Capítulo 13

Me desperté cuando un trueno hizo vibrar la casa antigua que había sobre mi cabeza.

Ya era completamente de noche, aunque no tenía ni idea de la hora que era. Permanecí tumbado en la cama durante un rato, confundido y un poco mareado. Tenía las piernas calientes por un lado, donde Mister debía de haber estado hasta hacía unos instantes, aunque no había rastro del gran gato gris. Le asustaban las tormentas eléctricas.

Estaba lloviendo a cántaros. Se oía en la calle y sobre el viejo edificio que había encima de mí, que crujía y se balanceaba en las tormentas de primavera. El viento doblaba ligeramente las vigas, a las que la edad había dado la suficiente sabiduría como para ceder un poco en vez de oponer resistencia hasta romperse. Puede que yo debiera aprender algo de eso.

Me rugían las tripas. Me levanté de la cama, un poco tambaleante, y hurgué entre mis cosas en busca de mi bata. No podía encontrarla a oscuras, pero me encontré con mi guardapolvo donde Murphy lo había dejado, sobre una silla, bien doblado. Encima había un poco de dinero junto con una servilleta que llevaba escritas estas palabras: «Me lo devolverás. Murphy.» Miré el dinero con el ceño fruncido e intenté ignorar el ramalazo de gratitud que sentía. Cogí mi abrigo y me lo puse por encima del pecho descubierto. Después caminé descalzo hasta el salón.

Volvió a retumbar un trueno, que bramó en el exterior. Yo siento las tormentas de un modo que mucha gente no puede y que sacaría de quicio a la mayoría de los que sí. Allí arriba había energía en estado puro latiendo a través de las nubes. Sentí el agua de la lluvia, el aire en movimiento que empujaba las gotitas en ráfagas contra las paredes de la casa bajo la que vivía. Podía sentir, mientras esperaba, el fuego del rayo mortal que saltaba de nube en nube, allá arriba, buscando un camino de menor resistencia para llegar a la paciente y eterna tierra que sufre el ataque de la tormenta. Los cuatro elementos interactuaban y se movían, mientras la energía pasaba rápido de un lado a otro en todas sus formas. Las tormentas tienen muchas cosas de las que un brujo se puede aprovechar si está muy desesperado o es tan estúpido como para hacerlo. Hay mucha energía para usar allá arriba, donde las fuerzas de la antigua naturaleza se pelean y retozan.

Fruncí el entrecejo mientras pensaba sobre eso. No se me había ocurrido antes. ¿Había habido tormenta el miércoles por la noche? Sí. Recordé que me desperté por los truenos un momento antes de que amaneciera. ¿Se había aprovechado nuestro asesino de ella para alimentar sus hechizos? Puede. Se tenía que investigar. Ese tipo de magia era a menudo bastante inestable o volátil para usarla de un modo tan cuidadosamente dirigido.

Hubo otro relámpago y conté hasta tres o cuatro antes de que el estruendo del trueno llegara a mí. Si el asesino estaba usando las tormentas, tenía sentido que, en caso de que pensara atacar de nuevo, lo hiciera aquella noche. Me estremecí.

Me sonaron las tripas y mi atención se centró en asuntos más banales. Tenía la cabeza un poco mejor y ya no estaba mareado, pero eso sí, mi estómago estaba rabioso. Al igual que muchos hombres altos y flacuchos como sin parar, pero no sé por qué, la energía se acaba agotando. Arrastrando los pies, me dirigí hacia la cocina y empecé a preparar la parrilla.

—¿Mister? —lo llamé—. ¿Tienes hambre, amigo? Voy a freír unas hamburguesas, mmm, mmm, mmm.

Hubo otro relámpago, más cerca esta vez, seguido muy de cerca por un trueno. El destello fue lo bastante fuerte como para atravesar mis ventanas medio hundidas y hacer que yo pusiera una mueca de dolor ante dicha intensidad. Pero gracias al rayo de luz vi dónde estaba Mister.

El gato estaba encima de la estantería, arriba del todo, en el último rincón del piso, lo más lejos posible de la puerta principal. La estaba mirando con sus ojos luminosos medio a oscuras y aunque tenía la mirada holgazana de cualquier felino, las orejas estaban inclinadas hacia delante y tenía la vista centrada y firme sobre la puerta. Si hubiese tenido cola, la habría movido.

