Capítulo 9

El viernes por la noche fui a ver a Bianca, la vampira.

No es que solo levantarme de la cama fuera a verla, por supuesto. No se va uno a la boca del lobo con el estómago vacío. Hay que empezar el día con un buen desayuno y yo lo tomé sobre las tres de la tarde, cuando me desperté al oír que sonaba el teléfono. Tuve que salir de la cama y caminar hasta la habitación principal para cogerlo.

—Mmmrrmmph —gruñí.

—Dresden —dijo Murphy—, ¿qué tienes?

Parecía estresada. Su voz tenía ese tono marcado que la caracterizaba cuando estaba nerviosa y me dio la misma dentera que cuando una tiza chirría en la pizarra. La investigación del asesinato de Tommy Tomm no debía de ir muy bien.

—No tengo nada todavía —contesté y después le mentí un poco—. Estuve levantado casi toda la noche trabajando, pero aún no tengo nada para ti.

Me contestó con irreverencia:

—Eso no me vale, Harry. Necesito respuestas y las necesito para ayer.

—Las tendré lo antes posible.

—Más vale que te des prisa —gruñó.

Estaba enfadada. No es que no fuera raro en ella, pero me di cuenta de que ocurría algo más. Algunas personas se dejan llevar por el pánico cuando las cosas se ponen feas, se agobian. Hay gente que se viene abajo. Murphy se cabrea.

—¿Tienes otra vez al comisario pisándote los talones?

El comisario de la policía del área metropolitana, Howard Fairweather, usaba a Murphy y a su equipo como chivos expiatorios en todos los casos insolubles que caían en sus manos. Fairweather siempre estaba al acecho, esperando cualquier oportunidad para hacer que Murphy quedara mal, como si con eso evitara perjudicarse a sí mismo.

—Como uno de aquellos monos alados de El mago de Oz, En cierto modo, hace que te preguntes quién le está presionando para que se hagan las cosas.

Tenía la voz tan amarga como un pomelo. Oí como echaba un Alka-Seltzer en un vaso con líquido.

—Lo digo en serio, Harry. Tienes que darme las respuestas que necesito y quiero que me las des ya. Necesito saber si esto es brujería y si es así, cómo lo hicieron y quién pudo haberlo hecho. Nombres, sitios… He de saberlo todo.

—No es tan sencillo, Mur…

—Pues haz que lo sea. ¿Cuándo podrás decirme algo? Necesito un cálculo aproximado en quince minutos para el comité de investigación del comisario o ya estoy entregando la placa.

Hice una mueca de dolor. Si era capaz de sonsacarle algo a Bianca, podría ayudar a Murphy en la investigación; pero si resultaba inútil, no haría nada productivo en toda la tarde y además, ella necesitaba sus respuestas ahora. Tal vez debería haber hecho una pócima para mantenerme despierto.

—¿Trabaja en fin de semana el comité?

Murphy soltó un bufido.

—¿Estás de broma?

—Entonces tendremos algo el lunes.

—¿Podrás averiguar algo para entonces? —me preguntó.

—No sé si te servirá de mucho, aunque llegue a resolver algo. Espero que tengas más cosas en las que basarte.

Oí por el auricular su suspiro y un trago de la bebida efervescente.

—No me defraudes, Harry.

Era hora de cambiar de tema, antes de que me pillara y se oliera la mentira. No tenía intención de investigar lo que estaba prohibido si encontraba la manera de evitarlo.

—¿No hubo suerte con Bianca?

Otra vez se puso irreverente:

—Esa zorra no hablará con nosotros. Solo sonríe, asiente con la cabeza y echa humo por la boca, habla poco y cruza las piernas. Tenías que haber visto a Carmichael babeando.

—Bueno, no se le puede culpar. He oído que es guapa. Oye, Murph, ¿y sí yo…?

—No, Harry. De ninguna manera. No te vas a acercar por el Velvet Room, no vas a hablar con esa mujer y no te vas a meter en esto.

—Teniente Murphy —dije arrastrando las palabras—, ¿estamos un poco celosos?

—No seas tan creído. Eres un civil, Dresden, aunque tengas licencia de investigador. Si apareces en un hospital o en la morgue, yo sufro las consecuencias.

—Murph, me has tocado la fibra.

—Lo que te voy a tocar va a ser otra cosa si me llevas la contraria, Harry.

Su voz era severa y vehemente.

—Eh, relájate, Murph. Si no quieres que vaya, no hay problema.

¡Uh, una mentira! Insistiría tanto en eso como el lobo a las cabritas.

—Eres un mentiroso de mierda, Harry. Joder, tendría que encerrarte en el calabozo para que no fueras a…

—¿Qué? —le grité al auricular—. Te vas, no te oigo. Maldito teléfono, otra vez. Llámame luego.

Entonces le colgué.

