Capítulo 21

Mónica Sells tenía una cocina alegre y de colores vivos. Coleccionaba dibujos de vacas que se extendían por todas las paredes y por las puertas de los muebles de la habitación con una especie de indolencia alegre y bovina. La nevera estaba llena de dibujos pintados con lápices de colores y notas escolares. Había una fila de botellas de cristal de colores sobre el alféizar de la ventana. En el exterior se oía cómo soplaba el viento, cómo se agitaba sin descanso, frío y cada vez más fuerte. Un reloj en la pared con forma de vaca grande y simpática balanceaba su cola de un lado al otro, tic, tic, tic.

Mónica se sentó en la mesa de la cocina. Estiró las piernas por debajo y pareció relajarse un poco. Percibí que la cocina era su santuario, el lugar donde se retiraba cuando estaba disgustaba. La cuidaba con mucho cariño, hasta el punto de que relucía de lo limpia que estaba.

Dejé que se relajara mientras pude, lo que no duró mucho. Casi podía sentir cómo acumulaba el aire una gran tensión. En la distancia se avecinaba una tormenta. No podía permitirme usar guantes de seda. Estaba a punto de abrir la boca, de seguir presionándola, cuando me dijo:

—Haga las preguntas, mago. Las contestaré. Ni yo misma sabría por dónde empezar.

No me miró. No miró hacia ningún sitio.

—Muy bien —dije. Me apoyé contra la encimera de la cocina—. Conoce a Jennifer Stanton, ¿no? Está emparentada con ella.

La expresión de su cara no cambió.

—Tenemos los mismos ojos que nuestra madre —confirmó—. Mi hermana pequeña fue siempre la rebelde. Se escapó de casa para ser actriz, pero en cambio se convirtió en puta. En cierto modo, le pegaba. Siempre quise que parara, pero creo que ella no quería. No estoy segura de que supiera cómo hacerlo.

—¿Ya se ha puesto en contacto la policía con usted, por su muerte?

—No. Llamaron a mis padres, en San Louis. Todavía no saben que vivo en la ciudad. De un momento a otro alguien se dará cuenta, estoy segura.

Fruncí el entrecejo.

—¿Por qué no fue a verles? ¿Por qué vino a mí?

Me examinó.

—La policía no puede ayudarme, señor Dresden. ¿Piensa que me creerían? Me mirarían como si fuera una lunática si fuera allí farfullando sobre hechizos mágicos y rituales. —Hizo una mueca—. Tal vez tuvieran razón. A veces me pregunto si estoy volviéndome loca.

—Así que entonces vino a verme a mí —seguí—. ¿Por qué no me contó la verdad?

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo podía entrar en la oficina de alguien que no conocía y contarle…?

Tragó saliva y cerró los ojos de nuevo llenos de lágrimas.

—¿Y contarme qué, Mónica? —le pregunté manteniendo una voz suave—. ¿Quién mató a su hermana?

El viento repiqueteaba en el exterior. El reloj con forma de vaca simpática seguía con su tic, tic, tic. Mónica Sells respiró hondo, se estremeció y cerró los ojos. Vi cómo ataba los raídos cabos de su valor y los anudaba tan fuerte como podía. Ya sabía la respuesta, pero necesitaba oírla de sus labios. Tenía que estar seguro. Me dije a mí mismo que sería bueno para ella enfrentarse a tal cosa, con tan solo decirlo en voz alta. No creo que me lo tragara. Como he dicho, no soy muy buen mentiroso.

Mónica apretó los puños y dijo:

—Dios, ayúdame. Dios, ayúdame. Fue mi marido, señor Dresden. Fue Victor.

Creí que se desharía en lágrimas, pero en cambio, se puso su coraza defensiva, como si esperara que alguien fuera a golpearla.

—Por eso quería que lo encontrara —me oí decir a mí mismo—. Por eso me envió a la casa del lago, para que fuera a buscarlo. Sabía que estaba allí. Sabía que si me enviaba allí, él me vería.

Mi voz era suave, no denotaba mucho enfado, pero las palabras machacaban a Mónica Sells como mazos que levantaran esquirlas del pavimento. Con cada una de ellas daba un respingo.

—Tenía que hacerlo —gimió—. Dios, señor Dresden. No sabe cómo era. Y estaba empeorando. No era un hombre malo, de veras, pero fue de mal en peor y le tenía miedo.

