El taxi me dejó a una manzana de distancia de la casa de Mónica Sells en las afueras. Ya no me quedaba tiempo, ni dinero del préstamo de Murphy, ni paciencia, así que, sin perder un segundo, fui caminando por la calle hasta su casa.
Era una casita muy mona, de dos plantas, con un par de árboles jóvenes en el jardín de enfrente, que justo ahora empezaban a competir en altura con el edificio. Había un monovolumen en la entrada y una canasta de baloncesto, bastante usada. El césped estaba bastante alto, pero toda la lluvia que había caído últimamente lo justificaba. La calle era tranquila y tardé un tiempo en darme cuenta de que la mayoría de casas que había allí no estaban ocupadas. El cartel de «en venta» estaba en muchos de los jardines. Unas escasas cortinas cubrían las vacías y enormes ventanas, como telarañas. Para ser una calle con tantos árboles, apenas se oía el canto de los pájaros, ni el ladrido de un perro mientras caminaba por la acera.
En lo alto, las nubes cobraban densidad e iban acumulándose para formar otra tormenta.
En conjunto, parecía un lugar devastado, el sitio donde un brujo habría puesto su negocio. Caminé por el jardín de los Sells hasta la puerta principal.
Toqué al timbre y esperé.
No obtuve respuesta.
Llamé a la puerta y pulsé otra vez el timbre.
Siguieron sin contestar.
Apreté lo dientes y miré a mi alrededor. No vi a nadie, así que me volví a girar hacia la puerta y me preparé para usar un hechizo que la abriera.
Pero la puerta se entornó, unos quince centímetros. Mónica Sells estaba en el interior, escrutándome con la mirada, con sus ojos verdes. Llevaba unos vaqueros, una camisa sencilla de franela con las mangas remangadas y una badana en el pelo. No iba maquillada. Parecía más mayor, pero a la vez más atractiva de esa manera; creo que quizá porque era un aspecto más natural para ella, se acercaba más al tipo de persona que era en realidad, más que aquella ropa fina y las joyas que llevaba cuando visitó mi oficina. Se quedó pálida, helada.
—No tengo nada que decirle, señor Dresden —dijo—. Márchese.
—No puedo —le contesté.
Hizo ademán de cerrar la puerta, pero la bloqueé con la punta de mi bastón para evitar que se cerrara.
—Llamaré a la policía —dijo con la voz crispada.
Se apoyó contra la puerta para intentar que yo no entrara.
—Hágalo —gruñí y probé suerte— y les contaré lo de su marido y usted. —Estaba dando palos de ciego, pero qué cojones. Ella no sabía que yo no sabía qué coño estaba pasando.
Mis instintos dieron resultado. La oí tomar aire y sentí que aflojaba la resistencia que oponía. Puse el hombro contra la puerta, me apoyé con fuerza y ella se apartó hacia atrás sorprendida. No creo que esperara que fuese a usar la fuerza bruta para entrar en su casa. Dios, ni a mí se me hubiera ocurrido. No me di cuenta de lo enfadado que estaba hasta que vi con qué terror en los ojos levantó la vista. No sé qué aspecto tendría, pero no debía de ser muy agradable.
Me detuve. Cerré los ojos. Respiré hondo e intenté apaciguar mi ira. No me beneficiaría en nada perder el control.
Ella aprovechó el momento para ir a por el táser.
La oí moverse y abrí los ojos justo a tiempo para ver que agarraba del piano una caja negra de plástico del tamaño de un teléfono móvil y arremetía contra mí. Tenía la cara blanca, estaba asustada. Un rayo azul titilaba entre los bornes del táser mientras lo empujaba contra mi estómago.
Arrastré mi bastón en vertical de derecha a izquierda, el zumbante aparato me pasó de largo, junto con ella, y golpeó el marco de la puerta detrás de mí. Me escabullí por su lado hacía el salón y me giré para mirarla mientras ella se recuperaba y se daba la vuelta.
—No permitiré que les hagas daño —gruñó—. Ni tú, ni nadie. Te mataré antes de dejar que los toques, brujo.
Volvió a lanzarse sobre mí. La furia había sustituido al terror en sus ojos, lo que me recordó a Murphy por un segundo. Por primera vez, me estaba mirando a la cara. Era la primera vez que se olvidaba de apartar los ojos y en aquel momento pude ver su interior.
Todo pareció ralentizarse durante un rato. Tuve tiempo de verle el color de los ojos, las facciones de la cara, de darme cuenta de dónde los había visto antes, por qué me era tan familiar. Me dio tiempo a ver, detrás de su mirada, el miedo y el amor que motivaba cada movimiento que hacía, cada paso que daba. Vi por qué había ido hasta mí, por qué tenía miedo. Vi su pena y su dolor.
Todas las piezas encajaban. Después de conocer los sentimientos que la guiaban, el tremendo amor que mostraba incluso ahora, todo parecía totalmente obvio y me sentía estúpido por no habérmelo imaginado hace unos días.
—Pare —dije, o intenté decirle, antes de que me diera con el arma de rayos en el pecho. Solté el bastón y el cetro, que sonó al caer la madera al suelo, y la agarré por las muñecas. Ella levantó el táser, me lo puso delante de la cara y yo dejé que lo hiciera.
Estaba a unos 7 centímetros de distancia. La luz me brillaba en los ojos. Entonces tomé aire y lo eché hacia el arma junto con un soplo de Voluntad. Salió una chispa, una pequeña bocanada de humo y el trasto dejó de funcionar en sus manos, como al parecer hace cualquier otro aparato eléctrico cuando yo estoy por en medio. Vaya, ya me extrañaba a mí que hubiera tardado tanto en estropearse; y aunque no lo hubiera hecho, no tenía ningún problema en lanzarle un maleficio para que se quedara inútil.