Entonces alguien llamó.

Quizá era la tormenta que me había puesto nervioso, pero puse alerta todos mis sentidos y busqué cualquier amenaza que pudiera haber ahí fuera. La tormenta lo arruinaba todo y aquel escándalo, tanto físico como espiritual, hacía que no fuera capaz averiguar nada más aparte de que había alguien al otro lado de la puerta.

Palpé el bolsillo de mi abrigo en busca de la pistola, pero recordé que la otra noche la había dejado en el laboratorio y no la había llevado conmigo a la comisaría. La policía no recibe demasiado bien a nadie que lleven armas de fuego dentro de la comisaría, salvo que sean otros policías, no sé por qué. En cualquier caso, ya no la tenía a mano.

Y entonces me acordé de que se suponía que Linda Randall iba a aparecer de un momento a otro. Me reproché el hecho de haberme asustado con tanta facilidad y de nuevo, por haber dormido tanto y otra vez, por oler y tener la pinta de no haberme duchado en un par de días ni haberme peinado o afeitado o cualquier cosa que me hubiera hecho un poquito menos desagradable. Bueno, tenía la sensación de que a Linda esas cosas no le importaban demasiado. Puede que le gustase el eau des hommes.

Caminé hasta la puerta y la abrí. Me alisé el pelo echando la mano hacia atrás e intenté quitar la sonrisa avergonzada de mi cara.

Fuera, bajo la lluvia, esperaba Susan Rodríguez con un paraguas negro. Llevaba una gabardina impermeable de color caqui y debajo un traje negro caro y zapatos de tacón. Unas perlas brillaban en su cuello y sus orejas. Parpadeó al verme aparecer por la puerta.

—¿Harry?

Me quedé mirándola. ¡Oh, Dios mío! Había olvidado mi cita con Susan. ¿Cómo demonios había olvidado eso? Vale, gracias al Consejo Blanco, la policía, los vampiros, las conmociones cerebrales, los drogadictos, los capos de la mafia y los matones con bates de béisbol…

Sí. Puede que no existiera ninguna mujer tan increíble que me hiciera seguir pensando en ella después de todo aquello. Pero de todas maneras, me parecía que era un poco grosero por mi parte.

—Hola, Susan —dije de forma poco convincente.

La miré detenidamente de pasada. ¿Cuándo había dicho Susan que iba a aparecer? ¿A las nueve? ¿Y qué dijo Linda, a las ocho? No, espera. Al principio dijo a las ocho en punto y luego me comentó que tardaría una hora más. A las nueve. ¡Vaya tela! Esto no pintaba muy bien.

Susan me leyó como un libro abierto y miró tras de sí a través de la lluvia, antes de volverse de nuevo hacia mí.

—¿Estás esperando a alguien, Harry?

—No exactamente —le contesté—. Ah, bueno, quizá. Bueno, entra. Te estás empapando.

Lo que no era cierto, pues el que se estaba empapando era yo. Tenía los pies descalzos calados hasta los huesos, allí de pie con la puerta abierta y bajo la lluvia que el viento introducía en las escaleras.

La boca de Susan esbozó una sonrisita maliciosa y depredadora. Entonces entró, recogió su paraguas y me rozó al pasar.

—¿Este es tu piso?

—¡No, qué va! —le contesté—. Esta es la casa de verano en Zúrich.

Me miró mientras cerraba la puerta, le cogí el abrigo y lo colgué en un viejo y alto perchero de madera que había en la entrada.

Susan se apartó de mí mientras le colgaba el abrigo. El vestido mostraba su espalda y la larga línea curva de su columna que bajaba hasta la cintura. Tenía una forma bastante atrevida y mangas largas y ceñidas. Me gustaba. Mucho. Me dejó ver su espalda durante un rato mientras se alejaba de mí, en dirección a la chimenea, entonces se volvió lentamente hacia mí, sonriendo, y apoyó una suave cadera sobre el sofá. Llevaba el pelo oscuro recogido en la parte superior de la cabeza, lo que resaltaba un cuello largo y esbelto; su piel era un anuncio de algo suave y maravilloso. Los labios se torcieron en las comisuras y entrecerró aquellos ojos oscuros y centelleantes.

