Me llevó el resto de la noche y parte de la mañana, pero descubrí cómo matar a alguien de la misma forma en que había asesinado a Tommy Tomm y Jennifer Stanton. A la quinta o la sexta vez de comprobar los números, me quedé estudiando mis cálculos. No tenían ningún sentido. Era imposible. O tal vez todos estábamos subestimando lo peligroso que era el asesino.
Cogí mi guardapolvo y salí sin preocuparme por mi aspecto. No tengo espejos en casa, porque hay muchas cosas que pueden utilizarlos como ventanas —o puertas—, pero seguro que estaba hecho un desastre. El espejo retrovisor del Studebaker lo confirmó. Tenía la cara demacrada, barba de un par de días, unas marcadas ojeras bajo unos ojos inyectados en sangre y el pelo como si hubiera atravesado una nube de humo grasiento montado en una motocicleta a toda mecha. Cuando uno se alisa el pelo con las palmas de las manos sudadas como hábito de estudio al final consigue ese efecto; sobre todo, si lo hace durante doce o catorce horas.
No importaba. Murphy quería esta información y tenía que tenerla. Las cosas estaban mal. Estaban muy, muy mal.
Me acerqué un momento a la comisaría, pues sabía que Murphy querría oírlo cara a cara. Estaba situada en un viejo complejo de edificios que albergaba el departamento de policía metropolitana. Estaba en decadencia, hundido por algunos lados como un ex combatiente que a pesar de todo se cuadraba y se esforzaba por meter barriga. Había pintadas por toda una pared que el conserje no limpiaría hasta el lunes por la mañana.
Estacioné en el aparcamiento de visitantes —sin problemas un sábado por la mañana— y me dirigí hacia los escalones para entrar en el edificio. El oficial de guardia de la comisaría no era el viejo veterano de siempre con el que me había topado antes, sino una matrona canosa de mirada dura que con solo echarme un vistazo supo que no le gustaba nada, ni yo ni mi estilo de vida. Mientras avisaba a Murphy, me dijo que aguardara.
Durante la espera, entraron un par de agentes que llevaban arrastras entre los dos a un hombre esposado. No oponía resistencia, es más, justo lo contrario. Iba cabizbajo y gemía de un modo casi musical. Estaba algo delgado y tuve la impresión de que era joven. Los vaqueros y la chaqueta tejana que llevaba estaban hechos un guiñapo y el pelo lo tenía despeinado. Los policías pasaron con él por recepción y uno de ellos comentó:
—Traemos un conductor temerario bajo la influencia de drogas. Lo llevamos arriba hasta que se recupere.
La oficial de guardia le pasó un sujetapapeles y uno de los agentes se lo colocó debajo del brazo, antes de que ambos se llevaran a rastras escaleras arriba al joven. Me restregué mis ojos cansados y aguardé hasta que la oficial se las apañó para comunicarse con alguien de arriba. Soltó un hmph de sorpresa y después dijo:
—Muy bien, teniente. Ahora va para allá.
Me hizo señas con una mano para que subiera. Mientras pasaba por su lado, sentí los ojos de aquella mujer sobre mí y me tapé tímidamente la cara con la palma de la mano.
En investigaciones especiales tienen una salita de espera justo en la puerta al final de las escaleras. Constaba de cuatro sillas de madera y un sofá hundido que seguramente acabaría con la espalda de cualquiera que intentara dormir en él. El despacho de Murphy estaba al final de una sucesión de cubículos distribuidos en dos filas.
Murphy estaba de pie dentro de su oficina, con el teléfono pegado a la oreja y una expresión de mártir en la cara. Parecía una adolescente que había tenido una discusión con un novio de fuera de la ciudad, aunque me hubiese partido la cara de haberme oído decir algo por el estilo. La saludé con la mano y ella me devolvió el gesto con un movimiento de cabeza. Señaló la sala de espera y cerró la puerta de su despacho.