Mister caminó por encima de mí y me dio en la pierna. Estaba mirándome con sus ojos serios y verdes mientras me inclinaba para desconectar el teléfono, cuando empezó a sonar de nuevo.

—Vale, Mister, ¿tienes hambre?

Hice el desayuno. Para él, un bocadillo de carne que había sobrado y para mí, unos espaguetis precocinados calentados en el horno de leña. Compartí la última lata de Coca Cola que me quedaba, que Mister ansiaba al menos tanto como yo; cuando acabé de comer, beber y de acariciar al gato, ya estaba despierto, en condiciones de volver a pensar y preparado para la caída de la tarde.

Todavía no estábamos en el horario de verano, por lo que oscurecía sobre las seis. Tenía unas dos horas para prepararme para salir.

Tal vez pienses que sabes un par de cosas de los vampiros y quizá parte de lo que has oído sea cierto. Lo más probable es que no. De cualquier forma, no tenía muchas ganas de ir a la guarida de Bianca para pedirle información. Asumí que las cosas iban a ponerse feas antes de que pasara nada, solo para asegurarme de que no me iban a pillar con los pantalones bajados.

La hechicería consiste en ser previsor, en estar preparado. Los magos no son seres humanos con superpoderes. Nosotros solo tenemos mayor facilidad para ver cosas con más claridad que otras personas y para usar la información extra que tenemos para nuestro propio beneficio. ¡Por Dios, pero si en inglés la palabra mago viene de «wise», que significa sabio! Sabemos algunas cosas, pero no somos más fuertes o más rápidos que los demás. En realidad no tenemos tantas ventajas en cuanto al aspecto mental, pero somos rematadamente avispados y si tenemos la oportunidad de estar preparados para algo, podemos hacer cosas impresionantes.

Si eres mago y estás listo para enfrentarte a un problema, es probable que seas capaz de idear algo que te permita resolverlo. Así que reuní todas las cosas que creí que necesitaría: me aseguré de que mi vara estuviera lustrosa y preparada, puse mi puñal de plata en una vaina que colgaba justo debajo de mi brazo izquierdo, metí la botella de plástico con la poción de escape en el bolsillo de mi guardapolvo y me puse mi talismán preferido, un pentagrama en una cadena de plata que había sido de mi madre. Mi padre me lo había dado. También me guardé un pequeño trozo de tela blanca doblada en el bolsillo.

Tengo muchos objetos encantados o al menos medio hechizados, pues llevar a cabo un encantamiento completo es costoso y requiere tiempo; así que no me lo puedo permitir con mucha frecuencia. Los magos currantes solo podemos lanzar unos cuantos hechizos y esperar que no se pongan rancios en el momento más inoportuno. Habría estado mucho más cómodo si hubiera llevado mi cetro mágico o mi bastón, pero eso sería como presentarme en la puerta de Bianca con un tanque y entrar con una ametralladora y un lanzallamas, aunque sin haberle avisado de que quería pelea.

Tenía que mantener un buen equilibrio entre estar preparado por si surgían problemas e ir buscando problemas.

Pero, eh, no es que tuviera miedo. No creía que Bianca quisiera causarle problemas a un mago mortal. Bianca no quería meterse conmigo y cagarla con el Consejo Blanco.

Por otro lado, no es que fuera lo que se dice el preferido del Consejo Blanco. Podrían incluso hacer la vista gorda si Bianca decidiera hacerme desaparecer del mapa.

Ten cuidado, Harry, me advertí. No te pongas totalmente paranoico. Si te pones así de paranoico vas a hacer que tu pisito se convierta en el Sótano de la Soledad.

—¿Qué piensas? —le pregunté a Mister, una vez engalanado con toda la parafernalia que quería llevar.

Mister fue hacia la puerta y dio unos golpes con insistencia.

—Aquí todos opinan. Vale, vale —suspiré.

Salí después de dejarle pasar a él, me subí al coche y me dirigí al Velvet Room, situado en la zona cara, a orillas del lago.

Bianca tiene el negocio a las afueras, en una enorme mansión de comienzos de los locos años 20. Corría el rumor de que el infame Al Capone la construyó para una de sus queridas.

Había una puerta con una verja de hierro y un guarda de seguridad. Estacioné el Escarabajo en una pequeña franja de la entrada que empezaba en la calle y acababa en la verja. Cuando paré el coche, el motor hizo un ruido extraño. Bajé la ventanilla, saqué la cabeza y miré hacia atrás con ojos de miope. Hubo una explosión, salió humo negro de la parte trasera del automóvil y este empezó a irse calle abajo.

Mi cara se transformó en una mueca de dolor. El motor hizo un ruido como de disculpa y vibró hasta morirse del todo. Perfecto, ahora no podía volver a casa. Salí del Escarabajo y me quedé de pie lamentándome durante un rato.

