca, entrecortada. Cerré los ojos y escuché. Creí oír dos cosas. La primera fue una respiración fatigosa, junto con un débil gemido al exhalar. Murphy.

La segunda fue un sonido seco, unos pasitos rápidos.

Olía a pólvora en el aire. En un arrebato de ira tensé la mandíbula. El bichito de Victor Sells, fuera lo que fuera, había hecho daño a mi amiga. No iba a quedarme de brazos cruzados, iba a echarlo de mi oficina.

Empujé con el bastón la puerta para abrirla y entré con mi cetro mágico extendido delante de mí y unas palabras de poder en los labios.

Justo enfrente de la puerta de mi oficina hay una mesa con una serie de folletos del tipo Las brujas de verdad no flotan tan bien o La magia del siglo XXI. Yo mismo he escrito algunos de ellos. Se hicieron para los curiosos, para la gente que quería conocer a las brujas y la magia. Me agaché un momento con el cetro apuntando debajo de la mesa, pero no vi nada. Me levanté de nuevo y miré a un lado y al otro, todavía en guardia.

A la derecha de la puerta hay una pared cubierta de archivadores y un par de butacas. Los armarios estaban cerrados, pero algo podría esconderse detrás de uno de los asientos. Me deslicé a la izquierda, miré detrás de la puerta y pegué los hombros a la pared, sin perder de vista la habitación.

Mi escritorio está en el rincón del fondo, a la derecha según se entra por la puerta, en diagonal. Es una oficina que hace esquina. Hay ventanas en todas las paredes exteriores. Como siempre, los estores estaban bajados. El ventilador del techo, en el centro de la habitación, daba vueltas acompañado de un pequeño crujido en cada rotación.

Seguí mirando a todos lados, con los sentidos alertas. Contuve mi rabia, como una fiera, y me obligué a ser cauteloso. No podría ayudar a Murphy si lo que fuera que le hubiese pasado a Murphy me ocurría también a mí. Me moví despacio, con cuidado, con el cetro mágico a punto.

Vi las zapatillas de tenis de Murphy detrás del escritorio. Por el modo en que estaban colocados los pies, parecía que se había acurrucado hacia un lado, pero no pude ver el resto de su cuerpo. Avancé a grandes zancadas hasta el centro de la pared del fondo, apuntando con el cetro al suelo de detrás del escritorio como si fuera una pistola.

Murphy estaba allí tumbada, acurrucada hacia un lado, con su pelo dorado todo esparcido de forma poco artística por su cabeza, con los ojos abiertos y la vista fija. Llevaba unos pantalones vaqueros, una camisa con el cuello abotonado y una chaqueta satinada de los Cubs. El hombro izquierdo estaba manchado de sangre. Tenía la pistola a su lado, a pocos centímetros de distancia. El corazón me dio un vuelco. Oí que tomaba un poco de aliento y se quejaba al soltar el aire.

—Murphy —la llamé y después dije un poco más fuerte—. ¡Murphy!

La vi agitarse, un pequeño movimiento irregular en respuesta a mi voz.

—Tranquila, tranquila —le dije—. Relájate. No intentes moverte. Voy a ayudarte.

Me arrodillé a su lado, muy despacio, mientras observaba la habitación a mi alrededor. No vi nada. Aparté mi bastón y le tomé el pulso. Lo tenía acelerado, débil. No había bastante sangre como para tratarse de una herida grave, pero le toqué el hombro. A pesar de la chaqueta, pude notar la hinchazón.

—¿Harry? —dijo Murphy con voz ronca—. ¿Eres tú?

—Soy yo, Murph —le dije mientras apartaba el cetro y hacía el ademán de coger lentamente el teléfono.

El segundo cajón de mi escritorio, donde estaba el talismán del escorpión, estaba abierto y vacío.

—Espera, voy a llamar a una ambulancia.

—No me lo puedo creer. Hijo de puta —dijo casi sin aliento. Noté que se movía un poco—. Me has tendido una trampa.

Agarré el teléfono y marqué el 911.

—Calla, Murph, estás envenenada. Necesitas ayuda rápidamente.

Me atendió un operador del 911, que anotó mi nombre y mi dirección. Le dije que enviara una ambulancia preparada para tratar a alguien por envenenamiento y me dijo que no colgara. No tenía tiempo para quedarme al teléfono. Lo que fuera que le hubiera hecho aquello a Murphy, todavía estaba por allí cerca, en algún sitio. Tenía que sacarla de allí y después, recuperar el talismán de Victor para poder usarlo cuando fuera a la casa del lago.

Murphy se movió otra vez y sentí algo frío y duro que se cerraba alrededor de mi muñeca con un clic-clac. Parpadeé y la miré. Adoptando una postura testaruda, cerró la otra esposa alrededor de su propia muñeca.

