Me desperté en el suelo del despacho de Murphy. Según el reloj de la pared habían pasado 20 minutos. Tenía algo blando debajo de la cabeza y los pies apoyados sobre un montón de guías telefónicas. Murphy estaba apretando un trapo frío contra mi frente y mi garganta.
Me encontraba fatal. Estaba agotado, con el cuerpo dolorido, sentía náuseas y tenía la cabeza a punto de estallar. No quería hacer nada más que acurrucarme y gimotear hasta dormirme. Como no iba a olvidar nunca aquello, hice un chiste.
—¿Tienes un vestidito blanco? He tenido la típica fantasía de la enfermera contigo, Murphy.
—No esperaba menos de un pervertido como tú. ¿Quién te ha dado un golpe en la cabeza? —me preguntó.
—Nadie —farfullé—. Me caí por las escaleras de mi casa.
—Y una mierda, Harry —dijo con voz severa, aunque sus manos no eran por ello menos dulces con el trapo frío—. Has estado dando vueltas a este caso, por eso tienes ese chichón en la cabeza, ¿no?
Empecé a protestar.
—Mira, ahórratelo —dijo dejando salir el aire—. Sino tuvieras ya una conmoción cerebral, te metería en mi coche y atravesaríamos la ciudad. —Levantó dos dedos—. ¿Cuántos dedos hay aquí?
—Cincuenta —dije y alcé dos dedos—. No es una conmoción cerebral, solo un golpecito en la cabeza. Me pondré bien. —Empecé a incorporarme. Tenía que ir a casa y dormir un poco.
Murphy colocó su mano en mi nuca y me empujó hacia atrás sobre la almohada debajo de mi cabeza, que era, por lo que parecía, su chaqueta, ya que no la llevaba puesta.
—Quédate tumbado —gruñó—, ¿cómo has llegado hasta aquí? Espero que no fuera en ese cacharro.
—El Escarabajo está resurgiendo de sus cenizas —le conté—, tengo un coche prestado. Mira, me pondré bien. Déjame marcharme de aquí y me iré a casa a dormir un rato.
—No estás en condiciones de conducir —me advirtió Murphy—. Eres un peligro público. Tendría que arrestarme yo misma si te dejara al volante en tu estado.
—Murph —dije enfadado—, a menos que me pagues ahora lo que me debes, no puedo permitirme llamar un taxi.
—Ni lo sueñes, Harry —dijo Murphy—. Y no gastes saliva, yo te llevaré a casa.
—No necesito… —empecé a decir, pero se levantó y se fue airada de su despacho.
Una estupidez, pensé. Una tontería. Era perfectamente capaz de moverme yo solo. Así que me senté e intenté ponerme de pie.
Sí, al menos lo intenté. En realidad lo único que hice fue incorporarme a medias y luego vomitar.
Murphy volvió y me encontró acurrucado a un lado; su despacho apestaba donde había devuelto. Para variar, no dijo nada, solo se arrodilló a mi lado, me limpió la boca y me puso otro paño frío detrás de la nuca.
Recuerdo que me ayudó a salir hasta su coche. Me acuerdo de pequeños fragmentos del viaje de regreso a mi apartamento. Recuerdo que le di las llaves del coche prestado y murmuré algo sobre Mike y el conductor de la grúa.
Pero sobre todo recuerdo el modo en que su mano rozó la mía, fría, sus dedos suaves, pequeños en comparación con mis dedazos fuertes y torpones. Me estuvo regañando y amenazando durante todo el camino de regreso a casa, creo; aunque sí me acuerdo de la manera en que me agarraba la mano, como si quisiera asegurarse de que yo todavía estaba allí o asegurarme a mí de que continuaba a mi lado, de que no iba a irse a ningún sitio.
Existe una razón por la que me aventuré a ayudar a Murphy: es buena gente, una de las mejores.
Llegamos a mi casa en algún momento antes del mediodía. Murphy me ayudó a bajar las escaleras y abrió la puerta por mí. Mister salió a su encuentro corriendo y se le arrojó contra las piernas a modo de saludo. Quizá al ser bajita tiene más ventaja o algo así, ya que no se tambaleó cuando Mister chocó contra ella. O puede que fuera por el aikido.
—¡Por Dios, Harry! —refunfuñó—. Esto es está muy oscuro.
Le dio al interruptor, pero las bombillas se habían fundido la semana anterior y no tenía dinero suficiente para cambiarlas. Me sentó en el sofá y encendió unas velas lejos de las brasas encendidas de la chimenea.