El guarda de seguridad al otro lado de la puerta estaba cuadrado. No era demasiado alto, pero sí bastante musculoso y lo ocultaba bajo un traje caro. Me observó con ojos de perro de ataque y preguntó a través de la puerta:

—¿Tiene un cita?

—No —contesté—, pero creo que Bianca querrá verme.

No pareció sorprenderse.

—Lo siento —dijo—, Bianca no está esta tarde.

Las cosas ya no son tan sencillas. Me encogí de hombros, crucé los brazos y me incliné sobre el capó del Escarabajo.

—¡Haz lo que quieras! Solo me quedaré hasta que consiga una grúa y pueda sacártelo de la entrada.

Se me quedó mirando. Sus ojos se entrecerraron hasta convertirse en dos diminutas hendiduras por el esfuerzo que hacía al pensar. Al final, le llegaron las ideas al cerebro, las procesó y las expresó mediante un mensaje de «pasa la pelota».

—Diré que está aquí —dijo.

—Bien hecho —admití—, no se arrepentirá.

—¿Nombre? —gruñó.

—Harry Dresden.

Si reconoció mi nombre, no se le notó en la cara. Nos lanzó una mirada a mí y al Escarabajo y después se alejó unos pasos, sacó un teléfono móvil del bolsillo y se lo llevó al oído.

Escuché. Escuchar es algo difícil. Hoy en día, nadie tiene costumbre, pero si se le dedica un tiempo, uno puede entrenarse a prestar atención a sus sentidos.

—Hay un tío aquí abajo que dice que Bianca quiere hablar con él —avisó el guarda—. Dice que se llama Harry Dresden.

Guardó silencio durante un instante. Apenas pude distinguir el murmullo de la otra voz, tan solo percibí que era de una mujer.

—Ajá —asintió y me volvió a lanzar otra mirada—. Sí, sí, de acuerdo. Por supuesto, señora.

Me asomé por la ventanilla hacia el interior del coche y saqué mi vara. La apoyé en el asfalto, al lado de mis botas y le di unos golpecitos, como si estuviera impaciente.

El guarda se giró hacia mí, inclinado hacia un lado, y pulsó un botón de algún sitio. La puerta hizo un ruido y se abrió.

—Adelante, señor Dresden —me invitó a entrar—. Puedo hacer que alguien remolque su coche, si quiere.

—Genial —le dije.

Le di el nombre de la grúa con la que Mike tenía un acuerdo y le dije que le comentara al tipo que se trataba otra vez del coche de Harry. Tobby, el perrito guardián, anotó el dato con diligencia en una pequeña libreta que sacó del bolsillo. Mientras escribía, pasé por delante de él hacia la casa. A cada paso que daba, hacía un ruidito seco con la vara sobre el asfalto.

—Pare —me advirtió. Estaba calmado y seguro de sí mismo.

La gente no suele hablar con ese tipo de absoluta autoridad a menos que lleve un arma consigo. Me detuve.

—Baje la vara —me ordenó—, y levante las manos. He de registrarlo antes de que entre.

Suspiré, hice lo que me pidió y permití que me cacheara. No me di la vuelta para darle la cara, pero pude oler el metal de su pistola. Encontró el puñal y se lo quedó. Me rozó con los dedos la nuca y notó la cadena.

—¿Qué es esto?

—Un pentagrama —le contesté.

—Déjamelo ver. Use solo una mano.

Utilicé la mano izquierda para sacarlo de la camisa y se lo enseñé. Era una estrella de cinco puntas inscrita en un círculo, pura geometría.

—Vale —gruñó.

Continuó buscando y encontró la botella de plástico.

—¿Qué es esto?

—Una Coca Cola natural —le respondí.

—Huele a mierda —protestó. Después la tapó y volvió a colocarla en mi bolsillo—. ¿Qué pasa con mi bastón?

—Se le devolverá cuando salga —dijo.

Maldita sea. Tanto el puñal como la vara habían sido mis únicas líneas de defensa física. Solo me quedaba confiar en la magia y esto podía ser arriesgado en el mejor de los casos. Lo que faltaba para ponerme nervioso.

Por supuesto, Tobby, el perrillo guardián, había ignorado un par de cosas. En primer lugar, había pasado por alto el trozo de tela blanca que llevaba en el bolsillo. En segundo lugar, me había dejado pasar con el pentagrama todavía colgado al cuello. Seguramente pensó que como no era un crucifijo ni una cruz, no lo podría usar para mantener a Bianca alejada de mí.

Lo que no era cierto, pues los vampiros y otras criaturas semejantes, no responden a símbolos de ese tipo, sino que reaccionan a la fuerza que acompaña a un acto de fe. No habría podido protegerme ni de un mosquito vampiro con la fe en el Todopoderoso, ya que él y yo nunca habíamos estado muy conectados. En cambio, el pentáculo era un símbolo de magia en sí mismo y yo tenía mucha fe en eso.