—Por sus hijos —dije.

Asintió y apoyó la frente sobre sus rodillas. Entonces empezó a soltar palabras, primero despacio y después cada vez más y más deprisa, como si ya no pudiera contener su peso inmenso. Escuché. Se lo debía por abusar de sus sentimientos, por obligarla a revelármelo todo.

—Nunca fue un mal hombre, señor Dresden. Tiene que entenderlo. Trabajó duro. Trabajó muy duro para nosotros, para darnos algo mejor. Creo que era porque sabía que mis padres habían sido muy ricos. Quería darme lo mismo que ellos pudieron haberme dado, pero era demasiado para él. Se enfadó, se convirtió en un amargado. A veces perdía los estribos, pero no estaba siempre tan mal; y, a veces, también podía llegar a ser amable. Creo que quizá los niños ayudaban a que se estabilizara.

»Cuando Billy tenía unos cuatro años, Victor descubrió la magia. No sé dónde, pero cada vez estaba más obsesionado. Traía a casa libros y más libros. Cosas raras. Puso un pestillo en la puerta del ático y después de cenar siempre se encerraba allí arriba. Algunas noches, no venía a la cama. Algunas noches, creo que oía cosas allí arriba. Voces. O algo que no eran voces.

Se estremeció.

—Empezó a empeorar. Se enfadaba y entonces ocurrían cosas, pequeñas tonterías. Las cortinas se prendían fuego por una esquina o las cosas volaban por las paredes y se rompían.

Dirigió su angustiada mirada hacia sus graciosas y horteras vacas un momento, como para asegurarse de que todavía seguían allí.

—Nos gritaba sin motivo o se echaba a reír por nada. El… veía cosas, cosas que yo no podía ver. Creía que se estaba volviendo loco.

—Pero nunca se enfrentó a él —le dije en voz baja.

Negó con la cabeza.

—No. Que Dios me perdone. No pude. Me había acostumbrado a estar callada, señor Dresden, a no armar escándalo. —Respiró hondo y continuó—. Entonces, una noche, vino a verme y me despertó. Me hizo beber algo. Me dijo que me haría ver, que me haría entenderle; que si lo bebía, vería lo mismo que él. Que quería que le entendiera, que yo era su esposa.

Esta vez sí que lloró, las lágrimas le caían por las mejillas y por la comisura de sus labios.

Todo lo demás encajaba con firmeza en su lugar, donde yo había pensado que iría.

—El Tercer Ojo —dije.

Asintió.

—Y… vi cosas, señor Dresden. Lo vi a él.

Se le arrugó la cara y pensé que iba a vomitar. Podía entenderla. Debió de haber sido un infierno obtener de repente la visión del tercer ojo de aquella forma, sin saber lo que era, lo que te estaba pasando, y mirar al hombre con el que te habías casado, con el que habías tenido hijos y ver lo que realmente era, un obseso del poder, consumido por la codicia. Todo aquello se quedaría con ella, para siempre. No se borraría de su memoria, nunca encontraría el consuelo de los años para poner una cómoda barrera acolchada entre ella y la imagen monstruosa de su marido.

Continuó hablando bajo y deprisa.

—Quería más. Incluso cuando ya había acabado, aunque fuera horrible, quería más. Intenté que no se me notara, pero se dio cuenta. Me miraba a los ojos y lo sabía, señor Dresden. Como usted acaba de hacer ahora. Y empezaba a reírse como si le hubiera tocado la lotería. Me besaba, estaba tan contento… Me ponía enferma.

»Empezó a fabricar más droga, pero nunca tenía suficiente. Lo volvía loco, frenético. Entonces se dio cuenta de que cuando se enfadaba tenía más poder. Buscaba cualquier excusa para enfadarse. Se encolerizaba, pero aún no tenía suficiente. —Tragó saliva—. Entonces fue cuando… cuando…

Pensé en un repartidor de pizza asustado y el comentario de un hada sobre humanos que «hacían ejercicio».

—Fue cuando se dio cuenta de que también podía llegar a los sentimientos de otras personas —continué— y usarlos para potenciar su magia.

Asintió y se encorvó un poco más.

—Al principio solo me lo hacía a mí. Me daba miedo. Al cabo de algún tiempo, estaba agotada. Entonces descubrió que para lo que estaba haciendo, el deseo funcionaba mejor. Así que comenzó a buscar por aquí. A otros. Él los llamaba inversores.