—Estás bajo arresto —dijo casi sin aliento—, cabronazo. Espera a que te lleve a la sala de interrogatorios. No te vas a ir a ningún sitio.

Me la quedé mirando, atónito.

—Murph —tartamudeé—. Dios mío, no sabes lo que estás haciendo.

—¡Y una mierda! —exclamó levantando el labio, como un amago de su gruñido habitual.

Giró la cabeza con una mueca de dolor y me miró con los ojos entornados.

—Deberías haber hablado conmigo esta mañana. Ahora ya te tengo, Dresden —se interrumpió con un grito jadeante y añadió—. Gilipollas.

—¡Tozuda de mierda! —No supe qué decir durante un instante y luego sacudí la cabeza—. Tengo que sacarte de aquí antes de que vuelva —le dije y me incliné hacia delante para intentar levantarla.

Entonces el escorpión salió de las sombras, debajo del escritorio, y avanzó hacia mí con movimientos violentos y pasitos rápidos. Ya no era un bicho que pudiera aplastar con los dedos. Tenía el tamaño de un gran terrier, marrón y brillante, y era tan rápido que casi no se le veía.

Saltó sobre mí. Vi el destello de su cola, vi el aguijón que se abalanzaba sobre mí y no me dio en el ojo de milagro. Algo frío y húmedo me había manchado la cara y la piel empezaba a arderme. Veneno.

Del susto que me llevé sacudí la pierna, di una patada al bastón y al cetro y los aparté de mi lado. Salí rodando detrás del último, desesperado, pero las esposas de Murphy no me dejaron llegar muy lejos y ambos soltamos unos ruidos de incomodidad cuando los aros de acero nos cortaron la base de las manos. Me estiré para coger el cetro mágico, palpé su lisa redondez con las yemas de los dedos y después, oí otros pasitos rápidos y el escorpión me saltó a la espalda. El cetro se me resbaló de los dedos y rodó fuera de mi alcance.

No tenía tiempo para lanzar un hechizo, pero me agarré al segundo cajón del escritorio, lo saqué de su armazón y con dificultad conseguí colocarlo entre el escorpión y yo. Oí cómo silbaba el aire y cómo crujía la madera al romperse. El aguijón del escorpión se clavó en el fondo del cajón y una pinza como las de un cangrejo abrió un agujero en mis pantalones de chándal hacia mi pierna.

Lancé un alarido y me deshice del cajón. El escorpión, con su cola todavía clavada en la madera, salió disparado con él y los dos cayeron a poca distancia.

—No va a servirte de nada, Dresden —gimió Murphy de forma incoherente. Debía de estar demasiado intoxicada por el veneno como para comprender lo que estaba pasando—. Te tengo, no te resistas, te sonsacaré algunas respuestas ahora mismo.

—A veces, Murph —dije jadeando—, haces las cosas más difíciles de lo que en realidad son, ¿nadie te lo ha dicho antes?

Me agaché hacia ella y pasé la muñeca esposada debajo de su brazo para rodearla por la espalda, mientras echaba hacia atrás también el suyo, pues mi brazo derecho y su izquierdo seguían unidos por las esposas.

—Mis ex maridos —gimió.

Hice un esfuerzo, nos levanté a ambos del suelo y empecé a renquear hacia la puerta. Sentía la sangre en la pierna y el dolor, tórrido y odioso, en el lugar donde el escorpión me había rasgado la piel.

—¿Qué pasa? —La voz de Murphy temblaba llena de confusión y miedo—. Harry, no veo nada.

Mierda, el veneno se estaba apoderando de ella. El veneno del escorpión común que se encuentra en la mayoría de Estados Unidos no es mucho más venenoso que el de un abejorro. Aunque, por supuesto, la mayoría de los abejorros no son del tamaño del perro de la familia; y Murphy no era una persona muy grande. Si le había inyectado gran cantidad de veneno en el organismo, tenía todas las de perder. Necesitaba atención médica y la necesitaba inmediatamente.

Si hubiera tenido las manos libres, habría recogido el cetro y el bastón y habría luchado, pero no tendría muchas posibilidades enganchado a Murphy y aunque pudiera deshacerme de aquella cosa, podía caer encima de ella y clavarle de nuevo el aguijón, lo que la mataría. No tenía muy buen ángulo para coger sus llaves y además no tenía tiempo de agacharme y probar una a una cuál era la de las esposas. Cualquier tipo de magia que pudiera surtir efecto lo bastante rápido como para romper las esposas a tiempo, seguramente me mataría a la velocidad del rayo; y tampoco tenía tiempo de hacer un hechizo más sutil para escapar.