Tomé asiento en una de las sillas y apoyé la cabeza contra la pared. Acababa de cerrar los ojos cuando oí un chillido que provenía de detrás de mí, del pasillo. Hubo un ruido de forcejeo y unos gritos de terror, antes de que se repitiera el alarido, esta vez más cerca.
Actué sin pensar. Estaba demasiado cansado para eso. Me levanté y fui hacia el pasillo, hacia el lugar de donde procedía el ruido. A mi izquierda estaban las escaleras y a mi derecha, el pasillo.
Apareció una figura, la silueta de un hombre corriendo, que se me aproximaba a grandes zancadas. Era el hombre sin fuerzas, que canturreaba y que hace un par de minutos sostenían los dos oficiales. Era el que gritaba. Oí como si alguien rebuscara y el par de agentes de policía que había visto abajo hacía un momento aparecieron por la esquina. Ninguno de los dos era joven y ambos corrían con la barriga fuera, resoplando, sujetándose los cinturones contra las caderas con una mano.
—¡Deténganlo! —gritó con voz jadeante uno de los oficiales—. ¡Detengan a ese hombre!
Se me erizó el pelo de la nuca. El hombre que corría hacia mí seguía gritando, drogado y aterrorizado, y su voz era un retumbo de… algo. Terror, pánico, deseo, furia, todo hecho una bola y arrojado al aire a través de sus cuerdas vocales.
Mientras atravesaba el oscuro pasillo, tuve una rápida visión de unos grandes ojos fijos, una cara sucia, una chaqueta vaquera y unos viejos tejanos. Llevaba las manos a la espalda, supuestamente esposadas. No veía el pasillo por el que estaba corriendo. No supe a qué estaba mirando, pero tuve la sensación de que no quería saberlo. Pasó por delante de mí y luego por las escaleras, a toda velocidad, ciego y peligroso para él mismo.
No era asunto mío, pero no podía permitir que se descalabrara al caer por las escaleras. Me tiré hacia él tan fuerte como pude, intentando colocar mi hombro en su estómago y llevarle hacia atrás como en un placaje de rugby.
Hay una razón por la que cada año, en la época del instituto, acababa con cortes. Choqué contra él, pero se limitó a soltar un bufido y dar vueltas hasta la pared. Era como si no hubiera visto que me acercaba y no fuera consciente de que estaba allí. Solo miraba al vacío y no paraba de gritar; se bamboleó mientras se retiraba de la pared y salió corriendo de nuevo en dirección a las escaleras. Yo me tiré al suelo. De repente la cabeza me latía con fuerza otra vez en el mismo sitio donde el matón desconocido me había dado un golpe con un bate de béisbol la noche anterior.
Una de las ventajas de ser tan alto como soy es que tengo los brazos largos. Me estiré hacia él, alargué una mano hacia él y lo agarré con los dedos. Lo cogí por el dobladillo de los pantalones y le di a la pierna un buen tirón.
Eso hice. Él dio varias vueltas, perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo de baldosas. Paró de gritar cuando la caída lo dejó sin aliento. Trató de escapar escaleras arriba, forcejeando sin energía y se detuvo. Los agentes pasaron lentamente hacia él, cada uno por un lado.
Y en aquel instante algo extraño ocurrió.
El joven me miró, las pupilas de sus ojos se redondearon y dilataron, hasta el punto de que llegué a pensar que se habían convertido en dos enormes monedas negras pintadas en los globos oculares inyectados en sangre. Los ojos se le pusieron en blanco y empezó a gritar con voz de alarma.
—¡Mago! —pregonó a los cuatro vientos—. ¡Mago, te veo! ¡Te veo, mago! ¡Veo las cosas que sucederán, aquellos que caminan delante y a Aquel que Camina Detrás! ¡Vienen, vienen a por ti!
—¡Jesús, María y José! —exclamó el agente más bajo y rechoncho, mientras cogían al hombre de los brazos y se lo llevaba a rastras de nuevo por el pasillo—. Yonquis, Gracias por la ayuda, amigo.