Alzó la vista y me suplicó con la mirada.

—Por favor, señor Dresden. Tiene que entenderlo. No siempre fue tan malo. Había momentos en que podía verlo de nuevo, momentos en los que pensaba que volvería a nosotros.

Intenté mirarla con compasión, pero no estaba seguro de sentir nada más que furia por alguien que tratara a su familia de aquella manera. Debí de reflejar mis sentimientos en la cara porque enseguida apartó los ojos y se encogió de miedo. Hablaba muy deprisa, como si quisiera evitar mi furia, con la voz de una mujer que ha evitado la rabia con palabras desesperadas más de una vez.

—Encontró a los Beckitt. Tenían dinero y les dijo que si le ayudaban, les ayudaría a vengarse de Johnny Marcone. Por lo de su hija. Confiaron en él. Le dieron todo el dinero que necesitaba.

Pensé en los Beckitt, en sus caras enjutas y hambrientas. Me acordé de los ojos muertos de la mujer.

—Y empezó los rituales. Las ceremonias. Dijo que necesitaba nuestro deseo.

Movió los ojos de izquierda a derecha y la mirada enferma de su cara se hizo cada vez más intensa.

—No era tan malo. Cerró el círculo y de pronto, no pasó nada. Nada más que carne. Me dejé llevar durante un rato. Fue casi como una evasión de la realidad.

Se restregó la mano contra los vaqueros, como si intentara despegarse algo asqueroso de la piel.

—Pero no era suficiente. Entonces fue cuando empezó a hablar con Jennifer. Sabía lo que hacía, que ella conocería el tipo de gente apropiada. Como ella, como Linda. Linda le presentó al hombre de Marcone. No sé cómo se llamaba, pero Victor le prometió algo que bastó para atraerle al círculo.

»Ya no tenía que ir siempre. O Jenny o yo nos quedábamos con los niños. Victor creaba la droga. Empezamos a hacer dinero. Las cosas empezaron a irnos bien durante un corto periodo de tiempo. Mientras yo no pensara demasiado. —Mónica respiro hondo—. Entonces, a Victor le ocurrió algo. Empezó a invocar demonios. Yo los vi. Y decía que necesitaba más poder. Lo ansiaba. Era horrible, como contemplar a un animal famélico caminando impaciente. Y vi que empezaba… que empezaba a mirar a los niños, señor Dresden. Me daba miedo. El modo en que les miraba, a veces, sabía…

Esta vez se dobló sobre sí misma con un gemido. Se estremeció y empezó a llorar sin control.

—¡No, Dios mío! ¡Mis niños, mis niños!

Quería dejarla en paz, ofrecerle mi mano, pasarle el brazo por encima de los hombros y decirle que todo iría bien. Pero ahora la conocía, había mirado dentro de ella; le haría dar un grito. Dios, Harry, pensé, ¿no has torturado ya bastante a esta pobre mujer?

Hurgué en los armarios hasta encontrar un vaso. Abrí el grifo del agua fría, lo llené y después me acerqué. Se lo dejé al lado. Se enderezó en la silla y sujetó el vaso con manos temblorosas. Tomó un sorbo y derramó un poco sobre su barbilla.

—Lo siento —me disculpé. Fue lo único en lo que pude pensar.

Si me oyó, no lo pareció. Bebió agua y luego continuó como si estuviera desesperada por acabar, por degustar las palabras que salían de su boca.

—Quería dejarlo. Sabía que se pondría furioso, pero no podía permitir que estuviera cerca de los niños. Intenté hablar con Jenny al respecto y tomó cartas en el asunto. Mi hermana pequeña intentó protegerme. Fue a ver a Victor y le dijo que si no dejaba que me fuera, iría a la policía y a Johnny Marcone; les diría todo lo que sabía. Y él… él…

—Él la mató —seguí.

Mierda, a Victor no le había hecho falta pelo de Jennifer Stanton para matarla, cualquier tipo de fluido corporal hubiera funcionado. Con las ceremonias de lascivia que estaban teniendo lugar, había habido muchas oportunidades para recoger muestras de la pobre Jennifer Stanton. Tal vez hasta había hecho que le llevara alguna de Tommy Tomm. O quizá Jennifer y Tommy Tomm habían estado demasiado juntos mientras hacían el amor y el hechizo solo afectara a uno de ellos cuando murieron.