Y, claro está, Tobby había pasado por alto la pócima de huida. Bianca debía confiar a sus guardias más conocimientos sobrenaturales y qué tipo de cosas debían buscar.

La casa en sí era elegante, muy espaciosa, amplia y con aquellos techos altos de los que ya no se hacen. Me recibió en el enorme vestíbulo una mujer joven bien arreglada con el pelo corto y liso. Fui educado con ella y me acompañó a la biblioteca; las paredes estaban llenas de libros antiguos, con cubiertas de piel, similares a las sillas tapizadas de piel alrededor de la enorme mesa con patas de perro en el centro de la sala.

Tomé asiento y esperé. Y esperé y esperé. Pasó más de media hora antes de que Bianca llegara al fin.

Entró en la habitación como una vela encendida que arde con una llama fría y nítida. Su pelo era de un tono caoba abrillantado, demasiado oscuro como para traer a la memoria un reflejo rojizo, pero aun así lo conseguía. Tenía los ojos oscuros y transparentes, el cutis impecable, suave y elegantemente maquillado. No era alta, pero estaba bien proporcionada. Llevaba un vestido negro con un escote muy pronunciado y una raja a un lado que mostraba una parte generosa de su pálido muslo. Unos guantes negros le cubrían las manos hasta más allá de los codos y sus zapatos de trescientos dólares eran artefactos de tortura con tacón. Tenía demasiada buena pinta para ser real.

—Señor Dresden —me dio la bienvenida—. ¿A qué se debe este inesperado placer?

Me levanté cuando entró en la habitación.

—Madame Bianca —contesté haciendo un gesto con la cabeza—, al fin nos encontramos. Los rumores no decían lo encantadora que es.

Se echó a reír. Los labios dieron forma a los sonidos, la cabeza cayó hacia atrás y mostró su pálida garganta.

—Me dijeron de usted que era un caballero. Veo que no se equivocaron. Aunque es algo demodé en este país, pero encantador.

—Usted y yo somos de otro mundo —dije.

Se acercó a mí y me extendió la mano, un movimiento que rezumaba gracia femenina. Me incliné un momento sobre su mano a modo de reverencia, la cogí y rocé con mis labios el dorso del guante.

—¿De verdad cree que soy hermosa, señor Dresden? —me preguntó.

—Tan preciosa como una estrella, señora.

—Cortés y además apuesto —murmuró.

Me miró de arriba abajo, pestañeando, pero rehuyó mi mirada, no sé si con la intención de no dirigir su poder hacia mí sin darse cuenta o para no recibir el mío.

Siguió caminando por la habitación y se paró detrás de una de aquellas sillas tan cómodas. Como tengo por norma, di la vuelta a la mesa y retiré una silla para que se sentara. Cruzó las piernas y, con aquel vestido y aquellos zapatos, consiguió que no quedara vulgar. Parpadeé un instante y después volví a mi asiento.

—Bien, señor Dresden, ¿qué lo trae a mi humilde morada? ¿Le apetece una tarde de entretenimiento? Le garantizo que nunca tendrá una experiencia como esta. —Colocó las manos en su regazo y me sonrió.

Le devolví la sonrisa, metí una mano en el bolsillo y la puse sobre el pañuelo blanco.

—No, gracias. He venido a hablar.

Se le separaron sus labios en un silencioso «ah».

—Ya veo. ¿Y sobre qué? Si puede saberse…

—Sobre Jennifer Stanton y su asesinato.

De repente, sentí una advertencia. Los ojos de Bianca se entrecerraron y después los abrió como los de un gato a punto de saltar. Luego se acercó a mí por encima de la mesa más rápido que el aire, con los brazos extendidos hacia mi garganta.

Perdí el equilibrio y me caí hacia atrás con la silla. Aunque había empezado a moverme antes, casi no me dio tiempo a escapar de sus garras. Con una uña me rozó el cuello, lo que me produjo una terrible sensación de dolor. Ella siguió avanzando, me siguió hasta el suelo y aquellos labios carnosos se retiraron para dejar paso a unos colmillos afilados.

Saqué la mano del bolsillo y agité delante de ella el pañuelo blanco abierto, con lo que liberé la imagen de la luz del sol que había guardado para usar en las pócimas. Durante un momento iluminó la habitación y la llenó de esplendor.

La luz chocó contra Bianca. La arrojó hacia atrás atravesando la mesa antigua además de arrancarle trozos de piel, que eran como pedacitos de carne podrida extraídos con una pulidora de un animal muerto. Fue a dar con una de las estanterías. Gritó y la piel alrededor de su boca mudó y se peló como las escamas de una serpiente.

