Capítulo 14

Susan tiró de mi cuello y me agarró la cabeza para besarme. Mientras me daba besos, bien. Era, mmm, sumamente interesante. Muy apasionados, desinhibidos, sin una pizca de timidez o duda. Al menos por parte de ella. Un minuto más tarde, cuando me separé para coger aire, los labios me picaban por la intensidad del momento y ella me miraba con ojos ardientes.

—Tómame, Harry. Te necesito.

—Eeeh… Susan. No es muy buena idea en este momento.

La pócima le había afectado mucho. No me extrañaba que se hubiera recuperado del pánico que sentía de tal manera que había vuelto a subir las escaleras y había disparado con mi arma al demonio. Sus inhibiciones habían disminuido a tal nivel que también se habían calmado sus miedos.

Los dedos de Susan pasearon por mi cuerpo y le brillaron los ojos.

—Tu boca dice que no —susurró—, pero esto dice que sí.

Me levanté, tragué saliva, intentando mantener mi equilibrio y quitarme su mano de encima al mismo tiempo.

—Eso siempre dice cosas estúpidas —le aclaré. No atendía a razones. La pócima le había puesto la libido a tope—. ¡Bob, ayúdame a salir de aquí!

—Estoy atrapado en la calavera —dijo Bob—. Si no me dejas salir, no puedo hacer gran cosa, Harry.

Susan se puso de pie para morderme la oreja, colocó uno de sus muslos bien torneados alrededor del mío y empezó a gimotear y a empujarme hacia el suelo. Me tambaleé. Un círculo de casi un metro no es lo bastante grande como para luchar, hacer gimnasia u… otra cosa, sin dejar nada que sobresalga para que un demonio expectante lo mordisquee.

—¿Sigue ahí la otra pócima? —pregunté.

—Sí —contestó Bob—, la vi cuando se cayó al suelo. También podría lanzártela.

—Vale —le dije, cada vez más excitado. Todavía podía salir vivo de aquel sótano—. Te voy a dejar salir cinco minutos. Quiero que me lances la pócima.

—No, jefe —dijo Bob con la voz llena de alegría.

—¿No? ¡¿No?!

—O me dejas salir veinticuatro horas o nada.

—¡Joder, Bob! ¡Yo soy el responsable de lo que hagas si te dejo salir! ¡Ya lo sabes!

Susan me susurró al oído «no llevo ropa interior» e intentó hacerme algo así como una llave de artes marciales para tirarme al suelo. Me balanceé, perdí el equilibrio, y apenas pude apañármelas para evitarla. Los ojos saltones del demonio se entrecerraron y se puso de pie, preparado para saltar sobre nosotros.

—¡Bob! —chillé—. ¡Maldito tramposo!

—¡Intenta vivir en una vieja calavera huesuda durante unos cien años, Harry! ¡También querrías salir fuera de vez en cuando!

—¡Vale! —grité, con el corazón en la garganta mientras perdía otra vez el equilibrio—. ¡Vale! ¡Pero asegúrate de darme la pócima! Tienes veinticuatro horas.

—Asegúrate de que la coges —replicó Bob y un torrente de luz anaranjada salió de las dos cuencas de los ojos de la calavera hacia la habitación. Después, bajaron en picado en una nube alargada sobre la botella con la pócima que estaba tirada en el suelo en la otra punta del laboratorio, la recogieron y me la lanzaron. La alcancé con la mano libre, estuve a punto de perderla durante un segundo, pero la sujeté bien otra vez.

Las luces naranjas, que eran la forma del espíritu de Bob, brincaron un poco, subieron por la escalera, salieron del laboratorio y desaparecieron.

—¿Qué es eso? —murmuró Susan con los ojos aturdidos.

—Otro trago —la invité—. Bebe esto conmigo. Creo que puedo concentrarme por los dos para que podamos salir de aquí.

—Harry —me dijo—, no tengo sed. —Le ardían los ojos—. Lo que estoy es hambrienta.

Se me ocurrió una idea.