—La mató —confirmó Mónica. Dejó caer los hombros con un cansancio repentino—. Fue cuando le fui a ver, porque pensaba que sería capaz de ver, capaz de hacer algo, antes de que matara a mis niños; antes de que matara a alguien más. Y ahora Linda también está muerta. Y pronto lo estará usted, señor Dresden. No puede detenerlo. Nadie puede.

—Mónica —dije.

Sacudió la cabeza y se acurrucó hasta quedar reducida a una mísera bolita.

—Márchese —me dijo—. Ay, Dios, por favor, señor Dresden, no quiero estar delante cuando lo mate a usted también.

Sentí el corazón como un pedazo de cera fría en mi pecho. Quería decirle a toda costa que todo iba a ir bien. Quería secar sus lágrimas y decirle que todavía quedaba alegría en el mundo, que todavía había luz y felicidad. Pero no creí que me escuchara. Donde ella estaba no había más que una oscuridad interminable sin esperanzas, repleta de miedo, dolor y fracaso.

Así que hice lo único que pude. Me retiré en silencio y la dejé con su llanto. A lo mejor la ayudaba a empezar a curarse.

A mí solo me sonaba a trozos de cristal que caían de una ventana hecha pedazos.

Mientras caminaba hacia la puerta principal, vi por el rabillo del ojo un pequeño movimiento a la izquierda. Jenny Sells estaba de pie en el vestíbulo, como una aparición silenciosa. Me contempló con unos ojos verdes luminosos, como los de su madre, como los de su tía muerta, cuyo nombre era el suyo. Me paré y me la quedé mirando, no sé por qué.

—Eres el mago —dijo con calma—. Eres Harry Dresden. Vi tu foto en el periódico una vez. En el Arcano.

Asentí.

Me estudió la cara durante un largo minuto.

—¿Vas a ayudar a mamá?

Era una pregunta sencilla, pero ¿cómo le dices a un niño que las cosas no son tan simples, que algunas preguntas no tienen respuestas tan fáciles o sencillamente no tienen respuesta?

Volví a mirar aquellos ojos que ya conocía demasiado bien y después aparté la vista rápidamente. No quería que viera qué tipo de persona era ni las cosas que había hecho. No le hacía falta.

—Voy a hacer todo lo que pueda para ayudar a tu madre.

Asintió.

—¿Me lo promete?

Se lo prometí.

Reflexionó sobre aquello un momento mientras me estudiaba. Después asintió.

—Mi padre antes era uno de los buenos, señor Dresden. Pero creo que ya no lo es. —Parecía triste. Tenía una expresión en la cara dulce, natural—. ¿Lo va a matar?

Otra pregunta sencilla.

—No me gustaría hacerlo —le contesté—, pero él quiere matarme. Quizá no me quede más remedio.

Tragó saliva y alzó el mentón.

—Yo quería mucho a mi tía Jenny —dijo. Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Mamá no se lo dirá y Billy es muy pequeño para entenderlo, pero sé lo que pasó.

Se dio la vuelta, con más gracia y dignidad de la que yo mismo pudiera tener y empezó a alejarse.

—Espero que sea uno de los buenos, señor Dresden. Es lo que más necesitamos ahora. Espero que no le pase nada.

Luego desapareció por el pasillo con los pies descalzos, silenciosos.

Me marché de la casa en las afueras tan rápido como pude. Las piernas me llevaron por la acera curiosamente silenciosa y me devolvieron a la esquina donde el taxista me estaba esperando, con el cuentakilómetros en marcha.

Me subí al taxi y le dije al conductor que me llevara hasta la cabina más cercana. Después cerré los ojos y me concentré para pensar. Con todo el dolor que sentía era bastante difícil. A lo mejor soy imbécil o algo así, pero odio ver a personas como Mónica o como la pequeña Jenny sufriendo de esa manera. No debería haber ese tipo de dolor en el mundo y cada vez que me lo encuentro, me saca de mis casillas. Me pone furioso y a la vez triste. No sabía si quería gritar o llorar. Quería romperle la cara a Victor Sells, pero también arrastrarme hasta la cama y esconderme bajo las mantas. Quería darle a Jenny un abrazo y decirle que todo iba a salir bien, aunque, sin embargo todavía tenía miedo, con todo apretado y ardiendo en mis tripas. Victor Sells, el de los demonios y las sombras, me iba a matar en cuanto empezara la tormenta.