Continué sujetándole las muñecas, pero la fuerza que hacía con el brazo había disminuido hasta quedarse en nada. Me estaba mirando fijamente a la cara, con los ojos muy abiertos por la impresión del encuentro de nuestras miradas. Empezó a temblar y se le cayó el inutilizado táser de los dedos sin fuerzas. Traqueteó al chocar contra el suelo. La solté y ella se me quedó mirando, sin más.
Yo también temblaba. Una mirada nunca es algo simple o agradable. Dios, a veces odiaba tener que vivir con eso. No quería saber que abusaron de ella cuando era una niña. Que se había casado con un hombre que le daba más de lo mismo, como adulta. Que la única esperanza o luz que veía en su vida eran sus dos hijos. No había tenido tiempo de ver todas sus razones, toda su lógica. Todavía no sabía por qué me había metido en todo aquel asunto; aunque sí supe, al final, que era porque amaba a sus dos hijos.
Eso era todo lo que necesitaba, esa y otra conexión, el acuciante parecido a alguien que había observado cuando visitó mi oficina. A partir de ahí el resto se aclaró.
Mónica Sells tardó un instante en recuperarse. Lo hizo a una velocidad sorprendente, como si fuera una mujer acostumbrada a ponerse la máscara otra vez después de haberla tirado.
—Lo… lo siento, señor Dresden. —Alzó la barbilla y me contempló con un orgullo frágil y herido—. ¿Qué es lo que quiere?
—Un par de cosas —le contesté. Me agaché para recoger mi bastón y mi cetro—. Quiero recuperar mi mechón de pelo. Quiero saber por qué vino a mí el pasado jueves, por qué me ha metido en este lío; y quiero saber quién mató a Tommy Tomm, a Jennifer Stanton y a Linda Randall.
Los ojos de Mónica se volvieron más anodinos todavía y se puso pálida.
—¿Linda está muerta?
—La mataron la otra noche —le conté—, y alguien tiene pensado quitarme de en medio del mismo modo a la primera oportunidad que se presente.
Fuera, a gran distancia, retumbó un trueno. Se preparaba otra tormenta. Estaba formándose lentamente. Cuando llegara a la ciudad, sería hombre muerto. Así de simple.
Me volví en dirección a Mónica Sells y su cara me lo dijo todo. Ella sabía lo de las tormentas tan bien como yo. Lo sabía y tenía una especie de frustración triste y cansada en los ojos.
—Tiene que marcharse, señor Dresden —me aconsejó—. No puede estar aquí cuando… Tiene que marcharse antes de que sea demasiado tarde.
Di unos pasos hacia ella.
—Usted es la única oportunidad que me queda, Mónica. Ya le pedí una vez que confiara en mí. Tiene que hacerlo otra vez. Tiene que saber que no he venido a aquí a hacerle daño ni a usted ni a sus…
Se abrió una puerta en el pasillo detrás de Mónica. Una chica en la última y torpe etapa de la preadolescencia, con el pelo del color de su madre, se asomó a ver qué pasaba.
—¿Mamá? —dijo con voz temblorosa—. ¿Mamá, estás bien? ¿Quieres que llame a la policía?
Un niño, uno o dos años menor que su hermana, asomó también la cabeza. Llevaba una pelota de baloncesto bastante usada en las manos y le daba vueltas con movimientos nerviosos.
Me di la vuelta hacia Mónica. Tenía los ojos cerrados. Unas lágrimas afloraron y empezaron a bajar por sus mejillas. Tardo un instante, pero tomó aire y le habló a la chica con una voz clara y calmada, sin darse la vuelta.
—Estoy bien —le contestó—. Jenny, Billy, volved a vuestra habitación y cerrad la puerta. Lo digo en serio.
—Pero mamá… —empezó a decir el niño.
—Ahora mismo —ordenó Mónica con la voz forzada.
Jenny puso una mano por encima del hombro de su hermano.
—Vamos, Billy.
Me miró durante un instante. Tenía ojos de persona mayor y sabía demasiado para una niña de su edad.
—Venga.
Desaparecieron los dos en su habitación y cerraron la puerta detrás de sí.
Mónica esperó a que se marcharan y después rompió a llorar.
—Por favor, por favor, señor Dresden. Tiene que marcharse. Si está aquí cuando la tormenta llegue, si él sabe que…
Ocultó la cara entre sus manos e hizo un sonido gutural y silencioso.
Me acerqué a ella. Necesitaba su ayuda. Por grande que fuera el dolor que llevaba dentro, por intensa que fuera la agonía que estaba pasando, tenía que obtener su ayuda; y creía conocer los nombres que debía invocar para conseguirla.
A veces puedo llegar a ser todo un cabronazo.
—Mónica, por favor. Estoy entre la espada y la pared. No tengo otra salida. Todo lo que tengo me trae hasta aquí. Hasta usted. Ya no tengo tiempo para esperar. Necesito su ayuda antes de que acabe como Jennifer, Tommy y Linda.
Busqué su mirada y ella me miró sin apartar la vista.
—Por favor, ayúdeme.
Observé sus ojos, vi el miedo, el dolor y el cansancio que había allí dentro. Vi cómo me miraba mientras la presionaba y le pedía que sacara más de lo que podía permitirse ofrecer.
—Muy bien —suspiró. Se dio la vuelta y caminó hacia la cocina—. Muy bien. Le contaré lo que sé, mago. Pero no puedo hacer nada para ayudarlo. —Se paró en la puerta y me miró. Las palabras cayeron por el peso de la convicción. Era la pura verdad—. Nadie puede hacer nada ya.