Me quedé mirándolo, lleno de asombro, y agarré al agente más alto por la manga.
—Señor, ¿qué pasa, señor? —le pregunté.
Se paró, dejando al prisionero colgando entre él y su compañero. La cabeza del detenido estaba inclinada hacia delante y todavía tenía los ojos en blanco, pero miraba hacia mí y sonreía con una mueca espantosa. La frente estaba arrugada de un modo extraño, casi como si estuviera concentrándose en mí a través de los huesos del perfil de las cejas y los lóbulos frontales de su cerebro.
—Es un yonqui —contestó el oficial más alto—, uno de esos nuevos gamberros del Tercer Ojo. Lo pillamos en el lago, dentro del coche, con casi cuatro gramos de esa mierda. Seguro que ya había consumido algo. —Sacudió la cabeza—. ¿Estás bien?
—Sí, sí —le aseguré—. ¿El Tercer Ojo? ¿La nueva droga?
El oficial más bajo resopló.
—Es esa que se supone que les hace ver el mundo de los espíritus y todas esas gilipolleces.
El más alto asintió con la cabeza.
—Esa cosa engancha más que el crack. Gracias por la ayuda, Aunque no sabía que eras un civil. No esperaba a nadie más que a los polis aquí a estas horas del día.
—No es nada —afirmé—. Estoy bien.
—Eh —dijo el más corpulento. Me miró entrecerrando los ojos y meneó el dedo—, ¿no eres el tío ese? ¿El asesor vidente del que me habló Carmichael?
—Me atengo a la quinta enmienda —le contesté con una sonrisa falsa.
Los dos agentes se rieron y volvieron a su trabajo. Me hicieron a un lado con un empujón mientras pasaban arrastrando al detenido, que suspiraba con una vocecilla de loco a lo largo del pasillo.
—Te veo, te veo, mago. Veo a Aquel que Camina Detrás.
Volví a la silla de la sala de espera al final de la fila de cubículos y me senté. La cabeza iba a estallarme y tenía el estómago revuelto, lo que resultaba un poco desagradable.
Aquel que Camina Detrás. Nunca había visto a ese drogadicto. Nunca había estado con él. No había percibido la sutil tensión de poder en el aire a su alrededor que significaba la presencia de alguien que ejerce la magia. Entonces, ¿cómo demonios había visto la sombra de Aquel que Camina Detrás en mi estela?
Por razones que ahora no tengo tiempo de explicar, estoy marcado para siempre con los restos de la presencia de un espíritu cazador, una especie de asesino a sueldo espectral conocido como Aquel que Camina Detrás. Había superado muchos pronósticos al sobrevivir a mi enemigo, el que había invocado a Aquel que Camina Detrás y lo había enviado para que me persiguiera, pero aunque el espíritu cazador nunca me alcanzó, la marca todavía es visible para aquellos que saben usar el tercer ojo y se extiende detrás de mí como una gran sombra horrible. Era una especie de cicatriz espiritual que me recordaba aquel encontronazo.
Pero solo un mago tenía ese tipo de visión, la capacidad de sentir las auras y las manifestaciones de fenómenos mágicos. Y aquel drogata no era un mago.
¿Era posible que me hubiera equivocado en mi valoración inicial de la droga llamada el Tercer Ojo? ¿Podía de verdad conceder a sus consumidores esas visiones?
Me estremecí ante ese pensamiento. El tipo de cosas que se ven cuando se aprende a abrir el tercer ojo pueden ser tan hermosas como para hacerte llorar o tan horrorosas como para que tus peores pesadillas parezcan cosas normales y reconfortantes. Visiones del pasado, del futuro o de la naturaleza real de las cosas. El estigma de los videntes, fantasmas inquietos, espíritus de leyendas de todo tipo, el poder escalofriante del mundo fantástico en todos sus matices brillantes y sutiles. Todo eso directo a tu cerebro: inolvidable, para siempre. Los magos aprenden rápido cómo controlar el tercer ojo, cómo mantenerlo cerrado excepto en casos de necesidad imperiosa o de lo contrario se vuelven locos a las pocas semanas.