—¿La policía te hace trabajar horas extras, Harry? —dijo arrastrando las palabras—. Los asesinatos deben de ser sensacionales. Un criminal muy importante que mata con la magia. ¿Te molestaría hacer una declaración?

Me estremecí. Todavía estaba buscando un punto de vista para el Arcano.

—Sí —le contesté.

Se le abrieron los ojos de asombro.

—Necesito una ducha —dije—, ahora vuelvo. Mister, échale un ojo a la señora, ¿eh?

Susan puso los ojos en blanco y se volvió para estudiar al gato que ocupaba la estantería. Por su parte, Mister sacudió una oreja y siguió mirando fijamente a la puerta.

En el cielo retumbaron más truenos.

Encendí unas cuantas velas para ella y me llevé una al baño. Piensa, Harry. Despierta y aclara tu mente. ¿Qué vas a hacer?

Limpíate, me dije. Hueles a caballo. Échate un poco de agua fría por la cabeza y arregla esto. Linda Randall va a llegar de un momento a otro y tienes que evitar que Susan meta las narices en los asesinatos.

Después de aconsejarme y llegar a un acuerdo conmigo mismo, me desnudé deprisa y me metí en la ducha. No uso calentador y por lo tanto, estoy más que acostumbrado a las duchas frías. En realidad, dada la frecuencia con la que yo, y los magos en general, tenemos citas con mujeres reales, puede que sea lo mejor.

Me estaba enjabonando con el champú cuando los rayos empeoraron, los truenos descargaron con más fuerza y la lluvia arreció. La cumbre de la tormenta alcanzó la vieja casa y le dio de lleno. No se veía nada en la claridad de las violentas descargas eléctricas. Era casi imposible oír nada más que los truenos. Pero percibí por el rabillo del ojo un titileo, una sombra que se movía a través de la ventana hundida (cubierta por modestas cortinas) en el baño. Alguien se dirigía hacia las escaleras que daban a mi casa.

¿He mencionado que nunca he tenido mucho éxito con las mujeres? Las noches como esta son una razón. Me dejé llevar por el pánico, mucho. Salté de la ducha, con la cabeza toda llena de espuma, me enrollé una toalla alrededor de la cintura y salí al salón.

No podía dejar que Linda llegara a la puerta y que Susan la recibiera. Se pelearían como dos gatas y yo sería el que recibiría todos los arañazos y mordiscos.

Doblé la esquina de mi habitación hacia el salón y vi que Susan iba a agarrar el pomo de la puerta. Hubo otro relámpago y el trueno impidió que oyera el clic-clac. Aunque oí otra cosa, un chisporroteo y unos gruñidos, mientras Mister se levantaba, con el lomo arqueado y todo el pelo erizado; estaba enseñando los dientes y los ojos, que ya no estaban adormilados, se clavaron en la puerta.

Un trueno se oyó después de que Susan entornara la puerta. Pude verle la cara de perfil. Tenía una mano en la cadera y había una sorprendente y peligrosa sonrisita en su bonita boca.

Mientras se abría la puerta, lo percibí: era la nube de energías que acompaña a un espíritu cuando entra en el mundo mortal, oculta hasta aquel momento por el ruido de fondo de la tormenta. Había una figura en la entrada, bastante baja y rechoncha. Medía menos de un metro cincuenta de altura e iba vestido con un impermeable sencillo de color marrón, iluminado por el rayo azul de encima de nuestras cabezas. Algo no cuadraba en aquella forma, algo que no era parte de la vieja madre Tierra. Giró la «cabeza» para mirarme y de repente estallaron dos puntos de fuego, tan azules como los relámpagos del cielo, e iluminaron las curtidas e inhumanas curvas de su cara, parecida a la de un sapo grande y verrugoso.

A tan solo dos pasos de distancia, Susan vio bien los ojos y la cara del demonio y gritó.

—¡Susan! —chillé, casi ya en el sofá—. ¡Apártate!