Nunca había visto un vampiro de verdad. Más tarde ya tendría tiempo de asustarme. No me perdí ni un detalle mientras tiraba del talismán que llevaba al cuello y lo ponía delante de mí. La cara era parecida a la de un murciélago, fea y horrorosa, con una cabeza demasiado grande para el cuerpo. Tenía unas fauces enormes y hambrientas. Los hombros eran encorvados y fuertes. Unas alas membranosas se extendían entre las juntas de sus brazos casi esqueléticos. Delante, le colgaban dos pechos fofos, que caían por encima del vestido negro y habían dejado de parecer femeninos. Tenía los ojos muy abiertos, negros, fijos, y una especie de pellejo curtido y viscoso le cubría la piel, como una cámara de aire untada en vaselina, aunque con unos agujeritos corroídos por la luz del sol que había llevado conmigo.

Se recuperó enseguida, se puso en cuclillas y con un bufido de rabia extendió a cada lado los largos brazos acabados en zarpas.

Agarré el pentáculo y lo alcé como hace cualquier cazavampiros.

—Por Dios Santo, señora. Solo he venido aquí a hablar.

La vampira resopló y empezó a acercarse a mí con un paso desgarbado y extrañamente grácil. Las garras de sus pies todavía seguían llevando los zapatos de trescientos dólares.

—Atrás —le ordené dando un paso hacia ella.

El pentagrama empezó a arder con la luz clara y fría que surgía de la voluntad y la confianza que deposité en él, mi fe; se podría decir que fue eso lo que apartó aquel monstruo de mí.

Bufó, retiró la cara, y alzó sus brazos membranosos para protegerse los ojos de la luz. Retrocedió un paso y luego otro hasta que su espalda jorobada quedó pegada a una pared de libros.

¿Qué haría ahora? No iba a intentar clavarle una estaca en el corazón, pero si disminuía mi voluntad, volvería hacia mí y no creía que nada que saliera de mi boca, ni siquiera las evocaciones más rápidas, evitaría que me arrancara la cabeza. Y aunque lograra esquivarla, seguramente tendría lacayos mortales, como el guarda de la puerta, a los que les encantaría matarme si me vieran despellejando a su señora.

—Tú la has matado —gruñó la vampira.

Su voz era la misma de antes, sensual y femenina, aunque estuviera algo cambiada por la ira y saliera de aquella horrible boca. Era algo perturbador.

—Tú mataste a Jennifer. Ella era mía, mago.

—Oye —le dije—, no he venido para que me hagas esto. La policía sabe que estoy aquí, así que ahórrate problemas. Siéntate, habla conmigo, y luego cada uno por su lado y santas pascuas. Por Dios, Bianca, ¿crees que si hubiera matado a Jennifer y a Tommy Tomm me pasearía tan campante por aquí?

—¿Esperas que crea que no lo has hecho? No saldrás vivo de esta casa.

Me estaba enfadando y me estaba asustando, ¡Dios, hasta la vampira creía que era el malo de la película!

—¿Qué he de decir para convencerte de que no lo hice?

Unos ojos negros, sin fondo, me miraron fijamente a través del fuego ardiente de mi fe. Podía sentir una especie de poder que intentaba llegar hasta mí, pero que quedaba retenido por la fuerza de mi voluntad, así como la criatura misma.

—Baja el amuleto, mago —gruñó la vampira.

—Si lo hago, ¿vas a acercarte a mi cuello de nuevo?

—Si no lo haces, seguro que lo intento.

No es que eso fuera muy lógico. Intenté ver la situación desde su perspectiva. Se había asustado cuando aparecí. Me había registrado y despojado de las armas como había podido. Si creía que era el asesino de Jennifer Stanton, ¿el simple hecho de mencionar su nombre había provocado en ella esa violencia repentina? Empecé a tener el presentimiento que se tiene cuando te das cuenta de que nada es lo que parece.

—Si lo bajo —le propuse—, quiero tu palabra de que te sentarás y hablarás conmigo. Te juro, por el fuego y el viento, que no tengo nada que ver con esa muerte.

La vampira me lanzó un bufido, protegiéndose los ojos de la luz con una garra.

—¿Por qué tengo que creerle?

—¿Por qué tengo que creerte yo a ti? —repliqué.

Mostró unos colmillos amarillos.

—Si no crees en mi palabra, mago, ¿cómo voy a creer yo en la tuya?

—¿Me la das, entonces?

La vampira se puso tensa y, aunque su voz todavía estaba áspera por el dolor y la rabia, aún era sexy como una camisa de seda sin botones. Me pareció captar sinceridad en sus palabras.

—Te lo prometo. Baja el talismán y hablaremos.

Era hora de correr otro riesgo premeditado. Tiré el pentáculo sobre la mesa, la fría luz se fue agotando y dejó que la habitación quedara iluminada otra vez solo por la electricidad.

Poco a poco, la vampira fue bajando los brazos, me miró pestañeando con aquellos ojos demasiado grandes y después miró el pentagrama encima de la mesa. Una larga lengua rosa asomó con nerviosismo por sus fauces y la parte inferior de su cara y luego, se deslizó otra vez hacia el interior de su boca. Me di cuenta de que la sorprendía que lo hubiera hecho.