Maldita sea, papá, pensé, ojalá hubieras vivido más tiempo para enseñarme cómo quitarme unas esposas.

—Harry, ¿qué pasa? —repitió Murphy con la voz débil—. No veo nada.

No dije nada. La llevé a cuestas hasta la puerta sin contestar. Detrás de mí oí un ruido seco y chirriante. Miré atrás por encima del hombro y vi que el aguijón del escorpión estaba bien metido en el cajón, pero la criatura estaba rompiendo rápidamente la madera con las patas y las pinzas.

Tragué saliva, me giré y salí renqueando de mi oficina con Murphy. Me las arreglé para cerrar la puerta con el pie. Las piernas de Murphy no la sostenían demasiado y la diferencia de peso hizo que el viajecito fuera incomodísimo. Tuve que esforzarme para mantenerla erguida y en movimiento.

Llegué al final del pasillo. La puerta de las escaleras estaba a la derecha y el ascensor a la izquierda.

Me detuve durante un momento, jadeando, intentando no dejar que los ruidos de la madera astillada que se oían al final del pasillo perturbaran mi mente. Murphy estaba apoyada contra mí, en silencio, y no sabía decir si respiraba. No había manera de bajarla por las escaleras. A ninguno de los dos nos quedaban energías para conseguirlo. La ambulancia llegaría en unos minutos, y si Murphy no estaba allí abajo en ese momento, tendría que dejarla en el suelo y moriría.

Hice una mueca. Odiaba los ascensores, pero pulsé el botón y esperé. Las luces redondas encima del ascensor empezaron a contar hasta cinco. Al fondo del pasillo el sonido de la madera que se partía se paró y algo chocó contra la puerta de mi oficina haciendo vibrar el marco.

—¡Madre mía, Harry! —dije en voz alta.

Miré las luces. Dos. Una pausa de unos diez siglos. Tres.

—Date prisa —gruñí y le di al botón unas cien veces más.

Y entonces me acordé del brazalete de escudos que tenía alrededor de la muñeca. Intenté concentrarme en él, pero no fui capaz, porque lo tenía mal puesto, retorcido debajo de Murphy, para sujetarla. Así que la puse en el suelo de la forma más suave y rápida que pude, alcé la mano izquierda y me concentré en el brazalete.

El tercio inferior de la puerta de mi oficina explotó hacia fuera y la forma marrón y brillante del escorpión salió al pasillo de un salto. Ahora era más grande. El muy puñetero estaba creciendo. Se impulsó desde la pared hacia mí con una agilidad terrible, pasó a toda velocidad por el pasillo en mi dirección, tan rápido como puede correr un hombre, con las patas chasqueando frenéticamente a cada pasito. Se me echó encima, con las pinzas extendidas y el aguijón en alto. Centré mi voluntad en el escudo defensivo que el brazalete me ayudaba a formar y mantener y traté de crearlo antes de que el escorpión me alcanzara.

Por poco no lo consigo. El escudo invisible de aire se topó con el escorpión a tan solo un palmo de mi cuerpo y lo hizo rebotar. Cayó al suelo boca arriba. Allí se quedó forcejeando durante un segundo, agitándose de manera torpe.

A mi espalda, el ascensor ya había llegado y las puertas se abrían con elegancia.

Sin tiempo para delicadezas, agarré la muñeca de Murphy, la arrastré conmigo hasta el ascensor y le di al botón para bajar al vestíbulo. En el pasillo, el escorpión sacudió su cola y se enderezó. En mi dirección, de nuevo, con una inteligencia asombrosa, salió corriendo hacia donde yo estaba. No tenía tiempo de crear otra vez el escudo. Grité.

Las puertas del ascensor se cerraron. Hubo un repentino ruido sordo y la cabina vibró cuando el escorpión chocó contra ellas.

Empezamos a bajar e intenté recobrar el aliento. ¿Qué demonios era aquella criatura?

No se trataba de un simple insecto. Era demasiado rápido, demasiado inteligente para eso, joder. Me había tendido una emboscada, y había esperado a que apartara las armas para ir tras de mí. Tenía que ser otra cosa, algún tipo de artefacto de poder, construido a pequeña escala, pero diseñado para atraer la energía, para ser más grande y más fuerte, una versión artrópoda del monstruo de Frankenstein. En realidad no estaba vivo, solo era un autómata, un robot, algo programado con una misión. Victor, el muy cabrón demente, debió de imaginarse dónde había acabado su talismán y le lanzó un hechizo para que atacara a cualquiera que entrara en contacto con él. Más tarde, Murphy se lo había encontrado.