—En cuanto bebamos esto, estaré listo y podremos irnos a la cama.

Me miró vagamente y sonrió, pícara y llena de alegría.

—Venga, Harry. ¡Al centro y pa’dentro!

Sus manos hicieron un gesto que silenciaba sus palabras y di un brinco que por poco me hace tirar la botella. Me chorreó más champú del pelo encima de los ojos, que ya me escocían, y los apreté bien fuerte.

Me bebí cerca de la mitad de la pócima, intentando ignorar el sabor a coca cola sin gas, y le pasé rápido el resto a Susan. Sonrió con lascivia, se lo bebió y se relamió los labios.

Empecé a tener la sensación de que tenía las tripas revueltas y estaba debilitado. Después esa sensación me pasó a los pulmones y más tarde a los hombros, hasta llegar a los brazos. Siguió bajando por las caderas y luego por las piernas. Empecé a temblar y a agitarme sin control.

Entonces me esfumé en una nube formada por millones de billones de pequeñas partículas de Harry, cada una con su propia visión y perspectiva. La habitación ya no era un sótano cuadrado, abarrotado de cosas, sino un patrón de energías agrupado en formas y usos específicos. Incluso el demonio era tan solo una nube de partículas, lentas y densas. Rodeé aquella nube y subí por la abertura en el patrón del techo, seguí fluyendo hasta el exterior del apartamento y hasta la embravecida tormenta sin patrón.

Tardé unos cinco segundos y después el poder de la pócima se desvaneció. Sentí cómo de repente todos mis trocitos volvían a juntarse a toda prisa y se ensamblaban unos con otros a una velocidad inconcebible. Me dolió y me hizo sentir náuseas. Fue una especie de golpazo muy fuerte que no venía de ninguna parte y de todos sitios a la vez. Me tambaleé, planté mi bastón en el suelo y sentí cómo caía la lluvia sobre mí.

Susan apareció a mi lado una décima de segundo más tarde y al instante se sentó en el suelo, bajo la lluvia.

—Dios mío, me encuentro fatal.

En el interior de mi casa el demonio gritó y soltó un silbido sordo de rabia. Pude oír cómo arrasaba con todo allí dentro, como un loco.

—Vamos —le dije a Susan—, tenemos que salir de aquí antes de que se espabile y salga a buscarnos.

—Me encuentro mal —dijo—, no creo que pueda caminar.

—Mezclaste dos pócimas —le expliqué—, puede que sea eso. Pero tenemos que marcharnos ahora. Venga, Susan, aúpa.

Me incliné y la levanté para alejarnos de mi casa.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—¿Tienes las llaves de tu coche?

Buscó en su vestido, como si tuviera bolsillos, y sacudió la cabeza, aturdida.

—Las tenía en el bolsillo de mi abrigo.

—Entonces, a caminar.

—¿Caminar hacia dónde?

—Por Reading Road. Siempre se inunda cuando llueve mucho. Habrá agua suficiente para detener a esa criatura si intenta seguirnos.

Estaba a tan solo un par de manzanas de distancia y llovía a cántaros. Yo estaba tiritando, temblando y desnudo, y no paraba de caerme más jabón en los ojos. Pero, oye, al menos estaba limpio.

—¿Qué…? —dijo entre dientes—, ¿qué le hará la lluvia?

—No será la lluvia, sino la corriente de agua. Le matará si intenta cruzarla detrás de nosotros —le expliqué con paciencia.

Esperaba que las pócimas que se habían mezclado en su estómago no causaran consecuencias irreversibles. Antes ya habían ocurrido accidentes. Bien mirado, nos movíamos a buen ritmo y ya habíamos recorrido unos 35 metros bajo una lluvia torrencial. No íbamos a llegar mucho más lejos.

—Ah, está bien —dijo.

Entonces se retorció y cayó al suelo. Intenté sujetarla, pero estaba demasiado cansado y tenía los brazos muy débiles. Casi me caigo con ella. Se giró hacia un lado y se quedó en esa posición, con unas arcadas terribles; vomitó hasta vaciarse completamente.