—Piensa, Harry —me dije a mí mismo—. Piensa, maldita sea.

El taxista me miró extrañado por el retrovisor.

Até bien atados todos mis sentimientos, todo el miedo, toda la rabia. No tenía tiempo para que todas esas sensaciones me cegaran. Me hacía falta claridad, concentración y determinación. Necesitaba un plan.

Murphy. Murphy podría ayudarme. Podía avisarla de lo de la casa del lago y mandar a la caballería. Encontrarían allí un alijo del Tercer Ojo y entonces podrían arrestar a Victor como a cualquier otro traficante.

Pero ese plan tenía muchos fallos. ¿Y si Victor no almacenaba la droga en la casa del lago? ¿Y si escapaba de la policía? En ese caso, Mónica y sus hijos estarían en peligro. No solo eso, ¿y si Murphy no me escuchaba? Mierda, un juez no debería ordenar el registro de una propiedad privada porque lo pida un hombre que seguramente tenga una orden para su propio arresto. No solo eso, sino que la burocracia que significaba trabajar con las autoridades de Lake Providence en domingo, como mínimo, ralentizaría las cosas. No se resolvería a tiempo de salvarme, a tiempo de evitar que me arrancaran el corazón. No, no podía confiar en la policía.

Si hubiera ocurrido en cualquier otro momento, si no estuviera bajo sospecha para el Consejo Blanco, les informaría sobre Victor Sells y dejaría todo el asunto en sus manos. No es que fueran lo que se dice indulgentes con las personas que usan la magia de la forma que Victor la utilizaba, para invocar a demonios, para matar, para fabricar drogas. Era probable que hubiera quebrantado todas las leyes de la magia. El Consejo Blanco no perdería el tiempo en enviar a alguien como Morgan para acabar con Victor.

Pero yo tampoco lo haría. Estaba ya bajo sospecha gracias a la ceguera y la estrechez de miras de Morgan. El consejo se reuniría en cuanto amaneciera el lunes. Algunos de los otros miembros me hubieran escuchado, pero en aquellos instantes estarían viajando. No tenía forma de contactar con aquellos que me apoyaban, no podía pedirles ayuda. No había tiempo, de hecho, de intentar reunir a ninguno de mis aliados habituales.

Así que llegué a la conclusión de que dependía de mí, de mí solo. Daba que pensar.

Debía enfrentarme a Victor Sells, el profesional de la magia más fuerte al que nunca me había enfrentado, en su propio terreno, la casa del lago. Y encima tenía que hacerlo sin quebrantar ninguna ley de la magia. No podía matarlo con hechicería, pero debía detenerlo de alguna manera.

Las probabilidades parecían indicar que iba a morir, me enfrentara a él o no. ¡Así que a la mierda con ellas! Si iba a salir, no iba a ser gimiendo y quejándome sobre lo triste que era todo. Si Victor Sells quería quitar de en medio a Harry Blackstone Copperfield Dresden, iba a tener que restregarme su magia en la cara.

Esa decisión me animó de algún modo. Al menos sabía lo que iba a hacer ahora, hacía dónde iba a tirar. Decidí que necesitaba tener una ventaja, algo que sorprendiera a Victor, algo que no se esperara.

Ahora que sabía quién era, entendía un poco mejor la magia que había usado fuera de mi casa. Había sido potente, mortal, pero ni era sofisticada ni estaba bien controlada. Victor era poderoso, fuerte, un mago natural, pero no tenía práctica, no tenía formación. ¡Ojalá hubiera conseguido algo de él! Un mechón de pelo u otra cosa que pudiera utilizar en su contra. Quizá debí buscar en el baño cuando estuve en casa de Mónica, pero tenía la sensación de que no habría sido tan descuidado. Alguien que pasa tanto tiempo pensando en cómo usar ese tipo de cosas contra la gente sería el doble de paranoico para que nadie tuviera la oportunidad de usarlo contra él.

Y entonces se me ocurrió que sí que tenía algo de Victor. Tenía su talismán del escorpión en el cajón del escritorio en mi despacho. Era uno de sus artilugios, algo cercano y familiar. Podía utilizarlo para crear un vínculo con él, poner su propio poder en su contra para derrotarlo sin el menor esfuerzo, sin hacer preguntas.

