Acabamos en el Varsity, un club a las afueras de Chicago del que era dueño Marcone. Era un local concurrido, dirigido a los universitarios que se encontraban por aquella zona de la ciudad; incluso a la una y media de la mañana todavía estaba bastante abarrotado de gente para ser un sitio tan aislado, en un centro comercial, el único negocio abierto a aquellas horas de la noche, el único que se veía con las luces encendidas.
—Está loco —murmuró el taxista mientras se marchaba. Me detuve un momento y pensé lo mismo que él. Le había dirigido por un camino serpenteante, pues el hechizo que había lanzado me había permitido seguir literalmente el rastro del cojo. El sortilegio había empezado a desvanecerse casi en el momento que lo había lanzado, pues no tenía bastante sangre para realizar un encantamiento que durara más tiempo; pero a mí ya me iba bien, había aguantado lo suficiente para apuntar directo al Varsity y para reconocer el coche del cojo en el aparcamiento. Pasé por delante de las ventanas y, en efecto, en un reservado grande y circular al fondo vi a Johnny Marcone, al cuellicorto señor Hendricks, al cojo y a Spike sentados juntos, hablando. Sin perder un segundo, me escabullí antes de que notaran mi presencia. Después volví al aparcamiento para considerar qué tenía a mi disposición: un brazalete en cada muñeca, un anillo, mi cetro mágico y mi bastón.
Pensé en todas las sutiles artimañas con las que podría inclinar la balanza a mi favor: ilusiones ingeniosas, apagones o cortes de agua oportunos, una invasión repentina de ratas o cucarachas… Podía conseguir cualquiera de estas cosas. No hay muchas personas que usen la magia y sean tan versátiles, pero aún son menos las que tengan la experiencia y la formación necesaria para juntar todos esos hechizos en un abrir y cerrar de ojos.
Agité la cabeza, irritado. No tenía tiempo de ser sutil.
Entonces tendría que otorgarle poder a los talismanes. Darle poder al anillo. Busqué la fuerza en el bastón y el cetro, la energía tranquila de la madera y la cólera hirviente del fuego, y me dirigí a la puerta principal del Varsity.
Hice saltar por los aires las bisagras.
Más que entrar por la puerta, la hice estallar. Los trozos volaron hacia mí y rebotaron en el escudo de aire que tenía delante, mientras otros pedazos me caían por detrás, hacia el aparcamiento. No quería hacerle ningún daño al grupo de comensales inocentes al otro lado. Solo se tiene una oportunidad para dar una buena primera impresión.
En cuanto desapareció la puerta, dirigí mi cetro hacia el interior y le dicté una orden. La máquina de discos salió disparada contra la pared como si le hubiera alcanzado una bala de cañón y después se deshizo en un charco de pringoso plástico. La música chirrió por los altavoces y se paró. Entré en el local y liberé una onda de energía acumulada de mi anillo. Empezando por la puerta y después por toda la sala, empezaron a estallar las bombillas con pequeñas y repentinas detonaciones y lluvias de cristal en polvo y trocitos brillantes de filamento. Las personas sentadas en la barra y en las mesas de madera se dispersaron por el local o se escondieron debajo de las mesas en medio de toda aquella confusión. Unos cuantos se escabulleron por la puerta de incendios al fondo en uno de los laterales de la sala. Luego, se hizo un profundo silencio repentino. Todos se quedaron inmóviles y miraron hacia la entrada, donde estaba yo.
En la mesa del fondo, Johnny Marcone me contemplaba con sus ojos indiferentes y del color del dinero. No estaba sonriendo. El señor Hendricks, a su lado, me fulminó con la mirada y su única ceja se bajó tanto que apenas le permitió ver. Spike se quedó mudo y pálido. El cojo se me quedó mirando, aterrorizado. Ninguno de ellos hizo ni un solo movimiento, ni un solo ruido. Supongo que ver a un mago desatado te puede provocar reacciones así.
—¡Cerdito, cerdito, déjame entrar! —exclamé en medio de aquel silencio.
Planté mi bastón en el suelo y escruté a Marcone.
—Me gustaría hablar contigo un momento, John.