—Muy bien —dijo—, te voy a meter en la cama.
—Si insistes…
Sonó el teléfono. Lo tenía al alcance de la mano, así que descolgué.
—Dresden —mascullé.
—Señor Dresden, soy Linda. Linda Randall. ¿Se acuerda de mí?
¡Eh! ¿Se acuerdan los hombres de la escena de la película en que Marilyn Monroe se queda de pie encima de la rejilla del metro? Me encontré a mí mismo recordando los ojos de Linda Randall y pensando cosas que un caballero no debería pensar.
—¿Estás desnuda? —le pregunté. Tardé un minuto en darme cuenta de lo que había dicho. Ups.
Murphy me lanzó una mirada pícara. Se levantó, entró mi habitación y se puso a estirar la colcha para darme un mínimo de intimidad. Me sentí animado. Mi lapsus me había sacado de encima a Murphy mejor que cualquier mentira que me hubiera inventado. A lo mejor el hecho de estar grogui no tenía por qué ser tan malo.
Linda susurró una risa al auricular.
—Estoy en el coche ahora mismo. Quizá más tarde. Mira, se me han ocurrido un par de cosas que pueden ayudarle. ¿Puede quedar conmigo esta noche?
Me froté los ojos. Era sábado. Esta noche era sábado por la noche. ¿No se suponía que tenía que hacer algo esta noche?
A la mierda, pensé. No sería tan importante si no podía recordarlo.
—Sí —le contesté—, vale.
Se oyó un mmm al teléfono.
—Es todo un caballero. Me gusta encontrarme a uno de vez en cuando. Salgo a las siete, ¿le va bien? ¿Quiere que quedemos? ¿Sobre las ocho?
—Mi coche ha explotado —dije con la boca pastosa—. Podemos quedar en el 7-Eleven que hay en mi calle, un poco más abajo de mí casa.
De nuevo soltó aquella gran carcajada en mi oído.
—Se me ocurre una idea; deme una hora más o así para ir a casa, darme un agradable baño caliente, ponerme guapa y después seré toda suya. ¿Le parece bien?
—Bueno, vale.
Se rió otra vez y no se despidió antes de cortar.
En cuanto colgué el teléfono, Murphy volvió a aparecer.
—No me digas que acabas de quedar, Dresden.
—Estás celosa.
Murphy gruñó.
—Por favor, para ser feliz necesito que un hombre me dé más de lo que tú puedes ofrecer. —Pasó un brazo por debajo de mí para ayudarme a levantarme—. Te romperás como una ramita seca. Sería mejor que te quedaras en cama antes de que te lleves más desilusiones.
Puse una mano sobre su hombro para apartarla. No empujé con fuerza, pero retrocedió frunciendo el entrecejo.
—¿Qué?
—Hay algo… —dije.
Me restregué los ojos. Había algo que me carcomía por dentro. Me estaba olvidando de algo, estaba seguro. Era algo que había dicho que haría el sábado. Me esforcé por no pensar en la guerra por las drogas y la gente que se volvía loca por las visiones que les proporcionaba el Tercer Ojo e intenté concentrarme.
No tardé mucho en darme cuenta. Mónica. Le había dicho que contactaría con ella. Busqué en los bolsillos de mi abrigo hasta que encontré mi bloc y lo saqué. Lo abrí y le hice unas señas a Murphy.
—Una vela. Tengo que leer esto.
—Dios, Dresden. Te juro que eres al menos tan desagradable como mi primer marido. También era lo bastante tozudo como para acabar consigo mismo —suspiró.
Me acercó la vela. La luz me lastimó los ojos durante un momento. Distinguí el número de Mónica y lo marqué.
—¿Hola? —contestó una voz de niño pequeño.
—Hola —saludé—. Querría hablar con Mónica, por favor.
—¿Quién es?
Recordé que estaba trabajando para ella a escondidas y respondí:
—Un primo lejano, Harry, de Vermont.
—Vale —dijo el niño—. Espere.
Luego se puso a gritar sin bajar el micrófono del teléfono de la boca:
—¡Mamá! ¡Te llama tu primo Harry de Vermont, es una conferencia!
Críos, no puedes evitar quererlos. Me encantan los niños. Con un poco de sal y un chorrito de limón están buenísimos.