Todavía seguía creciendo, cada vez se hacía más rápido, más fuerte y más fiero. No bastaba con lograr que Murphy estuviera fuera de peligro, tenía que hallar una manera de atacar al escorpión. No tenía muchas ganas, pero era el único en el edificio que estaba capacitado para hacerlo; además, había demasiadas posibles amenazas. ¿Y si no paraba de crecer? Tenía que matarlo antes de que estuviera fuera de control.

Las luces del panel seguían contando hacia abajo, cuatro, tres, dos… y entonces el ascensor dio unos bandazos y se quedó estancado. Las luces titilaron y se apagaron.

—Mierda —maldije—. Ahora no, ahora no.

Los ascensores me odian. Pulsé los botones, pero no pasó nada. Un segundo más tarde apareció una nubecilla de humo y las luces al lado de los botones también se apagaron, dejándome a oscuras. Se encendió la luz de emergencia durante un instante, pero reventó un filamento que se puso a arder y me volví a quedar sin luz. En las sombras, Murphy y yo nos acurrucamos en el suelo.

Por encima de nuestras cabezas, fuera, en el hueco del ascensor, se oyó un chirrido de metal. Alcé la mirada hacia el techo de la cabina, invisible en la oscuridad.

—Tiene que ser una broma —murmuré.

Hubo un gran estallido y algo con el peso de un pequeño gorila se posó en el techo del ascensor. Se hizo el silencio durante un segundo y entonces ese algo empezó a romper de forma ensordecedora la parte de arriba.

—¡Tiene que ser una broma! —grité.

Pero el escorpión no lo era. Estaba arrancando el techo del ascensor, sacudiendo los tornillos y los soportes, haciendo que crujiera. Cayó polvo en la oscuridad, una arenilla oculta a mis ojos ciegos. Éramos sardinas en lata que esperaban a que las abrieran y se las comieran. Tuve la sensación de que si la criatura me picaba en ese momento, el veneno seria superfluo, pues moriría desangrado antes de que me afectara.

—Piensa, Harry —me grité a mí mismo—. ¡Piensa, piensa, piensa!

Estaba metido en un ascensor bloqueado, esposado a una amiga inconsciente que estaba muriendo por envenenamiento, mientras que un escorpión mágico del tamaño de algunos coches franceses intentaba llegar hasta mí y destrozarme. No tenía mi cetro ni mi bastón, los otros trastos que había traído conmigo al Varsity estaban descargados y eran inútiles, y el escudo del brazalete solo prolongaría lo inevitable.

Una larga tira de metal se soltó del techo y permitió que entrara un poco de luz tenue; miré hacia arriba, al vientre del escorpión, vi que metía una tenaza por el hueco y empezaba a abrirlo más.

Debería haberlo aplastado cuando no era más que un bicho. Debería haberme quitado el zapato y habérmelo cargado encima de mi escritorio. El corazón me subió a la garganta cuando vi que la criatura se inclinaba, metía una pinza para explorar el tercio superior del ascensor y empezaba a hacer más grande el agujero.

Apreté los dientes y comencé a buscar cualquier vestigio de magia que quedara en mí. Sabía que no serviría de nada. Podía dirigir una tormenta de fuego hacia aquella cosa, pero fundiría el metal que había arriba, caería sobre nosotros y nos mataría, porque el ascensor estaría demasiado caliente para que sobreviviéramos. ¡Pero, por Dios, que no iba a dejar que aquello me atrapara! A lo mejor si lo hacía bien, podía agarrarlo cuando saltara, minimizar los daños que había hecho alrededor. Ahí estaba el problema de no dárseme muy bien la evocación. Lo que tenían el bastón y el cetro precisamente era mucha velocidad, mucho poder, pero no demasiado refinamiento; estaban diseñados para ayudarme en la focalización de mi poder, para darme precisión milimétrica. Sin ellos podía haber sido un soldado suicida con doce granadas enganchadas al cinturón y listo para tirar de la anilla.

Y entonces se me ocurrió. Estaba pensando en la dirección equivocada.

Bajé la mirada del techo al suelo del ascensor y presioné con las palmas de mis manos contra él. Unos trocitos cayeron sobre mi cabeza y los hombros, y los ruidos que hacía el escorpión con las patas se hicieron cada vez más fuertes. Reuní toda la fuerza que pude y la concentré sobre las palmas de las manos. Había espacio debajo, en el hueco del ascensor, y eso era lo que me hacía falta: aire en vez de fuego.

Era un sortilegio sencillo, uno que había hecho cientos de veces, me dije para mis adentros. No distaba tanto de atraer mi bastón a la mano. Solo era… un poco más grande.

¡Vento servitas! —grité vertiendo en el hechizo cada pedazo de fuerza, cada pizca de rabia y cada trozo de miedo que tenía.