Los truenos y los relámpagos volvían a rugir a nuestro alrededor y oía el fuerte estruendo del poder de la tormenta, que había descargado sobre un árbol cercano. Al producirse el contacto distinguí un destello brillante y después el tenue resplandor de las ramas ardiendo. Miré en la dirección hacia la que nos habíamos dirigido. La inundada Reading Road, donde estaríamos a salvo del demonio, todavía estaba a casi treinta metros de distancia.

—No creo que llegues hasta allí —dijo alguien.

Por poco me muero del susto. Alcé mi bastón con ambas manos y empecé a darle vueltas despacio, buscando el origen de aquella voz.

—¿Quién anda ahí?

A un lado, apareció un punto de frío, pero no un frío físico, sino algo más profundo y oscuro que mis otros sentidos detectaron.

Un pozo de sombras, una ilusión en la oscuridad entre las luces, que se marchaba con la luz del relámpago y volvía otra vez cuando había pasado.

—¿Esperas que te dé mi nombre? —dijo con desprecio la sombra—. Basta con decir que soy aquel que te ha matado.

—No llegaremos a eso —le solté, mientras seguía girado y buscándolo con la mirada—. El trabajo aún no está hecho.

En la oscuridad, bajo una farola rota, a unos seiscientos metros de distancia, podía distinguir el perfil de una persona. No sabía bien si era un hombre o una mujer y tampoco lo detecté por la voz.

—Pronto —dijo la figura—. No puedes durar mucho. Mi demonio acabará contigo en menos de diez minutos. —Tenía mucha confianza en sí mismo.

—¿Has invocado tú al demonio?

—Por supuesto —confirmó la figura misteriosa.

—¿Estás loco? —le pregunté atónito—. ¿No sabes lo que te podría pasar si esa cosa se escapara?

—No lo hará —me aseguró la silueta—. Yo lo controlo.

Extendí mis sentidos hasta la figura y descubrí que lo que había sospechado era cierto. No era una persona de verdad ni una ilusión que ocultaba a una persona. Solo lo era en apariencia, una aparición con forma y sonido, un holograma que podía ver, oír y hablar por su creador, dondequiera que él o ella estuviera.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó. Debió de percibir que lo estaba tanteando.

—Estoy comprobando tus referencias —le avisé y envié un poco de voluntad restante hacia él, algo así como el equivalente mágico a una bofetada en la cara.

La imagen gritó, llena de sorpresa, y se echó hacia atrás.

—¿Cómo has hecho eso? —gruñó.

—Fui al colegio.

El holograma volvió a gruñir y luego levantó la voz y pronunció unas sílabas muy marcadas. Intenté oír lo que decía, pero otro trueno tapó lo que era sin duda el nombre del demonio.

Desde el interior de mi apartamento, el sonido débil y distante del jaleo que estaba organizando aquella cosa se paró de repente.

—Ahora —dijo la imagen con desdén—. Ahora lo verás lo que es bueno.

—¿Por qué lo haces? —le pregunté.

—Estás en mi camino.

—Deja que se marche la mujer.

—Lo siento —dijo la imagen—, ha visto demasiado. Ahora también está en medio. Mi demonio os matará a los dos.

—¡Hijo de puta! —gruñí.

Se rió de mí.

Miré por encima del hombro, hacia atrás, a mi casa. A través de la lluvia oí un silbido seco y áspero por debajo de una especie de gruñido chasqueante. Unos ojos saltones de color azul, que reflejaban los rayos de la tormenta, aparecieron por las escaleras del sótano de mi apartamento. Inmediatamente se centró en mí y empezó a avanzar.

El guardabarros de la parte trasera del coche de Susan, que había aparcado al lado de mi casa, se cruzó en su camino y con las yemas acolchadas de una de las manos flacas y de aspecto suave, levantó la parte de atrás del coche y lo lanzó a un lado, donde aterrizó con un fuerte crujido.