Marcone se me quedó mirando durante unos instantes y luego las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.
—Tiene un modo muy particular de persuadir, señor Dresden.
Se levantó y habló en voz alta a la habitación sin perderme de vista. Debería haber estado enfadado, pero la coraza glacial lo ocultaba.
—Damas y caballeros, al parecer, el Varsity hoy cierra pronto. Por favor, desalojen el local en orden por la puerta más cercana. No se preocupen de sus cuentas. Señor Dresden, si es tan amable de apartarse de la entrada para que mis clientes puedan salir…
Me hice a un lado. El local se despejó rápidamente, salieron los clientes y el personal, y me dejaron solo con Marcone, Hendricks, Spike y el cojo. Ninguno de ellos se movió mientras esperaban que los clientes, los testigos, salieran. El cojo empezó a sudar. La expresión de Hendricks no cambió. El grandullón tenía tanta paciencia como un puma y parecía listo para saltar encima del confiado ciervo.
—Quiero que me devuelvan mi pelo —dije en cuanto la última pareja de universitarios salió zumbando por la puerta.
—¿Perdone? —dijo Marcone.
Inclinó la cabeza hacia un lado. Parecía realmente desconcertado.
—Ya me ha oído —contesté—, ese pedazo de basura suya —giré mi cetro hacia arriba y señalé con él al cojo— me cogió por sorpresa fuera de una estación de servicio al otro lado de la ciudad y me cortó un mechón de pelo. Quiero que me lo devuelva. No me van a eliminar como a Tommy Tomm.
De repente, los ojos de Marcone brillaron llenos de rabia. Era un brillo frío, horrible y del color del dinero. Giró la cabeza con calma en dirección al cojo.
La cara ancha de este se le puso aún un poco más pálida. Pestañeó para quitarse una gota de sudor de los ojos.
—No sé de qué está hablando, jefe.
La mirada de Marcone seguía fija.
—Supongo, señor Dresden —dijo—, qué tendrá algún tipo de prueba.
—Mire en su muñeca izquierda —le sugerí—, tiene unas cuantas marcas de uñas en la piel, de cuando le agarré.
Marcone asintió, con aquellos ojos fríos de tigre sobre el cojo, y dijo casi con tacto:
—¿Y bien?
—Está mintiendo, jefe —protestó el cojo. Se pasó la lengua por los labios—. Por Dios, estas marcas que tengo me las hizo mi novia. Él lo sabía. Ya sabe lo que dicen, es uno de verdad, sabe cosas.
Las piezas del puzzle comenzaban a encajar.
—Fuera quien fuera el que mató a Tommy Tomm sabe que le sigo la pista —dije—. Es su rival, el que sea que esté vendiendo el Tercer Ojo. El cojo debe de tener un trato muy jugoso para volverse en su contra. Le ha estado facilitando información a la competencia desde el principio y haciendo recados para ella.
El cojo no podía hacer una jugada para salvar su vida. Se me quedó mirando aterrorizado y sacudió la cabeza como protesta.
—Hay una manera fácil de solucionar esto —convino Marcone con voz calmada y uniforme—. Lawrence, muéstrame tu muñeca.
—Está mintiendo, jefe —repitió Lawrence, el cojo, pero le temblaba la voz—. Solo intenta liarle.
—Lawrence —dijo Marcone con el típico tono de voz suave que usaría un padre con su hijo.
Lawrence el cojo sabía que se había acabado. Vi la decisión desesperada en su rostro incluso antes de que se moviera.
—¡Mentiroso! —me gritó.
Se levantó y sacó la mano de debajo de la mesa. Me dio tiempo a darme cuenta de que llevaba un revólver en la mano, uno casi igualito a mi 38 milímetros, antes de que empezara a disparar.
Pasaron muchas cosas a la vez. Levanté la mano, centrando mi voluntad sobre el brazalete de diminutos escudos de estilo medieval que llevaba en la muñeca, y reforcé las energías protectoras que me rodeaban. Las balas chocaron contra ellas, acompañadas de un silbido, y saltaron chispas en la oscuridad del restaurante.