Me tiré al suelo detrás del sofá y caí con un fuerte golpe contra el suelo que me dio en todas las costillas.

Las fauces del demonio se abrieron con un silbido silencioso y su garganta se estrechó de forma extraña al ver que yo desaparecía tras el sofá. Se oyó un sonido sibilante y una parte del sofá del tamaño de un corazón se desvaneció en una nube de neblina y hedor nauseabundo. Unas gotitas de líquido salpicaron el suelo a mi lado y allí donde lo tocaron aparecieron unos agujeritos que corroyeron el suelo a los dos segundos. Me alejé rodando del sofá y del ácido del demonio.

—¡Susan! —grité—. ¡Retrocede hacia la cocina! ¡No te quedes en medio!

—¿Qué es? —gritó detrás de mí.

—Uno de los malos.

Levanté la cabeza y miré detenidamente a través del humeante agujero del sofá, preparado para volverme a esconder de un momento a otro. El demonio, achaparrado y más corpulento que un humano, estaba de pie en la puerta, apuntando con las dos manos de largos dedos y yemas acolchadas hacia delante, hacia el interior de la casa. Se detuvo como si se apoyara contra una pantalla de luz.

—¿Por qué no entra? —preguntó Susan desde la otra punta, cerca de la puerta.

Tenía la espalda contra la pared y los ojos, muy abiertos de terror. Dios mío, pensé, no te me desmayes ahora, Susan.

—Las leyes de la casa —le contesté—. No es una criatura mortal. Tiene que reunir energía para atravesar la barrera que hay alrededor de una casa.

—¿Puede llegar a entrar? —me preguntó. Su voz era aflautada.

Estaba haciendo preguntas, recopilando información, datos, recurriendo a los instintos arraigados de su carrera, porque supuse que su cerebro había sufrido un cortocircuito. Les suele ocurrir a las personas que ven por primera vez a un demonio tan de cerca.

Corrí hacia ella, la agarré del brazo y la arrastré hasta la puerta que iba a dar al laboratorio.

—Quédate ahí abajo —le ordené mientras abría la puerta bruscamente y dejaba a la vista la escalera plegable.

—Está oscuro —protestó Susan—. ¡Ay, Dios! —Pestañeó con la mirada clavada en mi cintura—. ¿Harry, por qué estás desnudo?

Bajé la mirada y me ruboricé. Se me debía de haber caído la toalla mientras estaba por ahí danzando. Al mirar hacia abajo, la espuma del champú que todavía me quedaba en el pelo cayó como un reguero sobre los ojos, que empezaron a escocerme.

Se oyó un ruido como si se rompiera la puerta y el demonio con aspecto de sapo entró a trompicones. Ya estaba en mi casa. Los rayos todavía seguían danzando en el cielo, detrás de aquella cosa y mientras se acercaba a mí solo pude ver un perfil feo y jorobado y la luz eléctrica de sus grandes ojos redondos y saltones. Su garganta estaba haciendo pequeños movimientos ondulantes.

—¡Mierda! —dije. Soy bastante elocuente en situaciones de crisis.

Empujé a Susan hacia las escaleras y me puse de cara al monstruo, con las yemas de los pulgares juntas, los dedos estirados y las palmas extendidas hacia él.

La boca del demonio se abrió de nuevo con un ruido de goteo de babas.

¡Vento Riflittum! —Con aquel grito, di una forma tangible a mi miedo y ansiedad y los eché de mi cabeza a punto de estallar, a través de los hombros y los brazos, directo al enemigo. Un glóbulo de ácido demoníaco salió a toda velocidad hacia mi cara.

Con un ruido infernal, el miedo y la adrenalina salieron de las puntas de mis dedos en forma de viento y reunieron la fuerza suficiente como para arrancar el pelo de la cabeza de un hombre. Cogieron la gota de ácido y volvieron a arrojarla al demonio en una lluvia muy fina, lo que detuvo a aquella cosa sin vida e incluso la hizo retroceder unos cuantos pasos; las garras que tenía en lugar de pies resbalaron sobre el suelo liso y se agarraron a las alfombras.