Me eché a temblar. Si la droga era auténtica, si de veras abría el tercer ojo en los mortales en lugar de causar únicamente alucinaciones corrientes entre sus consumidores, entonces era mucho más peligrosa de lo que parecía, incluso con los efectos nocivos que había visto en el drogadicto con el que me había enfrentado. Aunque un consumidor de la droga no se volviera loco al ver cosas demasiado horribles o de otro mundo, podría ver a través de las ilusiones y los disfraces de muchas criaturas que con frecuencia caminan entre los humanos sin ser vistos, lo que podría forzarlas a ponerse a la defensiva, por miedo a ser descubiertos. Doble riesgo.
—Dresden —dijo con brusquedad—, despierta.
Parpadeé.
—No estaba dormido —dije arrastrando las palabras—. Solo descansaba los ojos.
Resopló.
—Ahórratelo, Harry. —Y me puso un vaso de espuma de polietileno entre las manos.
Me había preparado un café y le había echado un montón de azúcar, justo como me gusta, y aunque estaba un poco rancio, olía estupendamente.
—Eres un ángel —murmuré. Tomé un sorbo y señalé con la cabeza la fila de cubículos—. Es mejor que te cuente esto en tu despacho.
Pude sentir sus ojos sobre mí mientras bebía.
—Muy bien —asintió—, vamos. El café son cincuenta centavos, Harry.
La seguí hasta su despacho. Era algo montado a toda prisa con paredes baratas de contrachapado y una puerta que no estaba demasiado recta. La puerta tenía pegada con cinta adhesiva una nota de papel, donde había unas letras cuidadosamente escritas con un bolígrafo indeleble, donde se podía leer «TENIENTE KARRIN MURPHY». Había un rectángulo de madera más clara donde una vez hubo una placa con otro nombre de un policía desafortunado. Que no se preocuparan de colocar una placa nueva era una forma no muy discreto de recordar lo precario de la posición del director de investigaciones especiales.
Los muebles de su despacho, todo el espacio interior, de hecho, contrastaba con el exterior de la oficina. Su escritorio y la silla, oscuros y nuevos, eran de líneas elegantes. Su ordenador estaba siempre encendido, a la izquierda de su izquierda. Un tablón de anuncios cubría la mayor parte de una pared pequeña, donde organizaba con esmero los casos actuales. El título universitario, los trofeos de aikido y sus premios como tiradora estaban todos colgados en la pared justo a la derecha nada más entrar en el despacho y al lado de tu cara si estabas de pie delante de su escritorio o sentado en una silla enfrente de él. Esa era Murphy: organizada, directa, decidida y solo un poquito agresiva.
—Espera —me ordenó.
Me detuve fuera del despacho, como siempre hacía, mientras ella entraba y apagaba la electricidad, desenchufaba el ordenador y la pequeña radio que había sobre su mesa. Murphy está acostumbrada a los desastres que ocurren cuando estoy cerca de los aparatos. Cuando acabó, entré.
Me senté y seguí tomándome el café. Ella se deslizó hasta el borde de la mesa, mirándome con menosprecio, entrecerrando sus ojos azules. No iba vestida menos informal en sábado que en un día laborable: pantalones negros, una blusa oscura que resaltaba con su pelo rubio y un collar y unos pendientes de plata. Muy elegante. Me entró la depresión al recordar que iba con mi chándal arrugado y una camiseta, un abrigo negro y el pelo despeinado.
—Muy bien, Harry —dijo—, ¿qué tienes para mí?
Tomé un último sorbo de café, reprimí un bostezo y dejé el vaso sobre su escritorio. Mientras ella colocaba un posavasos debajo, empecé a hablar.
—Estuve despierto toda la noche trabajando en ello —dije con voz calmada—. He pasado un montón de tiempo intentando saber cómo funciona el hechizo y cuanto más me acerco, me doy cuenta de que es casi imposible hacérselo a una persona y no digamos a dos a la vez.