Intenté no pensar en aquellos dedos alrededor de mi cuello.

—¿Ves? —dijo la imagen—. Atiende a mi llamada. Es hora de que muera, señor Dresden.

Otro relámpago mostró al demonio mientras se ponía a cuatro patas y se movía con dificultad hacia mí, como un lagarto con sobrepeso abriéndose paso en la arena caliente hacia la sombra, acompañado de un meneo exagerado que le hacía parecer ridículo, pero que le permitía desplazarse hacia mí a una velocidad engañosa.

—Deposita otra moneda para continuar la llamada, gilipollas —le dije.

Empujé mi bastón hacia la imagen oscura, pero esta vez centré mi voluntad en un ataque con todas las de la ley.

Stregallum finitas.

De repente una luz rojo escarlata lo inundó, devoró su contorno y se le filtró dentro.

La imagen gruñó y lanzó un grito ahogado de dolor.

—¡Dresden! ¡Mi demonio acabará contigo!

Entonces soltó un grito de angustia mientras mi contrahechizo empezaba a destrozar la imagen que había enviado. Estaba mejor que aquel que había creado la imagen, que había podido con el hechizo que le había lanzado como contraataque. Tanto la imagen como el grito se fueron apagando poco a poco en la distancia hasta que se desvanecieron del todo. Me permití un mínimo de satisfacción y después me volví hacia la mujer que estaba en el suelo.

—Susan —la llamé mientras me agachaba a su lado con los ojos fijos en el demonio que se abalanzaba sobre nosotros—. Susan, levántate. Tenemos que irnos.

—No puedo —sollozó—. ¡Ay, Dios! —Y vomitó un poco más. Se intentó levantar, pero se desplomaba hacia el suelo y se quejaba lastimosamente.

Me di la vuelta para mirar el agua mientras calculaba la velocidad del bicho. Estaba llegando a nosotros, rápido, pero no tan deprisa como pudiera correr un hombre. Todavía podía escapar si corría a más no poder. Podría atravesar el agua, podría salvarme.

Pero no podía llevar a Susan hasta allí. Nunca lo conseguiría con ella a cuestas, ya que me haría ir más despacio, Pero si no me iba, los dos moriríamos. ¿No sería mejor si al menos uno de los dos sobrevivía?

Me volví hacia atrás para mirar al demonio. Estaba agotado y me había pillado desprevenido. La fuerte lluvia impediría que el fuego, la antigua arma del hombre contra la oscuridad y lo que ocultaba, fuera efectivo para contenerlo. Y ya no podía dar más de mí. Sería un suicidio enfrentarme a él.

Susan sollozaba en el suelo, indefensa bajo la lluvia, enferma debido a mis pócimas e incapaz de levantarse. Incliné la cabeza hacia atrás y dejé que las gotas de agua me quitaran los últimos vestigios de champú que tenía en los ojos y el pelo. Después, di la vuelta y avancé un paso hacia el demonio que se aproximaba. No podía dejar a Susan con aquella cosa, incluso si eso significaba morir. Aunque después no me lo perdonaría nunca.

El demonio me dijo algo berreando que acompañó a su silbido, con su voz de sapo, y alzó las dos manos hacia mí, saltando con las patas traseras. En lo alto resplandeció otro relámpago cegador. Al instante retumbó un trueno, tan fuerte como para sacudir la calle bajo mis pies.

Un trueno.

Un relámpago.

La tormenta.

Alcé la mirada hacia las nubes encolerizadas, iluminadas por los relámpagos danzantes que se movían entre ellas; era extremadamente bello y luminoso. El poder bullía y bailaba en la tormenta, las energías místicas tan antiguas como el tiempo, con la fuerza suficiente para hacer pedazos las piedras, sobrecalentar el aire, hervir el agua hasta convertirla en vapor o reducir a cenizas cualquier cosa que tocase.

En aquel momento, creo que se puede decir con toda confianza, estaba tan desesperado que hubiera intentado cualquier cosa.