El ácido crepitaba y lanzaba pequeñas chispas azul eléctrico en su piel, pero no parecía que lo perjudicara. No obstante, sí que lo afectó, pues disolvió su impermeable hasta dejarlo destrozado en menos tiempo que se tarda en respirar y causar estragos en mis alfombras y los muebles.

El demonio sacudió la cabeza y se recuperó. Me volví hacia la otra punta, cerca de la puerta, alargué la mano y grité en voz alta:

¡Vento servitas!

La madera lisa y pálida de mi bastón mágico casi brilló en la oscuridad mientras volaba hacia mí, guiada por una ráfaga más fina y suave que el mismo viento. Lo agarré con la mano y lo hice girar hacia él apelando a los poderes y las fuerzas del interior de las largas e intactas vetas de la madera del bastón. Lo extendí hacia la criatura, lo coloqué en horizontal como una barra y grité:

—¡Fuera, fuera, fuera! ¡Aquí no eres bien recibido!

En cualquier otra circunstancia habría sonado un tanto dramático, pero cuando se tiene un demonio en el salón, nada parece una exageración.

El sapo demonio encorvó los hombros, plantó sus bastos pies en el suelo y lanzó un gruñido al mismo tiempo que una onda de fuerza invisible salía de mi bastón y lo barría como una escoba que se pasa por el suelo. Pude sentir que el demonio oponía resistencia, empujaba contra la potencia del bastón, como si estuviera inclinando la madera contra una barra vertical de metal e intentara partirla desde aquella distancia.

Forcejeamos en silencio durante unos cuantos segundos hasta que me di cuenta de que aquella cosa era demasiado fuerte para mí. No iba ser capaz de quitármelo de encima como a un diablillo menor o a un espíritu burlón. No tardaría mucho en agotarme y una vez que el demonio pudiera moverse de nuevo, me desharía con su ácido o se me echaría encima y acabaría conmigo. Era más fuerte que un mortal, muchísimo más rápido y no iba a parar hasta que yo estuviera muerto, hasta que saliera el sol o hasta que se diera cualquier otra circunstancia improbable.

—¡Susan! —grité. Mi pecho palpitaba—. ¿Estás ahí abajo?

—Sí —contestó—. ¿Se ha ido?

—No, no exactamente.

Las palmas de las manos empezaban a sudarme y la suave madera del bastón comenzaba a resbalar por ellas. Cada vez me escocían más los ojos por la espuma del jabón y los del demonio brillaban.

—¿Por qué no lo quemas? ¡Dispárale! ¡Haz que salte por los aires!

Su voz sonaba como si estuviera buscando algo allí abajo, en el laboratorio.

—No puedo —le contesté—. No puedo bombear tanto combustible para acabar con esa cosa sin hacer que estallemos todos juntos.

Mi cabeza trabajaba a toda velocidad calculando las posibilidades, los números, mis reservas de energía, de manera fría y racional. Aquello estaba allí por mí. Si lo apartaba a un lado, a mi habitación o al baño, Susan podría escapar. Por otro lado, puede que tuviera órdenes de matarme a mí y a cualquier testigo, en cuyo caso, después de acabar conmigo, simplemente iría también detrás de ella. Tenía que haber otra manera de sacarla de allí. Entonces me acordé.

—¡Susan! —grité—. Hay un botellín encima de mi escritorio ahí abajo. Bébete lo que hay dentro y piensa que estás lejos de aquí, ¿vale? Piensa que estás muy lejos.

—La he encontrado —dijo al cabo de un segundo—. Huele mal.

—Joder, es una pócima. Te va a sacar de aquí. ¡Bébetela!

Se oyeron unas arcadas y un rato más tarde dijo:

—¿Ahora qué?

Pestañeé y miré a las escaleras que iban al piso de abajo.

—Debería haber funcionado…

Me callé mientras aquella especie de sapo se inclinaba hacia delante, alargaba una garra y de una zancada se me acercaba un metro. Apenas pude detenerlo otra vez, pero sabía que se me iba a echar al cuello a los pocos segundos.

—No ha pasado nada —dijo—. Maldita sea, Harry, tenemos que hacer algo.

Entonces la vi en la escalera, con los oscuros ojos encendidos y en la mano mi revólver del calibre 38.