Me fulminó con la mirada.
—No me digas que es casi imposible. Tengo dos cadáveres que dicen lo contrario.
—¡No te sulfures! —le gruñí—. Solo estoy empezando. Tienes que entender todo si quieres entender algo.
Su mirada desafiante se intensificó. Puso las manos en el borde del escritorio y dijo en un tono aceptable e infalible:
—Muy bien, ¿por qué no me lo explicas?
Me froté los ojos de nuevo.
—Mira, quienquiera que hiciese esto, lo hizo a través de un hechizo taumatúrgico. De eso estoy segurísimo. Él o ella usó pelo, uñas o algo de Tommy Tomm y Jennifer Stanton para crear un vínculo con ellos. Después, destrozó un corazón simbólico de algún muñeco de ritual o un animal sacrificado y usó una tremenda cantidad de energía para que les ocurriera lo mismo a las víctimas.
—Eso no me dice nada nuevo, Harry.
—Ya voy, ya voy —dije—. La cantidad de energía necesaria para conseguir esto es impresionante. Sería mucho más fácil provocar un pequeño terremoto que influir en un ser viviente de esa manera. En el mejor de los casos, yo mismo podría hacérselo a alguien que me hubiera cabreado muy mucho.
—¿Te estás señalando como sospechoso? —La boca de Murphy se torció en la comisura.
Resoplé.
—Digo que soy lo bastante fuerte para hacérselo a una persona. Creo que me mataría si intentara hacérselo a dos.
—¿Me estás diciendo que una especie de mago tipo Arnold Schwarzenegger es el responsable?
Me encogí de hombros.
—Puede, supongo. Es más probable que alguien muy bueno lo haya conseguido. El poder puro no determina todo lo que puedes hacer con la magia. También es importante la concentración. Cuanto mejor sea la tuya, mejor dirigirás tu poder hacia un lugar al mismo tiempo y más cosas lograrás. Es algo así como cuando ves a uno de esos maestros chinos de artes marciales que hacen pedazos un tronco con sus manos. No podría levantar por encima de su cabeza un cachorro con sus manos, pero sí puede enfocar la fuerza que tiene para conseguir efectos asombrosos.
Murphy le echó un vistazo a sus trofeos de aikido y asintió con la cabeza.
—Vale —dijo—, eso puedo entenderlo, creo. Entonces estamos buscando un mago a lo señor Miyagi.
—O quizá —apunté mientras alzaba el dedo— más de un mago trabajó en esto al mismo tiempo. Unieron sus poderes y los usaron a la vez. —El martilleo de la cabeza junto con el estómago revuelto y la cafeína, me estaba atontando—. Trabajo en equipo, trabajo en equipo, eso es importante.
—Asesinos múltiples —dijo Murphy arrastrando las palabras—. No tengo a uno y ahora me dices que quizá sean quince.
—Trece —la corregí—. No se pueden utilizar más de trece. Pero no creo que lo hayan hecho así, es un coñazo. Todos los del círculo deben estar comprometidos con el hechizo, no deben tener dudas ni reservas; y tienen que confiar los unos en los otros de manera incondicional. No se ven ese tipo de cosas en los grupos de asesinos típicos. Es algo que simplemente no pasa, excepto en los casos de fanatismo. Un culto o una organización política.
—Un culto —repitió Murphy. Se restregó los ojos—. El Arcano va a hacer su agosto como esto salga a la luz. Así que después de todo, Bianca está relacionada con el asunto. Seguro que tiene bastantes enemigos por ahí capaces de hacer esto y a los que ha provocado lo suficiente como para que les entren ganas de deshacerse de ella.
Sacudí la cabeza. El dolor cada vez era mayor, más insoportable, pero las piezas iban encajando.
—No, te estás equivocando. El asesino no eliminó a la puta y a Tommy Tomm para llegar hasta Bianca.
