¿Alguna vez has estado desesperado? ¿Con una desesperación absoluta? ¿Alguna vez te has quedado en la oscuridad y has sabido, en el fondo de tu corazón, de tu alma, que nunca jamás iba a mejorar la situación? ¿Qué algo se había perdido para siempre y que no iba a volver?
Así era como estaba cuando salí del Varsity, mientras caminaba bajo la lluvia. Cuando estoy confundido, cuando no puedo pensar, cuando estoy agotado, tengo miedo y me siento muy, muy solo, doy paseos. Eso es una de las cosas que hago. Camino y camino, y tarde o temprano aparece algo que impide que salte de un edificio.
Así que paseé. Si miro hacia atrás, me doy cuenta de que fue bastante estúpido ponerme a caminar por Chicago a aquellas horas un sábado por la noche. No alcé la vista muchas veces. Caminé y dejé que las cosas dieran vueltas por mi cabeza, con las manos en los bolsillos del guardapolvos que se agitaba alrededor de mis largas piernas mientras la llovizna me empapaba el pelo poco a poco.
Me acordé de mi padre. A menudo pienso en él cuando estoy alicaído. Era un buen hombre, generoso y un perdedor rematado. Un mago del espectáculo en un momento en que la tecnología producía más magia que la magia nunca tuvo mucho que ofrecer a su familia. Se pegaba la mayoría del tiempo en la carretera, actuando en salas en decadencia e intentar ganarse la vida para mi madre. No estaba cuando nací.
No estaba allí cuando ella murió.
Apareció más de un día después de que yo naciera. Me dio los nombres de tres magos, después me llevó con él, a la carretera, y entreteníamos a niños y jubilados, actuábamos en los gimnasios de los colegios y en almacenes de tiendas de ultramarinos. Siempre era generoso, amable, con más buen corazón y más dadivoso de lo que en realidad nos podíamos permitir. Siempre estaba un poquito triste. Me enseñaba fotos de mi madre y hablaba de ella cada noche. Me hizo sentir que casi la conocía.
Cuanto más mayor me hacía, ese sentimiento aumentaba. Creo que veía a mi padre como ella lo hubiera hecho: un hombre adorable, dulce y tierno. Un poco infantil, pero honrado y buena persona. Alguien que se preocupaba por los demás y que no ponía por encima de todo las ganancias materiales. Me di cuenta de por qué lo amaba ella.
No tuve que esperar a ser mayor para ser su ayudante, como me había prometido. Murió mientras dormía una noche. Un aneurisma, dijeron los médicos. Me lo encontré frío, sonriendo. Quizá había soñado con madre cuando murió. Mientras le miraba, de repente me sentí, por primera vez en mi vida, completa y totalmente solo. Algo se había ido para no volver, se había vaciado un agujerito dentro de mí que nunca jamás volvería a llenarse.
Así me sentía aquella noche lluviosa de primavera en Chicago, caminando por las calles, con el aliento convertido en vaho, mientras mi bota derecha crujía a cada paso que daba y los pensamientos ocupados por los muertos.
Supongo que no debería haberme sorprendido cuando después de horas andando, mis pasos me llevaron de vuelta al piso de Linda Randall. La policía se había ido, las luces estaban apagadas y los embobados vecinos ya estaban a gusto en sus camas. Estaba todo muy tranquilo en el complejo de apartamentos. El alba todavía no había teñido el cielo, pero en algún sitio, en el alféizar o en el nido de un tejado, gorjeaba un pájaro.
Estaba al límite de mis fuerzas y de mis recursos. No había pensado en nada, no había tenido ninguna idea magnífica. El asesino perfeccionaría el hechizo para matarme la próxima vez que hubiera tormenta a la que recurrir y, a juzgar por el viento que hacía, podría ser en cualquier momento. Si no acababa conmigo, sin duda Morgan tendría preparado al Consejo Blanco para que me ejecutara al amanecer del lunes. El cabrón ya estaría presionando. El asunto llegaba hasta el Consejo y yo no tendría la menor oportunidad.
Me apoyé contra la puerta del apartamento de Linda. Estaba precintada con la cinta negra y amarilla en la que se podía leer «POLICÍA, NO PASAR». No me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que ya había lanzado un hechizo que abrió la puerta, aflojado la tira de cinta amarilla que estaba más baja y entrado en el piso.
—Esto es ridículo, Harry —me dije a mí mismo.
Supongo que no tenía ganas de escuchar. Di una vuelta por la casa de Linda, oliendo su perfume y su sangre. Todavía no habían venido a limpiarla. Seguramente el administrador de la finca se tendría que encargar de eso más tarde. Nunca te enseñan esta clase de detalles en las películas.