El demonio aullaba y avanzaba como un pato, torpe y rápido. Alcé mi bastón hacia el cielo con una mano y con la otra, apunté un dedo hacia el demonio. Intervenir en esta tormenta era algo peligroso; no había ritual para darle forma, ni tampoco un círculo para protegerme, ni siquiera palabras para defender mi mente de las energías mágicas que correrían por ella. Envié mis sentidos hacia arriba, hacia la tormenta, me apoderé de su poder sin forma y lo convertí en energía pura que empezó a fluir hacia mí, hacia la punta de mi bastón.

—Harry, ¿qué estás haciendo? —preguntó Susan. Estaba acurrucada en el suelo con su vestido de noche puesto y temblaba. Tenía la voz débil y apagada.

—¿Alguna vez has jugado con la electricidad estática frotando un peine sobre la lana y pasándotelo por el pelo?

—Sí —contestó, confundida.

—Pues hago eso, solo que más a lo grande.

El demonio volvió a chillar y dio un rápido salto con sus potentes ancas de rana hacia mí, deslizándose por el aire con un espantoso garbo antinatural.

Concentré lo poco que me quedaba de voluntad sobre el bastón, las nubes y la fuerza embravecida del cielo.

¡Ventas! —grité—. ¡Ventas fulmino!

Obedeciendo a mi voluntad, saltó una chispa de mi bastón hacia las nubes del cielo y tocó el interior agitado y retumbante de la tormenta.

Abajo, el Infierno rugió en respuesta.

Los relámpagos, candentes de furia, junto con un torrente de viento y lluvia, cayeron sobre mí y giraron en torno del bastón. Sentí cómo llegaba el poder a cada rincón de la madera mojada, empapada, acompañada de una sacudida como la de un mazo. Pasó por todo el bastón hasta mi mano, haciendo que se me convulsionaran los músculos, doblegando del esfuerzo mi cuerpo desnudo. Tuve que dar lo máximo de mí para mantener en la cabeza la imagen de lo que quería, para mantener levantada la mano que apuntaba al demonio mientras se acercaba, para conservar la energía que salía de mí y causar estragos en una carne más delicada que la mía.

El demonio estaba a unos quince centímetros de distancia cuando la ira de la tormenta cayó sobre mi cuerpo, salió por mi brazo, por mi dedo índice y le dio de lleno en el corazón. La fuerza del impacto arrojó a la criatura hacia atrás, hacia atrás y arriba, por los aires, y la mantuvo allí, envuelta en una corona de energía cegadora.

El demonio forcejeaba y gritaba, agitando sus manos y dando patadas con sus ancas de sapo.

Entonces explotó en una estela de llama azul. La noche se iluminó una vez más, tan brillante como el día. Tuve que taparme los ojos. Susan gritó de miedo y creo que yo también chillé con ella.

Después, la noche volvió a quedar en silencio. A nuestro alrededor llovían trozos en llamas de algo en lo que no quería pensar, caían haciendo ruiditos como gotas de lluvia, plaf, plaf, sobre la carretera, en la acera, en los jardines de las casas a mi alrededor y se consumían rápido en briquetas de carbón y silbaban en un chisporroteo de frialdad. De repente el viento amainó, la lluvia se convirtió en un suave tamborileo y la furia de la tormenta se agotó.

Me fallaron las piernas y me senté en la calle, temblando y aturdido. Tenía el pelo seco y de punta. Me salía humo de las yemas ennegrecidas de los dedos de los pies. Me quedé allí sentado, contento de estar vivo, de poder respirar otra vez.

Me apetecía volver arrastrándome a la cama y dormir durante unos cuantos días, aunque no me había levantado ni hacía media hora.

Susan se sentó y pestañeó. Estaba perpleja. Se me quedó mirando.

—¿Qué haces el próximo sábado? —le pregunté.

Siguió mirándome durante un minuto y después volvió a tumbarse tranquilamente en su sitio.

Oí que se acercaban unos pasos en la oscuridad.