Esperé a que los fuertes latidos de mi cabeza acabaran en una simple agonía mientras el niño dejaba caer el teléfono y se iba corriendo sobre un suelo de maderas nobles.
Un minuto más tarde, se oyó un ruido en el teléfono que indicaba que alguien lo estaba recogiendo.
—Ummm, ¿hola? —dijo la voz de Mónica, calmada, aunque con un toque de nerviosismo en su voz.
—Soy Harry Dresden —anuncié—. Solo quería llamarla para hacerle saber qué es lo que he descubierto…
—Lo siento —me interrumpió—, no, mmm…, no necesito nada de eso.
Parpadeé.
—Eh, ¿Mónica Sells? —Comprobé su número de teléfono.
—Sí, sí —dijo apresurada, impaciente—. No necesitamos ayuda, gracias.
—¿He llamado en mal momento?
—No. No es eso. Solo es que quiero cancelar el pedido, suspender el servicio. No se preocupe por mí. —Tenía una voz extraña, como si estuviera forzándola, intentando aparentar que era un ama de casa llena de alegría.
—¿Cancelar? ¿Ya no quiere que siga buscando a su marido? Pero señora, el dinero…
El teléfono empezó a zumbar y las interferencias hicieron que apenas se oyera nada. Creí distinguir una voz de fondo, por ahí, y luego ya no se oyó nada más excepto las interferencias. Durante un rato, pensé que había perdido toda conexión. ¡Malditos teléfonos! No se puede confiar en ellos. Normalmente se estropea mi aparato y no el receptor de mi interlocutor. Ni siquiera puedes confiar en que te fastidien de forma fiable.
—¿Hola? ¿Hola? —dije, enfadado y malhumorado.
La voz de Mónica volvió:
—No se preocupe por eso. Muchísimas gracias por su ayuda. ¡Qué le vaya bien! Adiós y gracias.
Y entonces me colgó el teléfono. Despegué el oído del auricular y me lo quedé mirando.
—¡Qué extraño! —exclamé.
—Venga, Harry —dijo Murphy.
Me quitó el auricular de las manos y colgó el teléfono con firmeza.
—¡Jo, mamá, todavía no es de noche!
Hice aquel chiste malo para tratar de pensar en algo aparte de lo mucho que me dolería la cabeza cuando Murphy me ayudara a levantarme. Y efectivamente, me dolió. Entramos con dificultad a la habitación y cuando me tumbé sobre las sábanas frescas estuve seguro de que me quedaría allí para siempre.
Murphy me tomó la temperatura, me palpó el cuero cabelludo con los dedos, con cuidado alrededor del chichón en la parte de atrás de mi cráneo. Alumbró mis ojos con una linterna de bolsillo, lo que no me gustó nada. También me trajo un vaso de agua, que si me gustó, y me hizo tragar un par de aspirinas o Tylenol o algo así.
Solo recuerdo un par de cosas más de aquella mañana. Una fue Murphy quitándome la camisa, las botas y los calcetines; luego, se inclinó para besarme la frente y despeinarme el pelo. Después me tapó con las mantas y apagó la luz. Mister subió a la cama y se tumbó entre mis piernas ronroneando, reconfortante, como el motorcillo de un diesel.
Lo segundo que recuerdo fue que el teléfono volvió a sonar. Murphy estaba a punto de marcharse, tenía las llaves del coche haciendo ruido en su mano, cuando oí que se daba la vuelta para contestar.
—Residencia de Harry Dresden.
Hubo un silencio.
—¿Hola? —dijo Murphy.
Tras una larga pausa, Murphy apareció en la puerta, como una pequeña sombra que me miraba.
—Se han equivocado. Descansa un poco, Harry.
—Gracias, Karrin.
Le sonreí o lo intenté. Debía de tener una pinta horrible. Me devolvió la sonrisa y estoy seguro de que la suya fue mucho más bonita que la mía.
Luego se marchó. El apartamento se quedó oscuro y tranquilo. Mister continuó haciendo aquel ruidito con dulzura en la oscuridad.
Seguía fastidiándome, incluso mientras me quedaba dormido. ¿Qué había olvidado? Y otra pregunta menos acertada, ¿quién había llamado que no había querido hablar con Murphy? ¿Había intentado Mónica Sells volver a llamarme? ¿Por qué quería que dejara el caso y que me quedara con el dinero?
Estuve reflexionando sobre esto, sobre bates de béisbol y otros asuntos hasta que el ronroneo de Mister me hizo dormir.