—¿Cómo lo sabes?
—Fui a verla —contesté.
—¡Joder, Harry!
No reaccioné ante su enfado.
—Sabes que no iba a hablar contigo, Murph. Es un monstruo a la vieja usanza. No coopera con las autoridades.
—¿Pero es que habló contigo? —me preguntó Murphy.
—Se lo pedí por favor.
—Te partiría la cara si no estuvieras ya hecho una mierda —me regañó—. ¿Qué averiguaste?
—Bianca no sabía nada. No tenía ni idea de quién podía haber sído. Estaba nerviosa, asustada.
No mencioné que había estado tan asustada que por poco me mata.
—Así que alguien envía un mensaje, pero ¿no es para Bianca?
—Para Johnny Marcone —confirmé.
—Una guerra entre bandas callejeras —dijo Murphy—, y ahora el equipo también trae brujería y todo. Los hechizos mágicos de un mafioso. ¡Dios santo!
Repiqueteó con los tacones en el borde de la mesa.
—Una guerra entre bandas. Los proveedores del Tercer Ojo contra los de estupefacientes convencionales, ¿no?
Se me quedó mirando durante un rato.
—Sí —contestó Murphy—. Sí, eso es. ¿Cómo lo sabías? Se lo hemos ocultado a la prensa.
—Me topé con un tío que iba colocado, fuera de sí, con el Tercer Ojo. Algo que dijo me hizo pensar que no se trataba de un montón de mierda. Es de verdad. Y hay que ser un mago muy, muy cabrón para fabricar tanta cantidad de esa droga.
Los ojos azules de Murphy brillaron.
—Entonces, quien sea el que está abasteciendo las calles con el Tercer Ojo…
—… es el que mató a Jennifer Stanton y Tommy Tomm. Estoy segurísimo. Tiene toda la pinta.
—Me inclino a pensar lo mismo que tú —afirmó Murphy asintiendo con la cabeza—. Muy bien, ¿cuánta gente conoces que pueda dominar el hechizo asesino?
—Por Dios, Murphy —me quejé—, no me puedes pedir que te facilite una lista de nombres de personas para que los arrastres hasta la comisaría y los interrogues.
Se inclinó hacia mí con sus feroces ojos azules.
—Te equivocas, Harry, sí que te lo puedo pedir. Te puedo decir que me los des. Y si te niegas, puedo llevarte a los tribunales por obstrucción y complicidad tan rápido que te marearás.
—Ya estoy mareado —le contesté. Se me escapó una risa tonta. La cabeza me palpitaba, pum, pum, pum—. Tú no harías eso, Murph. Te conozco. Sabes muy bien que si tuviera algo que te sirviera, te lo daría. Si quieres que siga con la investigación, dame la oportunidad de…
—No, Harry —dijo con voz rotunda—. No más oportunidades. Ya estoy bastante con el agua al cuello como para que me lo pongas aún más difícil. Estás herido y no me vengas con que te has caído por las escaleras, no quiero tener que despegarte del suelo. Quienquiera que le hizo aquello a Tommy Tomm se va a poner desagradable cuando vea a alguien fisgoneando y además, no es tu trabajo. Es el mío.
—¡Haz lo que quieras! —le dije—. Eres tú la que tienes una fecha límite.
Se puso pálida y sus ojos refulgieron de rabia.
—Eres un cabrón de mierda, Harry.
Tenía la intención de contestarle, de veras, pero mi cráneo estaba suelto y tembloroso sobre mi cuello y todo daba vueltas a mi alrededor; era como si la silla se bamboleara sobre sus patas traseras y girara peligrosamente. Pensé que a lo mejor era más seguro deslizarme hasta el suelo, con la flexibilidad de una serpiente. Sentí las baldosas finas y frescas bajo mis mejillas, era reconfortante. Mi cabeza siguió con el bum bum bum durante todo el recorrido hasta el suelo y estropeó lo que de lo contrario podría haber sido un sueñecito.