—Invocando a demonios —dijo una voz amarga y disgustada— además de las atrocidades que ya has cometido. Sabía que olía a magia negra en el viento esta noche. Eres como una plaga, Dresden.

Giré la cabeza hacia un lado y allí estaba Morgan, mi guardián, alto y descomunal con su gabardina negra. La lluvia le había aplastado el pelo grisáceo y recorría las arrugas de su cara como canales en un bloque de piedra.

—Yo no lo invoqué —dije con dificultad y cansancio—. Pero sí que lo envié a donde pertenece. ¿No lo viste?

—Vi cómo te defendías —dijo Morgan—, pero no vi nadie más que lo invocara. Seguro que lo llamaste y luego perdiste el control. De todas formas, no hubiera podido conmigo, Dresden. No te habría servido de nada.

Me reí con debilidad.

—No seas tan creído —le respondí—, estoy más que seguro de que no invocaría a un demonio solo para que acabara contigo, Morgan.

Entrecerró sus ojos ya entrecerrados.

—He convocado al Consejo —me advirtió—. Estarán aquí en dos amaneceres. Oirán mi testimonio, Dresden, y les presentaré las pruebas que tengo en tu contra. —Hubo otro débil relámpago que le dio a sus ojos un brillo de loco—. Y entonces te sentenciarán a muerte.

Me lo quedé mirando un momento, aburrido.

—El Consejo —dije— viene. A Chicago.

Morgan me sonrió, con el tipo de sonrisa que los tiburones reservan para las crías de foca.

—Con las primeras luces del lunes te llevarán ante ellos. Por lo general no disfruto con mi puesto de verdugo, Harry Blackstone Copperfield Dresden. Pero en este caso, estoy orgulloso de representar este papel.

Me estremecí al oír mi nombre completo en su boca. Lo dijo casi exactamente igual, quizá por accidente, o quizás no. En el Consejo Blanco estaban aquellos que conocían mi nombre y sabían cómo pronunciarlo. Si huía de la reunión del Consejo, para evitarlos, sería admitir mi culpabilidad y provocaría un desastre. Y como sabían mi nombre, podían encontrarme. Podrían llegar hasta mí, estuviera donde estuviera.

Susan se quejaba y se movía.

—¿Ha-Ha-Harry? —musitó—. ¿Qué pasa?

Me volví hacia ella para asegurarme de que estaba bien. Cuando miré por encima del hombro, Morgan ya se había ido. Susan estornudaba y se acurrucaba contra mí. La rodeé con mi brazo para compartir con ella el poco calor que me quedaba.

El lunes por la mañana.

El lunes por la mañana Morgan llevaría sus sospechas y presentaría sus acusaciones, lo que bastaría para considerarme hombre muerto. Quienquiera que fuera el señor o la señora sombra, tenía que encontrarlo a él, a ella o a ellos antes del lunes por la mañana o estaba prácticamente muerto.

Estaba reflexionando sobre la triste fecha en la que estaba, cuando un coche patrulla paró en seco, encendió los faros auxiliares y el agente de policía dijo por el altavoz:

—Baje el palo y levante las manos. No haga movimientos bruscos.

Lo más normal del mundo, pensé adoptando una especie de estoicismo agotado, para un oficial: arrestar a un hombre desnudo y a una mujer vestida de fiesta sentada en la acera bajo la lluvia torrencial como un par de borrachos despejándose de la juerga.

Susan se tapó los ojos y luego miró hacia las luces. Entre todo lo que había vomitado debió de haberse deshecho de la pócima que tenía dentro y ya se le habían pasado los efectos apasionados.

—Esta es la peor noche de mi vida —dijo con voz calmada y sin ninguna pasión.

El agente se bajó del coche y empezó a caminar hacia nosotros.

—Es lo que hay si sales con un mago —resoplé.

Susan miró hacia el lado, me echó un vistazo y sus ojos brillaron misteriosamente durante un instante. Casi sonrió y noté cierta satisfacción vengativa en el tono de su voz:

—Pero será una historia fantástica.