—¡No! —exclamé—. ¡No lo hagas!

Se me resbaló un poco más el bastón. El demonio estaba preparado para superar todas mis defensas.

Susan alzó el arma, con la cara pálida y las manos temblando y empezó a disparar. Una Chief’s Special del calibre 38 tiene seis balas y yo uso munición de media velocidad en vez de balas perforantes, explosivas o cosas exóticas como esas. Hay menos posibilidades de que algo vaya mal en presencia de tanta magia.

Un arma es una máquina muy simple. Un revólver es muy fácil de usar. Los tornos, el engranaje y un sencillo impacto de palanca bastan para prender fuego a la pólvora. La mayoría de las veces para la magia es difícil disputar con la física.

El revólver tronó seis veces.

Los dos primeros disparos debieron de desviarse y dar en algún sitio. Los dos siguientes hicieron blanco en la piel del demonio y le dejaron unas marcas profundas antes de salir rebotadas y volar por todas partes. Tal como yo temía, eran más una amenaza para nosotros que para él. Por suerte, ninguno de los dos salió herido ni murió porque le alcanzara una de esas balas. El quinto disparo fue entre sus dos deformas y alargadas piernas y pasó de largo.

El sexto le dio justo entre los ojos, que eran como una linterna iluminada, lo desequilibró y lo mandó dando tumbos con un bufido de sapo.

Se me cortó la respiración y agarré la muñeca de Susan.

—Al sótano —dije casi sin aliento, mientras ella bajaba el arma.

Bajamos las escaleras con dificultad. No me molesté en cerrar la trampilla, pues aquella cosa podía reventar el suelo si lo necesitaba. De este modo, al menos sabría por dónde aparecería, en vez de que se pusiera a hacer un túnel atravesando el suelo y fuera a dar justo encima de mi cabeza.

Obedeciendo a mi voluntad, la punta de mi bastón, que todavía llevaba en las manos, se llenó de luz e iluminó la habitación.

—¿Harry? —se oyó la voz de Bob en la estantería. Las luces de los ojos de la calavera se encendieron y se volvieron hacia mí—. ¿Qué demonios está pasando? Oye, oye, ¿quién es la chica?

Susan se sobresaltó.

—¿Qué es eso?

—Ignóralo —dije y seguí mi propio consejo. Fui hacia la otra punta de la mesa de mi laboratorio y empecé a quitar de en medio cajas, bolsas, libros y libretas—. Ayúdame a hacer espacio. ¡Rápido!

Me obedeció y maldije la falta de limpieza que había dejado aquel rincón del laboratorio hecho un desorden. Me esforcé por llegar al círculo que había dejado en el suelo, una circunferencia perfecta de cobre, una curva en perfecto estado sobre el pavimento a la que se le podía dar el poder de contener a un demonio dentro… o fuera.

—¡Harry! —soltó Bob mientras trabajábamos—. Hay un, mmm, un demonio con pinta de sapo. El muy cabrón está bajando las escaleras.

—Ya lo sé, Bob.

Eché a un lado un montón de cajas de cartón vacías mientras Susan, desesperada, tiraba algunos papeles, lo que dejó al descubierto el círculo de cobre en su totalidad, de casi un metro de diámetro. La cogí de la mano, me metí dentro del círculo y la coloqué cerca de mí.

—¿Qué pasa? —preguntó Susan. Estaba desconcertada y muerta de miedo.

—Tú ponte bien cerca de mí —le sugerí. Se pegó bien fuerte.

—Te ve, Harry —me informó Bob—. Creo que te va escupir algo.

No tuve tiempo de comprobar si Bob tenía razón. Me agaché, toqué el círculo con la punta de mi bastón y canalicé la fuerza hacia él para dejar fuera a la criatura. El aro se levantó a nuestro alrededor, acompañado de una invisible tensión silenciosa en el aire.

Algo estalló y silbó en el aire a pocos centímetros de mi cara. Alcé la vista para ver un ácido oscuro y chisporroteante fuera del escudo invisible que el poder del círculo nos proporcionaba. Un segundo más tarde y me hubiera disuelto la cara. ¡Qué pensamiento más alegre!