Spike dio un buen salto y se quedó agachado con una pequeña automática de las Uzi en la mano. Hendricks fue más despiadado y directo y reaccionó con los instintos de ciega violencia de un salvaje. Con una mano, el enorme guardaespaldas tiró a Marcone hacia atrás, y puso todo su cuerpo entre el jefe de la banda y Lawrence, el cojo. Con la otra mano, sacó una semiautomática compacta.
Lawrence, el cojo, giró la cabeza y vio a Hendricks con el arma. Le entró el pánico y apuntó con su pistola al hombre más corpulento.
Hendricks le disparó con una eficacia despiadada: el sonido de tres golpes secos, tres destellos de luz de la boca del arma. Los dos primeros disparos le dieron al cojo en el centro del pecho y le hicieron retroceder un par de pasos. El tercero le dio justo encima de la ceja derecha. Echó la cabeza atrás y se cayó al suelo.
Lawrence, el cojo tenía los ojos oscuros, como los míos. Se los vi. Giró la cabeza hacia mí mientras permanecía tumbado en el suelo. Le vi pestañear, dos veces. Después, la luz desapareció, junto con él.
Me quedé allí durante un rato, aturdido. Hubiera habido o no una entrada a lo grande, eso no era lo que había esperado que ocurriera. No quería matar a nadie. Mierda, no quería que nadie muriera, ni ellos ni yo. Me sentía mal. Había sido una especie de juego, una competición machista de sentido de la teatralidad que estaba decidido a ganar. De pronto, dejó de ser un juego y solo quería salir de allí con vida.
Todos nos quedamos allí sin que nadie se moviera. Entonces Marcone dijo debajo de Hendricks:
—Lo quiero vivo. Antes tiene que contestar muchas preguntas.
Hendricks frunció el entrecejo y se levantó alejándose de Marcone.
—Perdone, jefe.
—No importa, señor Hendricks. Es preferible pecar de cauteloso, supongo.
Marcone se puso en pie, se estiró la corbata y después se arrodilló ante el cadáver. Le tomó el pulso en el cuello, luego en la muñeca y sacudió la cabeza.
—Lawrence, Lawrence. Te hubiera pagado el doble de lo que te ofrecían si me lo hubieras contado. Nunca fuiste muy listo, ¿eh?
Después, sin mostrar en su cara ningún otro sentimiento de los que había tenido aquella noche, Marcone subió la manga izquierda de Lawrence, el cojo, y estudió la muñeca del hombre. Frunció el entrecejo y bajó el brazo de nuevo, meditabundo.
—Al parecer, señor Dresden —afirmó—, tenemos el mismo enemigo. —Volvió a fijarla vista en mí—. ¿Quién es?
Negué con la cabeza.
—No lo sé. Si lo supiera no estaría aquí. Pensé que igual era usted.
Marcone alzó las cejas.
—Debería conocerme mejor, señor Dresden.
Esta vez fui yo quien arrugó el entrecejo.
—Tiene razón. Debería.
Los asesinatos habían sido más sanguinarios, más salvajes de lo que Marcone habría estado dispuesto a hacer. Los competidores debían eliminarse, pero no tendría sentido hacer de esto un producto. Desde luego, no había razón para matar a inocentes como Linda, como Jennifer Stanton. Era poco eficiente, no era bueno para el negocio.
—Si tiene algo suyo, puede cogerlo sin ningún problema, señor Dresden —dijo Marcone—. Mejor que se dé prisa. Creo que el Varsity ya ha visto su última multitud. Es una lástima.
Fue difícil, pero pasé por encima del cuerpo de Lawrence, el cojo. Tuve que dejar a un lado mi bastón y mi cetro mágico para revolver en los bolsillos del cadáver. Me sentía como un morboso, agachado encima de un muerto, sacándole lo que era valioso para mí.
No encontré mi pelo por ningún sitio. Levanté la vista para mirar a Marcone y él me devolvió la mirada sin ninguna emoción aparente.
—Nada —le dije.
—Interesante. Debió de pasarle en material en cuestión a alguien antes de venir aquí —dijo Marcone.
—O quizás a alguien después de llegar aquí.