Mi corazón latía con fuerza, pero me esforcé por sacar el miedo de mi cabeza y del contexto en general. Los vampiros son como los demonios, como los lobos, como los tiburones, no les puedes dejar pensar que eres su futura comida y al mismo tiempo obtener su respeto. El verdadero aspecto de los vampiros era grotesco, pero no era tan horrible como otras cosas que había visto en mi vida. Algunos demonios son mucho peores y algunos de los Primigenios pueden destrozarte el cerebro solo con mirarte. Observé a la criatura con una mirada equilibrada.

—Bueno, ¿y qué? ¿Hablamos? Cuanto más rato estemos sentados mirándonos el uno al otro, más tiempo estará libre el asesino de Jennifer.

La vampira se quedó con los ojos fijos en mí durante un minuto más y entonces se sacudió y las alas membranosas desaparecieron. La baba negra se transformó en unos parches pálidos y después en una carne perfecta que se fue esparciendo por toda su piel como el desarrollo de un hongo. Los pechos negros y fofos se inflaron suavemente y se volvieron de nuevo redondos y sonrosados.

Un momento después Bianca estaba delante de mí, colocándose el vestido negro con pudor, con los brazos cruzados como si tuviera frío, la espalda rígida y los ojos llenos de ira. No era menos hermosa que hacía unos instantes, no había una línea ni una curva de diferencia, pero para mí, el glamour se había desvanecido. Todavía tenía los mismos ojos, oscuros, insondables y extraños. Siempre recordaría cómo era en realidad debajo de aquella máscara.

Me agaché para recoger mi silla y la levanté. Después di la vuelta a la mesa, me volví y también levanté su silla; se la coloqué para que se sentara, tal y como lo había hecho cuando entró en la habitación.

Se me quedó mirando durante un largo rato. Apareció una expresión en su cara: estaba desconcertada por la aparente falta de preocupación por cómo era y me lo hizo saber. Luego alzó la barbilla, orgullosa, y se sentó con gracia de nuevo en la silla, majestuosa como cualquier reina, aunque con todas las partes de su cuerpo tensas por la rabia. Las normas de cortesía y la hospitalidad del Viejo Mundo se mantenían, pero ¿por cuánto tiempo?

Regresé a mi asiento, me incliné para recoger el pañuelo blanco y jugueteé con él. Los ojos llenos de ira de Blanca lo miraron y volvió a repetir el tic nervioso de pasarse la lengua por los labios y los dientes, aunque esta vez su lengua parecía humana.

—Bien, háblame sobre Jennifer y Tommy Tomm —le pedí.

Sacudió la cabeza, casi con desdén.

—Te puedo contar lo que le dije a la policía. No sé quién ha podido asesinarlos.

—Vamos, Bianca. No tenemos que ocultarnos nada, no somos parte del mundo mortal.

Sus cejas se inclinaron hacia abajo, en un nuevo gesto de furia.

—No. Eres el único en toda la ciudad cualificado para lanzar un hechizo de esa envergadura. Si no lo hiciste tú, no tengo ni idea de quién más pudo hacerlo.

—¿No tienes enemigos? ¿Alguien que quiera llamar tu atención?

Apareció una línea fina y dura en la comisura de sus labios, algo que no llegaba a ser una sonrisa.

—Por supuesto, pero ninguno podría llevar a cabo lo que les ocurrió a Tommy y a Jenny. —Dio unos golpecitos con las uñas sobre la mesa, dejando marcas sobre la madera—. No dejo con vida a enemigos tan peligrosos. Al menos, no durante mucho tiempo.

Me recosté en la silla, con el ceño fruncido, e hice lo imposible por no demostrarle lo asustado que estaba.

—¿Cómo conociste a Tommy Tomm?

Se encogió de hombros, que brillaban como porcelana y parecían igual de delicados.

—Puede que haya pensado que solo era un matón de Johnny Marcone, señor Dresden, pero en el fondo, Tommy era un hombre tierno y considerado. Siempre se portaba bien con sus mujeres, las trataba como a personas normales. —Su mirada fue de un lado a otro, sin levantarse—. Como a seres humanos. No aceptaría a un cliente que no fuera un caballero, pero Tommy era mejor que la mayoría. Lo conocí hace años, por ahí. Siempre me ocupaba de que alguien le atendiera cuando quería compañía para una noche.

—¿Le envió a Jennifer aquel día?

Asintió y su expresión se entristeció. Volvió a golpear con las uñas encima de la mesa y picó la madera.

—¿Había alguien más que lo viera con regularidad? ¿Tal vez alguien que hubiera hablado con él, que supiera qué era de su vida?

Bianca negó con la cabeza.

—No —contestó. Pero luego frunció el entrecejo.