Aún tenía una oportunidad. No estaba acabado, ni mucho menos.

El taxista se acercó hasta una estación de servicio y aparcó al lado de una cabina de teléfono. Le dije que me esperara un minuto y salí mientras buscaba en mi bolsillo una moneda de 25 centavos para llamar. Si resultaba que no vivía para llegar a mañana, quería asegurarme de que la jauría del infierno estuviera gruñendo detrás de Victor Sells, pisándole los talones.

Marqué el número de teléfono de Murphy en la comisaría.

Sonó varias veces y al final alguien contestó. La línea chisporroteaba, se oían interferencias y apenas pude averiguar con quién estaba hablando.

—Despacho de Murphy, le habla Carmichael.

—Carmichael —dije alto al auricular—. Soy Harry Dresden. Necesito hablar con Murphy.

—¿Qué? —dijo Carmichael.

Se oyó un chirrido de más interferencias. Maldita sea, los teléfonos siempre se me estropean en los peores momentos.

—No puedo oírlo. ¿Murphy? ¿Quiere hablar con Murphy? ¿De parte de quién? ¿Anderson, eres tú?

—Soy Harry Dresden —grité—. Tengo que hablar con Murphy.

—Eh —gruñó Carmichael—. No te oigo, Andy. Mira, Murphy ha salido. Se fue con una orden para registrar la oficina de Harry Dresden.

—¿Qué ella qué?

—Ha ido a la oficina de Harry Dresden —repitió Carmichael—. Dijo que volvería pronto. Oye, la línea está fatal, intenta llamarla más tarde.

Y me colgó.

Busqué otra moneda de veinticinco centavos con las manos temblorosas y marqué el número de mi oficina. Lo último que me faltaba era Murphy husmeando en mi despacho y puede que incautándose de cosas. Si ponía al escorpión como prueba, estaba perdido. No podría explicárselo a tiempo. Y si me veía cara a cara, estaría tan enfadada conmigo que solo me detendría y me dejaría allí toda la noche. Si eso sucedía, estaría muerto por la mañana.

Sonó un par de veces mi teléfono y después Murphy contestó. Se oía perfectamente.

—Oficina del señor Dresden, dígame.

—Murph —dije—. Gracias a Dios. Mira, tengo que hablar contigo.

Su enfado era casi audible.

—Ya es demasiado tarde para eso, Harry. Deberías haber venido a hablar conmigo esta mañana.

Oí que se movía. Empezó a abrir los cajones.

—Joder, Murph —dije, lleno de frustración—. Sé quién es el asesino. Oye, tienes que alejarte de ese escritorio. Podría ser peligroso.

Creía que le había dicho una mentira, pero mientras le hablaba me di cuenta de que era verdad. Recordé haber visto, o creer que había visto, que el talismán se había movido cuando lo examiné la otra vez. Tal vez no había imaginado nada.

—Peligroso —gruñó Murphy.

Oí cómo sacaba bolígrafos del primer cajón del escritorio y lo revolvía todo.

—Ya te diré yo lo que es peligroso. Joderme es peligroso, Dresden. Esto no es un juego, ya no puedo seguir confiando en tu palabra.

—Murphy —le dije intentando no alterar la voz—, tienes que confiar en mí, solo una vez más. Apártate del escritorio, por favor.

Hubo un silencio durante un instante. Oí que tomaba aire y lo soltaba por la boca. Unos segundos más tarde Murphy dijo con voz dura y profesional:

—¿Por qué, Dresden? ¿Qué estás ocultando?

Oí que abría el segundo cajón.

Se oyó un chasquido y una palabrota en señal de sobresalto lanzada por Murphy. El auricular cayó al suelo. Oí unos disparos terriblemente fuertes que pasaron silbando de rebote y después un grito.

—¡Joder! —le grité al teléfono—. ¡Murphy!

Colgué con fuerza el auricular y eché a correr hacia el taxi.

El perplejo taxista se me quedó mirando.

—Eh, tío, ¿dónde está el incendio?

Pegué un portazo al cerrar la puerta y le di la dirección de mi oficina. Saqué toda la calderilla que me quedaba y le dije:

—Hace cinco minutos que tendríamos que estar allí.

El taxista miró asombrado el dinero, se encogió de hombros y dijo:

—Los locos. Los taxistas siempre pillan a todos los locos.

Después arrancó dejando una nube de humo detrás de nosotros.