Marcone negó con la cabeza.
—Estoy segurísimo de que no hizo eso. Lo hubiera notado.
—Le creo —le dije y de verdad le creía—. ¿Pero a quién?
—A nuestro enemigo —contestó Marcone—. Es obvio.
Cerré los ojos y de repente flaqueé de cansancio.
—Maldita sea.
Marcone no dijo nada. Se levantó y le dio un par de órdenes silenciosas a Hendricks y a Spike.
Hendricks limpió su arma con una servilleta y luego la dejó sobre el suelo. Spike fue hasta detrás de la barra y empezó a hacer algo relacionado con un cable y una botella de whisky.
Recogí mi bastón y el cetro, me levanté y me di la vuelta hacia Marcone.
—Dígame qué más sabe. Si voy a atrapar a ese tío, necesito todo lo que tenga.
Marcone lo tuvo en cuenta y asintió.
—Sí, es cierto. Por desgracia, eligió un foro público para esta discusión. Usted se ha erigido como mi enemigo a los ojos de cualquiera que estuviera mirando. Por muy comprensibles que hayan podido ser sus razones, queda el hecho de que me ha desafiado en público. No puedo dejarlo estar, sean cuales sean mis sentimientos personales, sin provocar más de lo mismo. Debo mantener el control. No es nada personal, señor Dresden, Son negocios.
Tensé la mandíbula, agarré con fuerza mi cetro y me aseguré de que el escudo todavía estaba allí, listo para protegerme.
—¿Y qué va a hacer al respecto?
—Nada —contestó—. No necesito hacer nada. O le matará nuestro enemigo, en cuyo caso no necesito arriesgarme ni yo ni a mi gente para eliminarle, o usted le encontrará a tiempo y le derrotará. Si le vence, le haré entender a cualquiera que pregunte que lo hizo a instancias mías, por lo que estaré de acuerdo en olvidar esta noche. Sea de la forma que sea, me beneficia mucho más esperar a ver qué pasa.
—Si me mata —señalé—, si soy el próximo al que arranca el corazón, seguirá sin saber dónde está. Lo tendrá más difícil para eliminarle y proteger su negocio.
—Cierto —dijo Marcone. Después sonrió, lo que duró solo una fracción de segundo—. Pero creo que usted no es una presa tan fácil. Creo que aunque llegue a matarlo, se revelará de alguna forma. Desde el encuentro que tuvimos el otro día, tengo la sensación de saber qué tipo de cosas buscar.
Le miré con el ceño fruncido, me di la vuelta para marcharme y caminé con dinamismo hada la puerta.
—Harry —dijo.
Me paré y me volví.
—Un comentario personal: de todas formas, no sé nada de lo que pudiera sacar provecho. De los suyos, todos los que nos llevamos, ninguno reveló nada. Fíjese hasta dónde llega su miedo. Parece que nadie sabe de dónde viene la droga, de qué está hecha o dónde trabaja esa persona. En las sombras, dicen; que siempre está en las sombras. Eso es todo lo que he averiguado.
Contemplé a Johnny Marcone por un momento y después asentí, una vez.
—Gracias.
Se encogió de hombros.
—Buena suerte. Creo que sería mejor si usted y yo no nos volviéramos a encontrar en el futuro. No permitiré más intromisiones en mis asuntos.
—También creo que es una buena idea.
—Perfecto. Está bien tratar con alguien comprensivo.
Y después se dio la vuelta hacia los dos hombres que le quedaban, dejando detrás de él el cadáver de Lawrence, el cojo, en el suelo.
Me volví y salí del local caminando con dificultad, hacia la noche, hacia la fría lluvia nebulosa. Todavía me encontraba mal y aún podía ver los ojos de Lawrence, el cojo, cuando murió. Todavía podía oír en mi cabeza la risa ronca de Linda Randall. Todavía lamentaba haber mentido a Murphy y seguía teniendo la intención de no contarle nada más de lo que ya le había dicho. Todavía no sabía quién intentaba matarme y no tenía ninguna defensa que presentar al Consejo Blanco.
—Afrontémoslo, Harry —me dije—, aún estás bien jodido.