Al final, me encontré tirado en el suelo, sobre la alfombra que había a la gran cama de Linda Randall. Me quedé acurrucado a un lado, con la espalda apoyada en la cama y la cara mirando hacia las puertas de cristal correderas que daban a un pequeño patio asfaltado. No me apetecía moverme, ni ir a ningún sitio, ni hacer nada. No había servido para nada, todo había sido inútil. Iba a morir en un par de días.
Lo peor de todo era que no estaba seguro de si me importaba. Estaba muy cansado, agotado por toda la magia que había usado, por la caminata, por los moratones de los puñetazos y la falta de sueño. Estaba oscuro. Todo estaba oscuro.
Debí de quedarme dormido. Lo necesitaba después de todo lo que había ocurrido. No recuerdo nada más, hasta que hubo demasiada claridad en mis ojos.
Parpadeé y levanté la mano para protegerme de la luz, con los ojos cerrados. Las mañanas nunca han sido mi momento preferido y el sol había salido por encima de los tejados de los edificios en la calle, el sol alegre de primavera que atravesaba las cortinas de Linda, mis pestañas y llegaba hasta mi cerebro. Refunfuñé no sé qué, me di la vuelta, de cara a la tranquila oscuridad bajo la cama de Linda, de espaldas a la cálida luz.
Pero no volví a dormirme. En lugar de hacerlo, empecé a indignarme conmigo mismo.
—¿Qué coño estás haciendo, Harry? —me pregunté en voz alta.
—Acostarme para morir —me contesté de mala gana.
—¡Y un cuerno! —exclamó mi parte sensata—. Levanta del suelo y ponte a trabajar.
—No quiero. Estoy cansado. Vete.
—No estás tan cansado como para hablar solo. Así que no estás demasiado cansado como para sacar tu culo de la boca del lobo. Abre los ojos —me dije con firmeza.
Encorvé los hombros, sin querer obedecer pero sabiendo que era un error, y abrí los ojos. La luz del sol había convertido el piso de Linda Randall en un sitio casi alegre, recubierto de una pátina de oro, aún vacío, por cierto, pero cálido por unos pocos buenos recuerdos. Vi por allí cerca un anuario del instituto, debajo de la cama, con unas cuantas fotos que servían como marcadores. También había una fotografía enmarcada de una Linda Randall mucho más joven, que sonreía llena de felicidad, sin signos del cansancio hastiado que había visto en ella, vestida con el traje de graduación entre una pareja de aspecto agradable de unos cincuenta y tantos. Supuse que eran sus padres. Parecía contenta.
Y justo en el borde de un pequeño rayo de luz perdido, uno que ya se retiraba cuando el sol salía entre los edificios, había un pequeño cilindro de plástico de color rojo con una tapa gris.
Mi salvación.
Lo saqué de debajo de la cama. Estaba temblando. Sacudí el bote e hizo ruido. Había un rollo de película dentro. Abrí el bote y volqué el carrete en mi mano. Habían retirado el principio del carrete del estuche y había fotografías en la película, pero todavía no se habían revelado. Volví a cerrar el rollo y busqué en el bolsillo de mi abrigo para sacar el otro bote, el que había encontrado en la casa del lago de Victor Sells. Eran muy parecidos.
La cabeza me daba vueltas. Tenía una nueva pista. Todo un abanico de posibilidades se había abierto ante mí, era mi oportunidad para salir vivo de esta, para atrapar al asesino y salvar todo lo que había empezado a irse al traste.
Sin embargo, todavía no estaba claro del todo. No estaba seguro de lo que estaba pasando, pero tenía una posible conexión entre la investigación de asesinato y el caso del marido desaparecido de Mónica Sells, Victor. Ahora tenía otra pista que seguir, pero no tenía demasiado tiempo. Tenía que levantarme, ponerme de pie e irme, rápido. Un mago de valía siempre sale adelante.
Me levanté, agarré mi bastón y el cetro y me puse en marcha hacia la puerta. Lo último que me hacía falta era que me pillaran en la escena del crimen sin autorización. Podía acabar arrestado y retenido, y estaría muerto antes de que pudiera obtener la fianza. Ya estaba pensando con anticipación. Mi cabeza iba un paso por delante, intentando encontrar al fotógrafo que había estado en la casa de veraneo de Victor Sells, revelando aquellas fotos para ver si había algo en ellas que explicara la muerte de Linda Randall.
Fue entonces cuando oí un ruido y me detuve. Lo oí otra vez, era un chirrido silencioso.
Alguien giró la llave en la cerradura de la puerta de entrada al piso y la abrió.