La observé y sin darme cuenta se me cayó el pañuelo encima de la mesa. Parpadeó mientras lo miraba y luego dirigió su mirada hacia mí.

No me acobardé. Me encontré con su mirada insondable y torcí de repente la boca a modo de sonrisita, como si tuviera algo más y peor que sacar de la chistera si quería venir a por mí otra vez. Percibí su furia, su rabia y durante un momento eché un vistazo a su interior para ver de dónde procedía.

Estaba furiosa porque había visto su verdadera forma, y estaba horrorizada y avergonzada de que la hubiera despojado de su disfraz y hubiera visto la criatura que había debajo; y tenía miedo de que con mi poder pudiera arrebatarle su máscara para siempre.

Más que nada en el mundo, Bianca quería ser hermosa y aquella noche yo había destrozado su ilusión. Había sacudido su pequeño mundo dorado. Seguro que no me lo perdonaba nunca.

Se estremeció y apartó los ojos, furiosa y asustada a la vez, antes de que pudiera ver más sobre ella o ella sobre mí.

—Si no te hubiera dado mi palabra, Dresden —murmuró—, te mataría ahora mismo.

—Sería lamentable —señalé manteniendo la voz fuerte—. Deberías saber los riesgos que conlleva la maldición por la muerte de un mago. Tienes mucho que perder, Bianca. Y aunque pudieras eliminarme, te apuesto lo que quieras a que te arrastraría conmigo al infierno.

Se puso tensa, luego giró la cabeza hacia un lado y relajó los dedos de las manos. Fue una rendición silenciosa y amarga. No se movió lo bastante rápido para que no viera cómo una lágrima le bajaba por una de sus mejillas.

Había hecho llorar a un vampiro. Genial. Me sentía como un auténtico superhéroe. Harry Dresden, el rompecorazones de los monstruos.

—Tiene que haber alguien que sepa algo —dijo con su preciosa voz apagada, monótona, sin vida—. Había una mujer que trabajaba para mí, Linda Randall. Jennifer y ella salían juntas a atender clientes, cuando pedían esa clase de servicio. Eran íntimas.

—¿Dónde está ahora? —le pregunté.

—Trabaja como chofer para alguien, para una pareja rica que quería una sirvienta que hiciera algo más aparte de limpiar las ventanas. De todas formas, no era la típica mujer a la que normalmente recurro. Creo que Jennifer tenía su número de teléfono. Puedo hacer que alguien se lo traiga, señor Dresden.

Pronunció mi nombre como si fuera algo más amargo y venenoso de lo que pretendía decir.

—Gracias, sería muy amable de tu parte.

Mantuve con prudencia el tono formal, neutral. La formalidad y un buen farol era lo que la mantenía alejada de mi cuello.

Siguió tranquila, controlando sus emociones evidentes, antes de que por fin alzara la vista de nuevo. Se quedó con los ojos fijos y se le abrieron de par en par al mirarme la garganta. Su expresión perfectamente inmóvil era algo inhumano.

Me puse más nervioso. No solo tenso, sino como una cuerda de acero tirante, como un alambre atado o un muelle enrollado. No tenía trucos ni armas. Sí iba a por mí ahora, no tenía con qué defenderme. No había forma de beberse la pócima antes de que me destrozara. Me agarré a ambos brazos de la silla con fuerza para no salir corriendo, para ocultar lo asustado que estaba, para no huir. Lo único que hubiera conseguido sería que fuera de tras de mí, que desatara sus instintos de perseguir a la presa.

—Está sangrando, señor Dresden —susurró.

Lentamente, me llevé la mano a la garganta, donde sus uñas me habían rozado antes. Las yemas de los dedos estaban pegajosas, llenas de mi propia sangre.

Bianca seguía sin quitarme el ojo de encima. Volvió a mover la lengua alrededor de la boca.

—Tápelo —susurró. De ella salió un sonido extraño, como un lamento—. ¡Tápelo, Dresden!

Cogí mi pañuelo y lo presioné contra el cuello. Bianca cerró los ojos despacio y se dio la vuelta, doblada a la altura del estómago. No se levantó.

—Márchese —me dijo—. Váyase ya. Viene Paula. La enviaré dentro de un rato abajo, a la puerta, con el número de teléfono.

Empecé a caminar hacia la puerta, pero me detuve y me volví para mirarla. Sentía una especie de horrible fascinación al saber lo que había bajo el exterior seductor, la máscara de carne, al verla retorcerse de necesidad.

—Fuera —gimoteó Bianca. La ira, el hambre y un sentimiento que no podía empezar a entender hicieron que la voz le cambiara, que fuera más débil—. Váyase. Y no crea que voy a olvidar esta noche. No crea que no le haré lamentarlo.

La puerta de la biblioteca se abrió y la mujer joven de pelo liso que me había recibido antes entró en la habitación. Me miró de soslayo, pasó de largo y se arrodilló al lado de Bianca. Supuse que era Paula.