Intenté recuperar el aliento, enderezarme, sin dejar ninguna parte de mi cuerpo fuera del círculo, porque eso rompería el circuito y anularía su poder. Los brazos me temblaban y las piernas amenazaban con fallarme. Susan también temblaba visiblemente.

El demonio nos acechaba. Podía verlo claramente gracias a la luz de mi bastón, pero hubiese preferido que no fuera así. Era horripilante, deforme, asqueroso, muy musculoso y lo he comparado con un sapo porque no conozco nada más que se aproxime lo más mínimo a su descripción. Nos miró fijamente y lanzó un puñetazo hacia el escudo del círculo. Rebotó lanzando una lluvia de chispas azules y la criatura silbó. Era un sonido ventoso y horrible.

Afuera, los truenos continuaban bramando y retumbando, amortiguados por las paredes gruesas del sótano.

Susan estaba pegada a mí, casi llorando.

—¿Por qué no nos mata? ¿Por qué no llega hasta nosotros?

—No puede —dije con delicadeza—, no puede atravesar el círculo ni hacer nada para romperlo. Mientras ninguno de los dos cruce esta línea, estaremos a salvo.

—¡Ay, Dios! —exclamó Susan—, ¿cuánto tiempo tendremos que estar aquí?

—Hasta que amanezca —contesté—. Cuando salga el sol, se irá.

—Aquí abajo no hay sol —dijo.

—No funciona así. Tiene una especie de cuerda de fuerza que lo conecta a quienquiera que lo haya invocado. Un conducto de combustible. En cuanto sale el sol, ese conducto deja de existir y él se va, como un globo sin aire.

—¿Cuándo sale el sol? —preguntó.

—Bueno, dentro de unas diez horas.

—Ah.

Apoyó la cabeza sobre mi pecho desnudo y cerró los ojos.

El demonio sapo dio una vuelta lenta alrededor del círculo, buscando algún punto débil en el escudo. No encontraría ninguno. Cerré los ojos e intenté pensar.

—Esto… Harry —empezó a decir Bob.

—Ahora no, Bob.

—Pero Harry… —Bob lo intentó de nuevo.

—Maldita sea, Bob. Intento pensar. Si quieres ser útil, podrías intentar averiguar por qué esa pócima de escape de la que estabas tan seguro no ha funcionado en Susan.

—Harry —protestó Bob—, es lo que intento explicarte.

—¿Hace calor aquí o soy yo? —murmuró Susan apoyada en mi pecho.

Me asaltó una terrible sospecha. Bajé la mirada hacia Susan y tuve una corazonada. Por supuesto que no. No. No podía ser.

Sus ojos grisáceos me miraron.

—Vamos a morir, ¿no, Harry? ¿No has pensado nunca en morir haciendo el amor?

Me besó en el pecho, casi distraídamente.

Estuvo bien. Muy, muy bien. Intenté no acordarme de la encantadora espalda desnuda que tenía debajo de mi mano.

—Yo lo he pensado muchas veces —dijo contra mi piel.

—Bob —dije. Estaba empezando a ponerme furioso.

—Intenté decírtelo —gimió Bob—. ¡De verdad! Cogió la pócima que no era y se la tomó de un trago. —La calavera deBob se volvió hacia mí un poco y las luces se iluminaron—. Aunque, tienes que admitirlo, el filtro de amor funciona muy bien.

Susan me estaba besando en el pecho y frotando su cuerpo contra el mío de un modo que, aunque no era propio de una dama, resultaba sumamente agradable y me impedía concentrarme.

—Bob, te lo juro, te voy a emparedar durante doscientos años.

—¡La culpa no es mía! —protestó Bob.

El demonio observó lo que estaba pasando dentro del círculo con sus ojos de rana y se dirigió a un trozo de suelo lo bastante libre de escombros como para ponerse en cuclillas. Nos miró fijamente, impaciente y preparado, como un gato que espera que el ratón asome su cabeza por el agujero. Susan se me quedó mirando con ojos seductores e intentó arrastrarme hasta el suelo y por lo tanto, fuera del círculo de protección. Bob seguía llorando por su inocencia.

¿Quién dice que no sé hacerle pasar un buen rato a una chica?