Murmuró algo en voz demasiado baja para oírlo mientras con una mano le retiraba cuidadosamente a Bianca el pelo de la cara. Luego desabrochó los botones de la manga de su blusa, se la remangó por encima del hombro y apretó su muñeca contra la boca de la vampira.

Fui un espectador privilegiado de lo que ocurrió entonces. La lengua de Bianca se asomó, larga, rosada y pegajosa y embadurnó la muñeca de Paula con saliva brillante. Paula se estremeció en cuanto la rozó y se le aceleró la respiración. Los pezones se le endurecieron bajo el fino tejido de la blusa y poco a poco fue dejando caer la cabeza hacia atrás. Sus ojos se vidriaron con una languidez narcótica, como la de un yonqui que se acaba de meter una dosis.

Los colmillos de Bianca se hicieron más largos y rasgaron la bonita piel pálida de Paula. La sangre empezó a manar. La lengua de Bianca entraba y salía de la boca, más rápido de lo que era posible apreciar, y se bebía a lengüetazos la sangre tan pronto como salía. Sus ojos oscuros se entrecerraron, distantes. Paula respiraba entrecortadamente y gemía de placer mientras su cuerpo entero temblaba.

Me sentí un poco mareado y me retiré poco a poco, sin volverme hacia la escena. Paula se cayó despacio al suelo, retorciéndose de evidente regocijo en su inconsciencia. Bianca la siguió hasta el suelo, de una forma poco propia de una dama y más de una criatura con un hambre atroz. Se recostó sobre la mujer tendida con el rostro hacia abajo, y en la curva de sus pálidos hombros pude ver bajo la máscara a aquella cosa con forma de murciélago, lamiendo la sangre de Paula.

Me fui de allí rápido y cerré la puerta detrás de mí. El corazón me latía con fuerza, muy deprisa. Aquella imagen me habría excitado, si no hubiera visto lo que había debajo de la máscara de Bianca. En cambio, solo me revolvió el estómago y me asustó. La mujer se había entregado a aquella cosa, tan rápido y de tan buen grado como cualquier mujer se hubiera entregado a su amante.

La saliva. Una parte de mí racionalizó, desesperada por captar algo frío, lógico y objetivo. La saliva era seguramente un narcótico, quizá incluso adictivo. Eso explicaría el comportamiento de Paula, la necesidad de obtener más de aquella droga. Pero me pregunté si Paula hubiera estado tan ansiosa si Bianca le hubiese mostrado su auténtico rostro.

Ahora entendía por qué el Consejo Blanco era tan duro con los vampiros. Si conseguían ejercer esa clase de control sobre un mortal, ¿qué ocurriría con un mago que cayese en sus garras? ¿Y si podían hacer que un mago fuera tan adicto a ellos como Bianca tenía a la chica a la que acababa de ver? Desde luego, eso era imposible.

Pero si lo era, ¿por qué el Consejo se ponía tan nervioso?

«No crea que no le haré lamentarlo», había dicho.

Hacía frío mientras me precipitaba hacia la puerta. Tobby, el guarda de seguridad que me estaba esperando en la puerta principal, me devolvió mi puñal y mi vara sin pronunciar palabra. Había una grúa allí en frente enganchando el Escarabajo. Coloqué una mano sobre el frío metal de la verja y mantuve la otra con el pañuelo sobre el cuello, mientras observaba cómo George, el chico del remolque, trabajaba. Me reconoció y me saludó con la mano con una sonrisa en su cara que mostraba los dientes blancos en contraste con la piel oscura. Le devolví el saludo, pero no estaba de humor para responderle con una sonrisa.

Unos minutos más tarde, sonó el teléfono móvil del guarda. Retrocedió unos cuantos pasos y repitió unas cuantas afirmaciones, antes de sacar una libreta de su bolsillo y anotar algo. Se guardó el móvil, volvió caminando hacia donde yo estaba y me dio el trozo de papel.

—¿Qué es esto? —le pregunté.

—El número de teléfono que quería. Y un mensaje.

Le eché un vistazo a la hoja sin leerla.

—Creía que Bianca iba a enviar a Paula aquí abajo con la nota.

No dijo nada, pero tensó la mandíbula y vi que dirigía los ojos hacia la casa, donde estaba la señora. Tragó saliva. Paula no iba a salir de la casa y Tobby tenía miedo.

Cogí el papel. Mientras lo miraba, me esforcé para que no me temblara la mano. Había un teléfono escrito y una única palabra; «arrepentimiento».

Doblé la nota por la mitad y la guardé en el bolsillo de mi abrigo. Otro enemigo más. Genial. Al menos con las manos en los bolsillos, Tobby no veía cómo temblaban. Tal vez debería haber escuchado a Murphy. Tal vez debería haberme quedado en casa y haber jugado con algo de magia negra, segura y prohibida.